La Jornada Semanal, 18 de enero de 1998



TIEMPO FUERA


Fabrizio Mejía Madrid

La hora de los fugitivos


La marcha por la paz en Chiapas, realizada por las calles de la ciudad de México el lunes pasado, quizás haya sido una de las últimas oportunidades para detener la descomposición. Y fue un funeral. Por más esfuerzos que hacían los animadores para que la gente coreara consignas, la multitud llegó al Zócalo arrastrando los pies, en silencio, y armada con veladoras y féretros de cartón. Más que indignación -que la había-, vi duelo: una pareja de ancianos llega directamente al Zócalo por fuera de los contingentes organizados -como lo hicimos casi la mitad de las personas convocadas-, llevando por estandarte dos cruces hechas con papel cuadriculado. Otros aprovechan el titular de un periódico vespertino que pone ``PAZ'' y lo exhiben a todo lo alto. Otros más, usan la foto de José Carlo González -la mujer defendiendo la última gallina de X'oyep- como adhesión a un estado de ánimo que no admite ambigüedades: la inutilidad de levantar la voz, ya no para enunciar grandes sueños ni demandas renovadoras, sino simplemente para salvar la propia vida. A eso vinimos. No sabemos más. Por eso, aquí no hay consigna unificadora -con excepción de: ``Asesinos''-, sino puras presencias. En el país del desprecio, la estadística lo es todo.

Esta marcha es la derrota de la contraofensiva de las televisoras. Días después de los reportajes de Ricardo Rocha, las dos cadenas de televisión han tratado de legimitar el uso de la violencia y la tolerancia a la persecusión desde el desprecio. Es una especie de revisionismo de una historia muy reciente. No hay ``historiadores'' alegando la inexistencia de Auschwitz, pero sí existe una intención de despojar a la carnicería de cualquier rastro de sacrificio: el senador por Chiapas asegura que de nada sirve construir una carretera ``para que vayan más rápido de un pueblo a otro a matarse''; en un debate de Canal 9, un siniestro dirigente de la CNC habla de la ``intromisión'' de la Cocopa en los ``asuntos de los chiapanecos'' y el auditorio le aplaude seguro de que, como dice un ganadero en el público, ``las ofensas se resuelven de hombre a hombre, sin mediadores''; un resucitado chiapanólogo de Oxford concluye, entre balbuceos, que la matanza de mujeres y niños en Acteal tiene como origen la disputa entre el consejo y el municipio por un ``banco de arena''. Desde esa perspectiva cualquier violencia está justificada, porque proviene de una violencia anterior. En el fondo del ``banco de arena'' ha desaparecido cualquier mención a los paramilitares y se habla de las víctimas como suicidas, como culpables, al menos, de ``habérsela buscado''. Todo es muy complejo, hay tanta violencia allá que el ``experto'' se siente obligado a matizar hasta encontrar que ``el problema estructural'' -como repite la Secretaría de Gobernación- es un litigio tan barnizado que impide ver la matanza. Las televisoras han escogido la voz del asesino fácil: no fijarse en si los hechos son verdaderos o falsos, inventarse una opinión ``plural'' que contrapese las imágenes de Ricardo Rocha, y disfrazarla de información. Y de ahí surge un país imaginado que espera la aniquilación de los inconformes para alcanzar la felicidad. Así, los paramilitares son iguales a las víctimas en Acteal, pero mejores, porque abonan por la ``eliminación'' de lo centrífugo.

Porque lo que está en juego en esta invención de la información ``plural'' -es decir, que la opinión sustituya al dato- es la noción misma de oposición. Los ``realistas'' se resignan a la inevitabilidad de la masacre, apuestan por planes que comprendan ``soluciones de fondo'' -cada vez que se menciona la ``solución de fondo'' es que tardará dos generaciones de cadáveres y podrá utilizarse como coartada para negársela a sus bisnietos-; nos recetan dosis de historia de Chiapas -``desde hace dos siglos los gobernadores no duran un año'', nos tranquiliza el labio de Sarmiento- y nos aconsejan la espera. Y es que si logran que creamos que lo ``normal'' es ``moral'', en breve no habrá espacio para ninguna forma de oposición.

