No es fácil, ni intelectual, ni políticamente, hacer valer las razones de la inteligencia colectiva (o sea, del Estado que debería ser) en tiempos de revolución económica mundial. Es mucho más atractivo cabalgar el tigre de mercados que nos liberan de la embrollada tarea de pensar-proyectar el futuro. Lo público es fuente de ineficiencia y delirios utópicos. Lo privado es símbolo supremo de libertad y eficiencia. He ahí burdamente simplificado --cruz y delicia-- nuestro tiempo.
Hace dos siglos, en la Inglaterra de la revolución industrial, fue, más o menos, como ahora: había que desregular, abrirse al comercio mundial, limitar la presencia del Estado. Los mercados se encargarían de encontrar sus equilibrios sin guías ni estorbos. Sin embargo --gracias a una clase obrera que comenzó a exigir menos horas de trabajo y más educación pública y cosas similares-- los espacios del mercado comenzaron a ser acotados mientras aquéllos de la civilidad comenzaban a ampliarse. Y después vino Keynes que puso la ciencia al servicio de lo que ya ocurría.
¿Dónde estamos ahora? La clase obrera ha sido vapuleada por esta nueva revolución tecnológica finisecular y Keynes ha sido expulsado de universidades, ministerios de finanzas y bancos centrales como un inocente visionario. Síntesis: aquello que hizo vivible el capitalismo, por lo menos en los países desarrollados, ha sido derrotado en la realidad y en las ideas. Los espacios de lo público han retrocedido y siguen retrocediendo mientras lo privado se convierte en la indiscutida estrella polar de nuestro tiempo.
Salvo que, mientras estamos todos entretenidos en cantar las loas del mercado, por lo menos tres grandes problemas se nos presentan sin que el mercado muestre, hasta ahora, alguna capacidad para reconocerlos y, mucho menos, solucionarlos. El desempleo --un desastre social sin antecedentes en el último medio siglo--, una crisis asiática que amenaza la estabilidad de la economía mundial para el futuro inmediato, y el bloqueo del desarrollo económico africano que alimenta fanatismos étnicos y religiosos que amenazan hacer de ese continente nuestra mejor imitación del infierno cristiano para el siglo venidero: una pesadilla anunciada.
Mientras tanto para confundir aún más los espacios de lo público y lo privado, ocurren en estos días cosas incomprensibles. Un ejemplo. Los banqueros internacionales, principales sostenedores de lo privado contra lo público, exigen a Corea del Sur intercambiar su deuda bancaria por deuda pública. Y así lo público se vuelve súbitamente atractivo cuando el mercado amenaza los créditos de los banqueros. Una muestra de coherencia entre principios e intereses que resulta, para decir lo menos, patética. El Estado debe intervenir no para mejorar las condiciones de vida de la gente, no para fijar espacios civilizados de convivencia, sino para garantizar a los banqueros de los riesgos del mercado, del cual son las principales vestales. Algo no está bien en las ideas, en la práctica o en ambas.
Vivimos peligrosamente al borde de una retórica liberista que pretende no ver problemas reales que requieren acciones públicas inteligentes, a escala nacional e internacional. Se requiere una acción mundial concertada para enfrentar el problema económico de Asia oriental. Sin embargo, esta semana las autoridades coreanas se reunirán en Nueva York con sus principales acreedores bancarios privados. Como si el problema se redujera a dar garantías a aquéllos que viven dentro del mercado salvo cuando los vaivenes de éste resultan demasiado peligrosos.
¿Y quién ofrece garantías a los otros ``agentes privados'', menos poderosos, que sufren también las consecuencias de mercados sin regulación? Obviamente nadie. Los únicos que pueden obtener alguna protección pública del mercado son sus principales autores. Una paradoja que expresa todos los límites de civilidad y racionalidad de nuestro presente. Parafraseando a Woody Allen: la clase obrera ha muerto, Keynes también, y nosotros seguimos aquí con varios achaques sin remedios a la vista.