Rolo Diez
Cultura de la muerte

La muerte como oficio, como actividad principal de una persona, como aporte para una historia sucia de la humanidad. La muerte como virtud en un sistema perverso de valores.

¿Alfredo Astiz, capitán (retirado) de la Marina argentina, alias el cuervo, alias el ángel de la muerte, acaba de hacer declaraciones que colocan a la muerte en el centro de sus actos?

``Yo aprendí a destruir, no a construir. En la Armada me enseñaron a matar. Sé poner bombas, sé infiltrarme en organizaciones y luego destruirlas. Sé aniquilar a las personas. Técnicamente, soy el mejor preparado para matar''.

Brutales y repugnantes como son, las palabras de Astiz recuperan el tono de discursos conocidos durante la última dictadura militar.

``En Argentina tendrá que morir toda la gente que sea necesario'': general Jorge Rafael Videla, jefe del ejército y del golpe contra el gobierno de Isabel Perón. En las ``necesidades'' de Videla la muerte aparece como los cimientos sobre los que (su demencia) proponía construir el futuro.

En abuso de necrofilia, los militares competían en sus homenajes a la muerte.

``Primero morirán los militantes, después morirán los simpatizantes y finalmente les llegará el turno a los tibios e indecisos'': general Ibérico Saint Jean, a cargo de asesinatos clandestinos en la provincia de Buenos Aires.

Trátese de exhibicionismo delirante, de cruda estupidez o de una maniobra desestabilizadora, las confesiones de Astiz ponen en primer plano y clarifican lo que nadie ignora: en Argentina hubo un plan criminal de exterminio de la oposición política --es decir, de revolucionarios y progresistas, de militantes, de sus familiares y amigos, de abogados, de periodistas y defensores de derechos humanos, de etcétera y etcétera-- dirigido y ejecutado por las fuerzas armadas a partir del golpe de 1976.

De ahí el nerviosismo del presidente Menem, el hombre que indultó a los comandantes condenados a prisión por crímenes contra la humanidad. Mandatario que, ajeno a los mandatos populares, desde la insensible frivolidad y acompañado por su entorno de mafiosos, eligió tapar el sol con un dedo: encubrir el genocidio y sumarse a la cultura de la muerte.

Hubo religiosos, varios de ellos importantes en la jerarquía católica, que bendijeron las armas asesinas, tranquilizaron a los verdugos, aportaron su religión para una cultura de la muerte.

Hubo prensa y otros medios al servicio de la muerte. Miles de habeas corpus quedaron sin respuesta por la ``eficaz'' actividad de un aparato judicial que trabajó para la muerte.

Y, lo más grave, hubo también parte de un pueblo aterrado y degradado que, como los conocidos monos, no vio nada, no escuchó nada, no dijo nada. Vecinos de la Escuela de Mecánica de la Armada que, como antes pasara en Auschwitz, no supieron nada ni se enteraron de nada.

Tiempos viejos, se dirá. Pero están ahí, a la vuelta del almanaque.

Astiz nos recuerda el grito del general franquista Millán de Astray quien durante un desfile militar saludó a la historia con esta siniestra y perfecta síntesis de su cultura: ¡Viva la muerte!

La noble respuesta de Miguel de Unamuno enfatizó un aspecto: el silencio es cómplice.

Astiz amenaza. ``No sé hasta dónde vamos a aguantar (los militares). Tenemos 500 mil hombres preparados para matar''. Dice que aquello que ha sido puede volver a ser. La Constitución en la basura y la muerte uniformada en Argentina.

Argentina está lejos se dirá. Pero lo que pasó en Argentina, pasó en Acteal. Puede pasar en Chiapas. Y en México.

Carlos Marx, filósofo alemán que inventó el siglo veinte, decía que, dada una situación de injusticia, si los de arriba no pueden mantenerla y los de abajo no quieren soportarla, es que ha llegado la hora de empezar a silbar La Internacional.

Pero, aunque los de abajo no quieran soportarla, si los de arriba pueden mantenerla, lo que ocurre es un baño de sangre.

Si se persiste en encubrir la matanza de Acteal, en decir, que se trató de una venganza de pobres contra pobres --algunos de los cuales se consiguieron unos trapos y fabricaron impecables uniformes, y con el dinero que suele sobrarles compraron equipos de comunicación y armas de grueso calibre--, si no se ve a los paramilitares ni a quienes los armaron, si no se escucha el clamor de un pueblo, si no se habla con la verdad con que hablan los indígenas, si entre los acuerdos de San Andrés y los tanques se elige la guerra.

¡Ojo! Porque si eso pasa, sabremos más de la cultura de la muerte.