La Jornada Semanal, 18 de enero de 1998
En la pasada Feria Internacional del Libro de Guadalajara, Vicente Leñero recibió el Premio Fernando Benítez al periodismo cultural. En esta crónica, el autor de Los albañiles narra peripecias de distintas épocas y distintos colores ocasionadas por el membrete de ser un escritor ``católico''. Leñero revisa sus años con humor no exento de autocrítica y con la certeza de que los malentendidos sólo sirvieron para fortalecer sus convicciones y su oficio.
Lo peor que le puede suceder a un católico escritor común y corriente, como usted o como yo, es que le enjareten, como un sambenito, la etiqueta de Escritor-Católico. No hay antídoto contra eso. Ni respuesta. Ni retobo... Cómo defenderse. Qué cara poner. ¿La de un San Luis Gonzaga en estampita, con la mirada caída y la azucena maricona a un lado?, o la de un profeta alebrestado como aquel Jesucristo iracundo de Pasolini que hasta a Juan XXIII impresionó.
Se intente lo que se intente (esa es al menos mi experiencia) no hay manera de explicar nada, ni de matizar los términos, ni de frenar a los estudiantes de Comunicación lanzados sobre la presa folclóricaÊdel escritor católico. Llegan con sus preguntas cajoneras sobre los católicos Greene, Mauriac, Bernanos, Chesterton... y uno se siente obligado a esquinarles las respuestas. Por ejemplo: en lugar de decirles lo de siempre sobre Greene (que es el pecador perseguido por la gracia en el thriller de Dios...) se me ocurre hablarles de Un puñado de polvo de Evelyn Waugh (¿y ése quién es?, ¿es mujer?, ¿me lo puede deletrear por favor?) o citarles algunas blasfemias de Leon Bloy, o decirles de Chesterton lo que dicen que decía Bernard Shaw: ``A los críticos no les gusta Chesterton porque no lo entienden. Yo sí lo entiendo, y no me gusta.''
Cosas así... O algo más serio sobre la narrativa cristera y sus autoridades, que
a los críticos oficiales de los años sesenta, como el pobrecito de Emmanuel Carballo, les pasaron de noche. Luis Rivero del Val, Jorge Gram, el gran Antonio Estrada...
Conocí al católico Antonio Estrada (que en paz descanse) en la Septién García, cuando él se declaraba obsesionado por dos cosas: conseguir la planta de reportero de policía en El Universal Gráfico y escribir con recuerdos familiares dolorosos, muy íntimos, una novela sobre los últimos cristeros de Durango.
Toño Estrada nunca consiguió la ambicionada planta, pero sí terminó su novela Rescoldo antes de abandonar la Septién. ¡Gran sorpresa al leer el manuscrito! Me pareció un relato extraordinario y casi a empellones llevé a Toño hasta Salvador Abascal, aquel ex líder sinarquista que luego de mil aventuras, relatadas ya por Jean Meyer, desmontó de su brioso caballo blanco para ponerse a dirigir la Editorial Jus, etiquetada entonces, y siempre, como la editorial de ``los mochos''.
También al viejo Abascal le asombró la novela de Toño. Aceptó publicarla en su colección Voces Nuevas, pero con una condición necesariamente censora: cambiar todas las chingadas por tiznadas (de manera que terminó sonando a novela de Mariano Azuela) y exigir a sus linotipistas teclear carbón siempre que apareciera en el texto la palabrota cabrón... como si fuera una errata.
A pesar de eso, de haber sido publicada en Jus -como alguna vez pontificó Salvador Reyes Nevares-, y de permanecer en el más oscuro olvido, sigo pensando que Rescoldo de Antonio Estrada es la mejor novela sobre la cristiada escrita hasta hoy.
A finales de los cincuenta y principios de los sesenta no parecía fácil sobrevivir literariamente con la etiqueta de Escritor-Católico.
En 1959, un premio de cuento en un concurso estudiantil me valió que el semanario católico Señal (donde hacía mis pininos literarios) y el movimiento estudiantil de la Acción Católica de la Juventud Mexicana (donde militaba fervorosamente) me organizaran una cena celebratoria en el restorán del hotel Majestic, frente al Zócalo.
Invitamos desde luego a los jurados (Arreola, Rulfo, Henrique González Casanova, Pita Dueñas) pero sólo Rulfo, acompañado por Carlos Monsiváis, se llegó hasta la entrada del restorán.
