Muerte de un poeta
Esta línea es tu verdad,
antes ni después la busques.
Al vuelo atrápala, gózala:
donde el vuelo se detiene
Jorge Cantú
Murió un hombre de vida irregular. Es decir, un poeta. Se llamó Jorge Cantú. De la Garza fue su segundo apellido por si duda quedara acerca de su origen. Era de Monterrey. Su ciudad, que en esto se pinta sola, lo desdeñó, como él decía, y se fue a viajar. Vivió su odisea a bordo de una nave liviana cuya tripulación era su poesía: ``Nada he sido sino espejo. /Un espejo que viaja''.
A su regreso trajo consigo polvo en los zapatos, lecturas nuevas, múltiples historias y un hijo. Cuando echó el ancla y bajó a tierra siguió viajando. La añoranza por Monterrey pudo más que su repudio por la ciudad lesiva. Lesiva, sí, pero que aun a los poetas arraiga -quizá por sus montañas, quizá por su calor mitigado con cerveza, quizá por sus amores ocultos tras el ara de la eficiencia y la puntualidad. Regresó a escribir, a promover la cultura (fundó el Centro de Escritores de Nuevo León y el suplemento cultural Aquí vamos, del diario El Porvenir), a citar la pasión como se cita un toro, a vincular amor y poesía: ``La armonía de la palabra, esa música,/ nada es entre tú y yo./ Y sin embargo es lo único que te limpia,/ fija y da resplandor''. Regresó a enseñar a morirse joven en la flor de sus 60 años.
Los poetas tienen la virtud de permanecer. Si su oficio es fingir la vida, como insinuaba Pessoa, su muerte es también un fingimiento. Parece que se mueren cuando en realidad lo único que hacen es dejar de hacer poesía. Lo escrito, ¿quién se los quita?
Muertos, como se murió Jorge, adquieren una cierta regularidad. Dejan que unas manos indiferentes les den las últimas palmaditas. Permiten que los vistan y les cepillen las cejas sin chistar. Se someten a la cafeteada, a la solemnidad de cirios y gafas negras, al pésame que se defolia en cada reiteración y a otros trámites exigidos por el ritual. Como no tienen la obligación de resucitar, omiten reclamarle al cura que oficia la misa de difunto el que les llame ``señores'' y no poetas, cual debe ser, y anunciarles, sólo por el hecho de morirse, quedar sujetos a un proceso legal cuyo momento culminante es el juicio de Dios.
Esa regularidad es, sin embargo, aparente. En padecimientos, cárceles y sepelios la apariencia es fácilmente disipada por los hechos.
La irregularidad que Jorge Cantú labró en su biografía y en sus poemas se hizo manifiesta en derredor de su ataúd: ningún diputado, ningún magistrado del Tribunal Superior de Justicia, ningún rector universitario, ningún representante de los trabajadores sindicalizados, ninguno del Consejo de las Instituciones gobernado por los empresarios, ningún militar, ningún benefactor, ningún director de comunicación social; nadie, en suma, que pudiera deslizar un voto de las fuerzas vivas de la ciudad estuvo presente. Por el contrario, Jorge era multitud que alentaba en sus versos memorables: ``No fuimos personas comunes y corrientes./ Durante muchos años tuvimos diecinueve años/ Propensos a la disidencia y el escándalo/ ejercimos el desdén hasta la indiferencia./ Hoy, maduros ya más nunca viejos,/ seguimos siendo genta rara./ Nuestra rareza brinda a las gentes de bien/ un prisma perfecto en qué mirarse/ y seguir siendo, felizmente,/ personas comunes y corrientes''.
Así como tienen virtudes, los poetas también tienen defectos. Uno de ellos, el más grande, es el de no poder conocerlos sino hasta después de leer lo que escribieron. Quien quiera conocer a Jorge Cantú de la Garza debe, pues, leerlo. Sabrá que es de los pocos poetas que ha escrito sobre su abuela y su madre muertas, sobre sus amigos, pensando en su hijo, en sus hermanos -sobre todo en su hermana María Inés- y en otros afectos. Sabrá que gustaba de los poetas ingleses y que llegó a parafrasear a John Donne con el propósito firme e inexpugnable de prescribir nuestro destino: ``Mis amigos y yo nos encontramos/ cada vez con más frecuencia/ en funerales y tomas de protesta./ Se nos clasifica de reojo `entre los cuarenta años y la muerte'./ Nos vemos unos a otros/ con gesto preocupado:/ `¿Serás tú el próximo?'/ Memoranda:/ Todo funeral es nuestro funeral''.
Numerosos han sido los funerales a los que asistimos por estos días y a distancias diferentes: todos más o menos familiares, ninguno ajeno. Para los poetas de Monterrey, contemporáneos de Jorge Cantú (sobre todo aquellos que escribieron en la revista Kátharsis: Hugo Padilla, Homero Garza, Arturo Cantú, et. al.) el suyo, si cabe hablar de categorías en este caso, fue el primer sepelio generacional. Sus cómplices, poetas o no, nos asumimos como parte de esos mosqueteros, aunque casi nadie lo haya notado. Lo habrían sabido en minucioso detalle si el poeta muerto no hubiera sido un hombre de vida irregular.