La Jornada Semanal, 18 de enero de 1998



EL CORRECTOR


Marcos Lodoli


El escritor colombiano Héctor Joaquín Abad, que en ocasiones anteriores nos entregó un ensayo de Bobbio sobre la senectud y la correspondencia entre Gide y Proust, ahora nos envía este relato del italiano Marco Lodoli sobre una de las actividades más importantes y menos reconocidas del trabajo editorial: la siempre perfectible corrección.



El primer trabajo que tuvo Fantino en la editorial fue como corrector de pruebas. Y fueron diez años de agujas en el pajar y en las pupilas, tanto que cada año a Fantino le tocaba añadir a sus anteojos una dioptría más. Usaba una montura negra tan gruesa que le comía toda la cara. Leía los textos desde el principio hasta el fin y luego desde el final hasta el principio, vocablo por vocablo, ya que temía que el ritmo de las frases pudiera distraerlo de su cacería. Las tramas, los conceptos, el estilo, eran un cúmulo de estúpidas amenazas a la desnuda pureza de las palabras. Nada hubiera podido decir sobre el contenido o la forma de un texto: ``Es necesario conservarse ignorantes, si queremos encontrar el error'', le gustaba repetir. El último año no hubo ni un volumen con la mancha de una errata, y por esto los redactores le entregaron una placa a Fantino: ``A Fantino, cincuenta kilos de ojos.''

Esto ocurrió exactamente un mes antes del día en que lo hospitalizaron por desprendimiento de retinas.

Resulta que se estaba tomando su trabajo demasiado a pecho. En el escaso tiempo libre, muy tarde ya en la noche, después de haber purgado el enésimo libro, Fantino se iba a vagabundear por la ciudad y escrutaba los carteles y los avisos de los almacenes, los grafitis en las paredes. No quedaba tranquilo hasta no encontrar un error, aunque fuera pequeño, incluso irrisorio: por cada vecindario se contentaba con un apóstrofo olvidado, con una coma. Entonces regresaba a su casa y decía: por hoy es suficiente. Pero después, en la cama se le despertaba de nuevo la manía, así que volvía a encender la luz y empezaba a desmenuzar los directorios telefónicos, cincuenta o sesenta columnas cada vez. Fue muy fácil comprender que el señor López Higo era en realidad el señor López Hugo. Cualquiera con un tris de paciencia se hubiera dado cuenta. Se requería más oficio para descubrir el número de teléfono equivocado de un granero de barrio: no podía empezar por siete en esa zona de la ciudad. Tenía que ser un cinco. Por la mañana llamó al granero para verificar su hipótesis. Ordenó una botella del mejor vino tinto y se la tomó en pocos tragos para festejar, felicitándose a sí mismo.

Pero la emoción más grande, una emoción que por un instante llegó a ser estupor, la tuvo cuando se dio cuenta de que cierto número de teléfono tenía la cuarta cifra equivocada. Ni siquiera él mismo, Fantino, habría sido capaz de explicar de qué manera llegó a ese descubrimiento, pero leyendo en voz alta ese número sintió algo así como un temblor, una indecisión en el alma. No le sonaba, eso era, había una fisura en el bronce de la campana.

También esa vez tuvo razón Fantino.

Fue así como decidió aplicar su perspicacia a las cosas y a las personas. Era capaz de adivinar si debajo de los suéteres de los paseantes la camisa estaba mal abotonada. Se daba cuenta por una arruga, pero incluso se daba cuenta aunque no hubiera arruga. Adivinaba si las mujeres tenían algún roto en las medias, caspa bajo el sombrero, estrías en los muslos. Si a alguien le faltabaÊun riñón o un testículo. Llegaba a captar las mínimas deficiencias en los pensamientos de los demás, ciertas impurezas. ¡Cuántas imperfecciones en el gran libro del mundo, se lamentaba Fantino, y qué dolor no poderlas enmendar!

Durante su último mes de trabajo en la editorial, Fantino estuvo implacable. Por ejemplo, corrigió la palabra ``laberinto'', usada por un joven ensayista. La escribió correctamente en el borde blanco: ``laberinto''. El jefe de redacción hizo llamar a Fantino a su despacho y pidió una explicación. Según aquel hombre, que se creía experto y cuidadoso, la palabra era exactamente la misma. Fantino se quedó de una pieza ante tamaña superficialidad: ¿era posible que el redactor no viera la diferencia, que no comprendiera que esa corrección era exacta e inevitable? Fíjese en el corazón del vocablo, no se limite a las apariencias... Pero, ¿qué podría esperarse de alguien que tenía una patilla más larga que la otra, un montón de lunares esparcidos caóticamente sobre el rostro, una arritmia cardíaca, pensamientos tristes? ¿Cómo podría juzgar sobre la perfección de una palabra una persona que desde hacía dos años se embadurnaba la mente con novelas y filosofías? Fantino le dijo: ``Querido amigo, es necesario que usted cancele todo prejuicio si desea que los sonidos lleguen cristalinos hasta su conciencia: debe hacer silencio.''

Probablemente Fantino hubiera sido despedido (la carta ya estaba lista en la mente del redactor), de no haber sido por esas retinas que se desprendieron al unísono. Sólo Fantino entendió de qué se trataba ese ruido, un doble gong.

La operación no fue muy exitosa: desde entonces, para Fantino el mundo quedó detrás de un vidrio esmerilado, parecido a una mujer desnuda metida en la cabina de una ducha: vagas siluetas, sombras, zumbidos, vapores, aromas, deseos. Un libro lleno de erratas sellado con celofán.

Ahora Fantino trabaja en el conmutador telefónico de la editorial y cada vez que dice ``aló'' el perro guardián le da un lambetazo en la mano.

Traducción: Héctor Joaquín Abad