Frente a la tele, uno se ve obligado a buscar respuestas propias. Yo ya he escogido: no hay que adherirse a los que justifican la violencia. Hay que tratar de mantenerla como una excepción y tomar el mal menor de Camus: detestar más a las instituciones de la violencia que a la violencia misma, horrorizarnos frente a la violencia confortable. Apostar por la paz es oponerse, primero, a la maquinaria de la fuerza, para quien la violencia es una repetición calculada. Si ser ``realista'' es calcular el mayor beneficio con el menor costo, yo me considero ``realista'': hay que parar la masacre ahora, antes de que se convierta en ``moral''. Y, en esta marcha luctuosa, la señal es inequívoca: rectificar lo intolerable al ritmo de la injusticia cometida. No, expertos de Oxford, los nazis no fueron lo mismo que la Resistencia. Y si ustedes invitan al crimen, sean ustedes los que disparen por la espalda.

La banalización de la matanza de Acteal genera más disparos contra indígenas desarmados: mientras entran los contingentes al Zócalo de la ciudad de México, se anuncia que la policía ha disparado sobre manifestantes en Ocosingo. ``La policía se sintió agredida por las pedradas de los manifestantes'', clarifica Sarmiento en un noticiero. Ya no son 45 muertos por la espalda y de rodillas, sólo son tres heridos ``por ráfagas al aire'' -dice la voz del reportero-, aunque las imágenes son de policías militares apuntando. Lo único que le preocupa al locutor es insistir en que fue un vehículo de su empresa el que trató de trasladar a la mujer herida de muerte. Y no se da asco o finge demasiado bien. Al difundirse la mala noticia en el Zócalo, la gente encuentra la única consigna unificadora en todo el duelo: ``Asesinos''.

La marcha por la paz con la que concluyó el trabajo de acopio en el çngel de la Independencia es también el anuncio de un nacionalismo sin patriotas. En esta marcha desaparecieron los pasamontañas. El mimetismo de los primeros años del conflicto se ha disuelto para dejar ver que es la excepcionalidad de la hazaña -política, deportiva, o caritativa- lo que nos aleja cada vez más de la inmolación colectiva en el altar de la Patria. No queremos ser Marcos. Si la toma de las radiodifusoras fue condenada por absurdamente protagónica, fue porque no necesitamos héroes ready-made que cacareen sobre sus buenas intenciones. A contraparte, las mujeres que lucharon con sus manos para desalojar a los soldados en X'oyep, fueron percibidas en su debilidad. Nuevamente, su fuerza moral reside en su debilidad física. Y, en cierto sentido oscuro, triunfan como imagen de la marcha del Zócalo: son las Pobres que se niegan a ser ayudadas por la mano tendida del gobierno de Zedillo. En su negativa reside su impenetrabilidad, que las enlaza con la multitud silenciosa en el centro de la ciudad más grande del mundo: preferimos que nos dejen en paz que volver a creer en sus delirios experimentales, preferimos seguir siendo Pobres que conejillos de Indias, y respetamos que ellas amen más a su pedazo de tierra que a la expectativa de que su tierra se ``desarrolle''. Si algo significa hoy ``resistencia'' es esa imagen de negarse a las promesas para no aceptar, posteriormente, las disculpas. Del fin de las causas ``nacionales'', que acaban imponiéndose para después disculparse región por región porque no resultaron como se pensaba, estas mujeres han tenido suficiente. No las culpo por su desconfianza. Y es lo que me vincula a ellas de una forma oscura: yo no renunciaría a mí mismo en función de un gran ``proyecto nacional'', pero quiero que las dejen en paz. Eso entiendo por nacionalismo sin patriotas: no la entrega a ``obligaciones superiores'' para con una Patria única, sino la prohibición de que los individuos sean molestados en su intimidad, deseo que no se les mate, que se les permita equivocarse por sí mismas. Si no recibir la mano tendida es una equivocación, si la ``autonomía'' es un ``error'', no tendremos queja, porque estas mujeres no habrán sido arrastradas por las limosnas, sino que sabrán lo que hacen. No será a mí a quien estas mujeres deban disculpas. Ellas no han elegido el camino de los asesinos.

