Reflexionar acerca de las maneras como los cine-creadores mexicanos han abordado las diversas etnias que fatigan nuestro territorio: mayas, tzotziles, chamulas, lacandones, tarahumaras, purépechas... es el motivo de este artículo. En un principio, es decir, cuando el cine era mudo, el yucateco Carlos Martínez de Arredondo rindió culto a los habitantes prehispánicos de la península en dos películas de marcado aliento poético: Tiempos mayas (corto de dos rollos filmado en 1912 en la hacienda Opichen, que narra las aventuras de un galán maya) y La voz de la raza (realizada el mismo año, que muestra a una pareja de jóvenes mayas que luchan por su amor). En aquel tiempo, precisamente en 1916, Manuel de la Bandera dirigió Cuauhtémoc en cuyos fotogramas aparecen por vez primera en nuestro cine la violencia del arcabuz y la espada.
Demos un paso hacia adelante para ubicarnos en el inicio de los años treinta y en los excepcionales encuadres realizados por el soviético S.M. Eisenstein y su operador Eduard Tisse en ¡Que viva México!, filme que influyó en las búsquedas narrativas y visuales de Carlos Navarro (Janitzio, 1934), Chano Urueta (La noche de los mayas, 1939) y Emilio Indio Fernández (María Candelaria, 1943).
No obstante que en La noche de los mayas los protagonistas hablaban un español acorde a las reglas gramaticales de la lengua ancestral, para dar así verosimilitud a los diálogos amorosos de una mujer maya (Stella Inda) con su amante, un chiclero blanco (Arturo de Córdova), es Janitzio --a propósito de una pareja purépecha cuya desgracia existencial ocurre en Pátzcuaro-- la película que inicia la corriente indigenista en el cine nacional.
Sin embargo, será María Candelaria (Palma de Oro, Cannes, 1947) de Fernández-Magdaleno-Figueroa, el filme que vendrá a crear a través de Lorenzo Rafail, un indígena resignado frente a los embates de la adversidad, el estilo falso que arropará las historias sobre etnias de la cuarta década. Estilo que sucumbió frente a los cuatro cuentos que estructuran Raíces (1953) a cargo del antropólogo y narrador Francisco Rojas González, transvasadas a la pantalla por el director Benito Alazraki. Porque el humilde matrimonio otomí de ``las vacas'' (primer cuento) o Mariano, el chamula que bautiza a su hijo con el nombre de Bicicleta (``Nuestra señora'', segundo cuento) o Angel, el mayita cegado por un petardo en Tizimin (``El tuerto'', tercera historia) o Xanath la hermosa indígena acosada (``La potranca'', última narración), vinieron a ser en la pantalla auténticas presencias de nuestra realidad social.
Desafortunadamente meses después del estreno de Raíces, el 10 de junio de 1955, el Lorenzo rafailismo retornó al celuloide en cintas de mayor nivel como Tizoc y Macario. Ante tal desbarajuste, el Instituto Nacional Indigenista creó durante la sexta década el programa Ollin Yoliztli para recoger en cintas como Carnaval chamula, de José Báez Esponda, o Misión de chichimecas, de Nacho López, las costumbres y tradiciones de los indígenas que habitan México.
La sexta década es también el tiempo en que se filmó Tarahumara, de Luis Alcoriza, que plantea la diferencia existente entre los valores morales de los tarahumaras y los de los hombres de pantalón que intentan explotarlos.
El acercamiento auténtico al mundo de los indígenas mexicanos continúa en los años setenta, cuando cineastas egresados del Centro Universitario de Estudios Cinematográficos (CUEC) realizaron colectivamente Mazahuas; o cuando Archibaldo Burns trasladó a las imágenes el libro de Ricardo Pozas acerca de los tzotziles, Juan Pérez Jolote.
Si continuáramos citando películas realizadas apenas ayer, no olvidaríamos La tierra de los tepehuas, mediometraje documental de Alberto Cortez, y María Sabina, de Nicolás Echeverría sobre el ritual de ingestión de hongos alucinógenos.
Por último, sólo nos resta preguntar acerca de la posición que adoptarán los integrantes del ``nuevo cine mexicano'' frente a esta beligerante realidad étnica que hoy estremece a la república. ¿Acaso Juan Mora (Retorno a Aztlán) o Miguel Sabido (Santo Luzbel)?