Jorge Camil
Guadalupe

Al dr. Arnoldo Kraus

Los primeros reportes la llamaron Guadalupe López Méndez, aunque hoy sabemos que el orden de sus apellidos es al revés. Sin embargo, nosotros la llamaremos Guadalupe, a secas. Como la morena del Tepeyac. De cualquier manera, no necesita de apellidos porque ahora pertenece a la familia de todos los mexicanos. Tenía 38 años cumplidos, y era madre de una niña que fue herida por las balas asesinas. Como Guadalupe pertenece ahora a la leyenda, le atribuyeron el hecho heroico de ofrecer su cuerpo para salvar a su pequeña. En realidad hizo mucho más que eso: ofrendó su vida para defender a sus hermanos y a todos los oprimidos. Es una heroína de proyección internacional. Pertenece a todos aquellos que la vieron morir en el mundo entero con la dignidad estoica de los indígenas chiapanecos. Murió joven, con los ojos abiertos y la cara al cielo. Quienes presenciamos su muerte no la olvidaremos jamás.

Inesperadamente, millones de mexicanos enmudecimos frente a los aparatos de televisión observando con tristeza infinita la imagen de Guadalupe entre los estertores de la muerte. Segundos antes de expirar, cuando todos examinábamos incrédulos su pelo que descansaba entre la hierba, la palidez de su rostro y la mirada perdida de unos ojos a los que se les escapaba la vida, un rictus la obligó a abrir su boca --grande, muy grande-- como queriendo gritar. Sin embargo, no escapó de sus labios sonido alguno. No fue necesario. Todos comprendimos el significado de la tragedia.

Inevitablemente vinieron a mi mente las escenas dantescas de la guerra de Vietnam. El recuerdo de las familias estadunidenses que vieron a sus hijos, y a los hijos de sus amigos, morir en el noticiario de las cinco de la tarde. La guerra se convirtió en el programa con mejores ratings. Ese cinismo fue, más que ningún otro factor, el hecho que obligó al gobierno del vecino país a terminar la carnicería en el sureste de Asia. La cobertura cada vez más inmediata de los medios de comunicación creó una fuerte conciencia popular que finalmente explotó en un grito nacional de protesta desde las gargantas de la llamada ``mayoría silenciosa''. En México, ¿hablará la ``mayoría silenciosa'' o seguiremos sumergidos en la apatía de un pueblo sin arrestos, donde todo se resbala, donde carecemos de la sensibilidad necesaria para comprender la magnitud de la tragedia? Por eso fue saludable leer la carta enviada por 2 mil artistas e investigadores al Presidente de la República protestando por la matanza de Acteal. Convocados por iniciativa del doctor Arnoldo Kraus, más de 2 mil investigadores y artistas mexicanos fueron invitados a ofrecer el 10 por ciento de su sueldo mensual para ayudar a los desplazados y terminar la barbarie. (La Jornada, 18/1/98). En la carta, publicada bajo la responsabilidad de Kraus, Gabriel Macotela y Carlos Monsiváis, los intelectuales le recuerdan al Presidente que no todos los indígenas mueren por balas expansivas; miles más mueren víctimas del hacinamiento, las enfermedades, la explotación, el hambre y la ignorancia.

Es indignante que necesitemos del Parlamento Europeo y de las ONG internacionales para despertar de nuestro letargo y comprender que la muerte de Guadalupe es una tragedia inaceptable en cualquier país civilizado. ¿Cuántos Acteales más se necesitarán? ¿Cuántas Aguas Blancas? ¿Cuántas Guadalupes? ¿Cuántos hechos de sangre para comprender que la matanza de Acteal inició la caída libre de la República mexicana y marcó el final de nuestro frágil consenso político? Porque el 22 de diciembre de 1997, aunque fuera solamente durante las cinco horas que duró la masacre, la rectoría constitucional del gobierno de la República fue suplantada por los instintos homicidas de caciques contrainsurgentes. Dejamos de ser, aunque fuera sólo por unos instantes, una ``república representativa, democrática y federal, regida por los principios fundamentales de la Constitución''.

Terminada la necropsia practicada en el auditorio de Ocosingo, Guadalupe fue vestida por última vez, depositada en un humilde ataúd de color azul cielo y enterrada en La Garrucha, ahí donde surgió el movimiento zapatista. Algún día, cuando se escriba la historia de la ``Nueva República Mexicana'', la democrática, la representativa, la respetuosa del Estado de derecho, La Garrucha pudiera ser otro Dolores Hidalgo, y Guadalupe pasará a ocupar el lugar que le pertenece en el panteón de nuestras heroínas nacionales. Por lo pronto, las palabras de uno de los oradores en su sepelio podrían servir de epitafio: ``Es mejor morir luchando que morir de hambre''. Descanse en paz.