Aunque la crisis económica que se inició en el país en diciembre de 1994 ha venido causando estragos en casi todos los sectores de la población, la situación desesperada a la que arrojó a los deudores -especialmente en el caso de pequeños empresarios y de personas físicas- ha sido particularmente ilustrativa de tales estragos. Con el desmedido aumento de las tasas de interés que siguió a las devaluaciones de fines de ese año y principios del siguiente, los pasivos hipotecarios y las deudas por créditos al consumo se incremen-taron de forma tal que colocaron a la gran mayoría de los deudores en la imposibilidad de reembolsar los préstamos bancarios.
Desde que se presentó el quebranto económico que aún padecemos, se hizo evidente que en la gestación del problema de las carteras vencidas había desempeñado un papel central la irresponsabilidad de la banca privada, la cual, durante la segunda mitad del sexenio pasado otorgó créditos en forma masiva e indiscriminada, sin verificar adecuadamente las perspectivas de cobro de tales préstamos. Se hizo claro, también, que las autoridades económicas y financieras del gobierno anterior y del presente tuvieron parte de responsabilidad, en la medida en que su ineptitud fue el detonador de la severa crisis.
Con base en estas consideraciones, y ante la evidencia de que las carteras vencidas eran, en su gran mayoría, impagables, diversos sectores económicos, sociales y políticos señalaron la necesidad de que el costo de la multiplicación de los pasivos fuera repartido entre deudores, acreedores y gobierno. Pese a tales señalamientos, las autoridades optaron por diseñar y aplicar planes de rescate -en los cuales se han gastado sumas astronómicas- que beneficiaron únicamente a los banqueros, como el Fobaproa y el Ade, en tanto que para los deudores significaron un mero paliativo, una simulación y una postergación de la bancarrota.
No tuvieron que pasar muchos meses para que miles de deudores constataran en carne propia la inviabilidad de tales programas, los cuales los han condenado a ir de restructuración en restructuración y a vivir en la ficción de las unidades de inversión (Udi): aunque el valor de los pasivos, medido en estos instrumentos financieros, se mantenga estable, el equivalente en pesos se ha duplicado o triplicado en relación con el monto originalmente contratado. Y, toda vez que la enorme mayoría de los deudores no recibe ingresos en Udi, sino en pesos, se desvanecen sus perspectivas de liquidar algún día el total de su deuda.
En suma, resulta necesario y urgente terminar con los programas de pretendido ``apoyo'' a deudores que no han hecho más que institucionalizar la usura y hacer frente a un grave problema que sigue representando un riesgo para la precaria recuperación económica y que constituye un factor de entendible exasperación social. No es el caso, ciertamente, ``premiar el no pago'', sino admitir que una buena parte de los créditos hipotecarios contratados antes de 1995 son, hoy, lisa y llanamente impagables, y que los contratos de restructuración firmados de entonces a la fecha resultan, en consecuencia, inviables, además de injustos y leoninos.