Pero, al final, esta marcha por la paz también me señala un malestar en las conciencias. Por sus circuitos fugaces veo a un amigo que creí fugitivo de la izquierda. Si alguna cobardía tuvo fue la desesperación, pero nunca delató a sus compañeros, ni cuando fue desaparecido a finales de los setenta. Ahora él me resalta el fin de la militancia y de las entregas:

-Algunos de tan radicales acabaron haciéndose priístas. En Pronasol, ya sabes. Y lo que me saca de onda es que, ahora que ganó Cárdenas en la ciudad, ahí fueron a pedir trabajo. ¿Qué no luchábamos precisamente para no recibir nada a cambio?

-¿Tú lo haces? -le pregunto, seguro de que, si no lo hace, es el último de una especie en extinción.

-Yo no busco chambas con ellos. Yo tengo, desde hace diez años, un trabajo que no me gusta, pero no ando ahí, exhibiendo mis glorias de opositor a toda prueba.

Y creo entender lo que implica: que te paguen por tu trabajo, no por tus lealtades. Y ahí acaso reside una de las cosas que habría que salvar, también, de la descomposición.

A la cabeza de la marcha, veo a una veintena de pequeñas mujeres con vestidos rojos bordados. Son las sobrevivientes de Acteal y de las matanzas sin cobertura de la televisión. Vienen calladas. Son muy pequeñas. Lo único que murmuran junto con el contingente de MAIS es ``ezetaelene''. Las siglas ya no pertenecen al castellano ni a las lenguas locales. De pronto, se me ocurre que todos los demás hemos venido como sustitutos de ellas, que son pocas y están muy lejos, encharcadas en un lugar que desconozco. Pero me engaño: no es esta marcha una de apoyo a tal organización indígena, a partido político alguno, o a una perspectiva teórica de la guerrilla de los medios. De hecho, la misma gente que se ha negado con su silencio a exigir, junto con el Frente Zapatista, la renuncia del Presidente Zedillo, como ha sido refractaria a las consignas de la inercia -``Cuauhtémoc, Cuauhtémoc'', entran gritando los ex estudiantes de las Prepas Populares-, también se resiste a fungir como fantasma de las etnias agraviadas. La multitud, como siempre, asiste a informarse y, mientras transmiten un video de la matanza de Acteal en una megapantalla, guarda silencio. En esa imagen de videoÊse escucha la voz de una indígena:

-La sangre derramada es nuestra historia.

Y no me inmuto, a pesar de que creo que eso no es deseable, aunque sea cierto. Así como el ``No están solos'' se desmiente en el momento en que la multitud lo grita, así también la resignación a la muerte es contradicha por el clima de esta marcha: se trata de que la Patria nos deje en paz. Es una de nuestras últimas oportunidades para no ceder de nuevo a la tentación de una felicidad que nos aniquile por nuestro bien. No más.

De regreso no pienso tanto en Acteal como en el silencio que invadió al Zócalo de la capital. Fue una marcha para los desplazados. Es la hora de los fugitivos. Se nos ha pedido demasiado a cambio de muy poco. Habrá que reflexionar si todavía es necesario añadir más penas a estas comunidades. Yo no sé. Si deciden dejar lo más grande por lo esencial -salvar la propia vida-, creo que estaremos en presencia de mujeres y hombres más valientes que los de otros tiempos. Y habrá que huir junto con ellos del monstruo de la Patria que exige sacrificios humanos.