Asombrados y asustados, con los ojos bien pelones, Rulfo y Monsi estiraron el cuello, giraron a uno y otro lado sus cabezas, y luego se miraron entre sí como en una película de los Tres Chiflados. El tufo a incienso y a sacristía que sin duda destilábamos los de la concurrencia, los hizo poner pies en polvorosa antes de que yo tuviera tiempo para saludarlos de mano.
Semanas después me dijo Rulfo burlón, en la tertulia del Café Palermo:
-Usted es muy por la señal de la santa cruz, ¿verdad?... mochilongo.
Sentí que me hervía la cara mientras chirriaban, a un lado, las risitas ladinas de Rubén Salazar Mallén y Efraín Huerta...
En aquellos años sesenta el único intelectual católico, incuestionable, era Ramón Xirau. Ni se preocupaba por el qué dirán.
En el Centro Mexicano de Escritores, un día, Xirau me regañó.
Para cumplir con un requisito final de la beca yo le había entregado un par de cuartillas en las que autoanalizaba mis recién terminados Albañiles. Decía en ese texto que mi novela trataba de ser una alegoría de la Redención. Mi protagonista, un viejo velador perverso, era la imagen de un Jesucristo que se había impregnado de todo el mal habido y por haber en el mundo para merecer el castigo de muerte con que todos terminaban condenándolo. Algo así decía yo.
Xirau me regañó:
-No sea ridículo, Vicente, esa es teología barata, no sabe lo que está diciendo. Rompa eso. Rompa eso, por Dios y hágame caso: nunca dé interpretaciones de sus propios relatos, ¡nunca!
Ya era yo grandecito cuando me telefoneó Enrique Krauze (allá por abril de 1979) para decirme que Octavio tenía mucho interés, Vicente, pero mucho interés, en publicar algo tuyo en Vuelta: un cuento, un fragmento de novela, un relato; lo que tú quieras, Vicente, lo que tú quieras.
Me sentí privilegiado entre los privilegiados, tocado al fin por la gracia, y al día siguiente, corriendito, envié a Krauze unas ocho cuartillas de El evangelio de Lucas Gavilán, la novela que acababa de terminar: era el capítulo donde se narraba el sufrimiento y la muerte de Jesucristo Gómez.
Como a las dos semanas volvió a telefonearme Enrique Krauze.
Estaba apenadísimo conmigo, me dijo, pero al Consejo de Redacción de Vuelta no le había gustado mi texto. No es que mi texto fuera malo, me dijo, sino que... bueno, se pensó que yo tenía otras cosas mejores y que podía enviarles un relato más sólido, tú me entiendes. El asunto no era cosa de Octavio, me aclaró prontamente Enrique Krauze. Octavio no leyó tu texto. Octavio no está enterado. Es cosa del Consejo de Redacción. El Consejo de Redacción analiza siempre las colaboraciones propuestas, y es el Consejo el que piensa que tú puedes entregarnos trabajos mucho mejores. Y no es por el tema de tu cuento, no vayas a pensar. El tema es lo de menos. Al propio Gabriel... Gabriel Zaid, que es tan católico como tú, no le gustó tu cuento, pero nada. Y no hay problema, Vicente, piénsalo un poco y mándanos otra cosa, ¿sí? Octavio tiene mucho interés en publicar algo tuyo, ¿sí?
Después de colgar, de regresar a mi casa, de hablar con Estela y de consultarlo esa noche con la almohada, me empecé a acelerar, a acelerar, a acelerar. Estaba furioso cuando busqué a Krauze telefónicamente. Dije a destiempo lo que hubiera dicho cualquiera desde el momento mismo del rechazo.
Que ahí muere. Que no iba a mandarle otro texto. Que si Octavio quería de veras publicar algo mío...
-No lo tomes así, Vicente.
...que publicara ese fragmento. Si mi texto era tan malo como pensaba el Consejo de Redacción, el descrédito sería para mí, no para Vuelta. Etcétera.
Enrique Krauze soportó con paciencia mi andanada y luego se portó con la extrema generosidad que lo caracteriza. Publicó mi fragmento de El evangelio de Lucas Gavilán en el siguiente número de Vuelta, aunque, claro, lo más atrás que se pudo en la paginación. Nunca me volvieron a solicitar algo, desde luego.