Andrés Aubry y Angélica Inda
Puntos en la íes para un aniversario

A un mes del 22 de diciembre, el país y el mundo enjuician a quienes hacen creer que fue un enfrentamiento intercomunitario, una venganza, el saldo de un conflicto local por un banco de grava. No, Acteal es una masacre cuya dimensión rebosa su ámbito nacional porque su barbarie ha lesionado la dignidad de la humanidad.

En Algeria, en Ruanda o, para no ser hipócritas, en Tlatelolco el número de muertos fue superior; pero, ¿dónde más las víctimas fueron preferente y mayoritariamente mujeres, niños, criaturas de pecho o en gestión? ¿Dónde más fueron rematadas a machete vil? ¿Dónde más el hijo ni se tienta para masacrar a su madre, y luego recoger su huipil para hacer negocio con las prendas de la víctima? ¿Dónde más el victimario va a agradecer a la Virgen (``por haber tenido valor'') y celebra en un festín con compañeros y padrinos del crimen?

El horror de Acteal, que indigna por la cantidad y la calidad de sus víctimas, tiene algo más repugnante: ``el envenenamiento de corazón'' de los victimarios, tal como lo platican los desplazados. El paramilitar de Chenalhó no es un matón vulgar, por ejemplo como cualquier pistolero -ese triste personaje tan folklóricamente adherido al paisaje social de Chiapas-, sino algo mucho peor: un gigante de la deshumanización, un monstruo del envilecimiento, un paradigma de la abyección.

La magnitud de esa degeneración moral viene a ser más temible cuando las víctimas no han tenido siquiera el desagravio de un día nacional de luto o de banderas a media asta. Acteal es un crimen de lesa humanidad (como lo dijeron la Conai y el CNI), ante cuyo contagio la indignación internacional viene a ser una elemental precaución preventiva, ratificada, por desgracia no oficialmente, por el sano desbordamiento cívico nacional del 12 de enero.

Es allí donde la conciencia moral enchufa con la ética política: ¿qué régimen es este que genera tal patología social? No hay generación espontánea de paramilitares (tal como no la hubo para las patrullas de autodefensa civil en Guatemala); al contrario, sus progenitores son bien identificables. La paramilitarización es el fruto de una opción oficial que ya no se puede ocultar y se llama guerra de baja intensidad; la deshumanización de los matones es el producto de medidas anticonstitucionales que convierten al disidente en delincuente, al ciudadano consciente en enemigo pernicioso del sistema, a la sociedad civil inconforme en blanco de la guerra irregular. Todas esas decisiones, tomadas en los niveles superiores del país, desembocan naturalmente en el salvajismo de Acteal.

No fue un accidente sino una operación planeada en los comités municipales y comunitarios de Seguridad Pública, programados y controlados por SEAPI (dependencia estatal de la política indígena que todavía dirige Antonio Pérez Hernández), reclutados entre jóvenes priístas coordinados con la policía y entrenados por ella para ``abatir la delincuencia'', entendida ésta como el trabajo y los avances de organizaciones independientes, catequistas o militantes del PRD. Acteal es un crimen de Estado que postula reforma de Estado -la proyectada mesa II de San Andrés-, es la crispación de un régimen al que se le acabó la cuerda y tiene pánico ante los cambios.

Pero, al parecer, las autoridades no han aprendido la lección. Muchos de los responsables de la masacre andan libres y siguen despachando en sus oficinas; si cuarenta y tantos paramilitares pagan el pato en la cárcel, los restantes -cuatro veces más- siguen entrenándose, sembrando el terror y robando café en las parcelas de los 10 mil 200 desplazados; la Defensa, rutinaria, ha aumentado sus efectivos con 6 mil hombres en Chenalhó. Como este municipio cuenta con 30 mil gentes, tenemos la esquizofrénica cifra de un soldado por cinco habitantes; con ese desenfocado gasto público, uno se pone a soñar de manera surrealista en un pueblo con la misma proporción de doctores, agrónomos o educadores. Pero la realidad es que la salud pasa necesariamente por la engañosa e incompetente labor social de los uniformados, los campos de cultivo son el botín de los paramilitares y no hay un solo maestro en el municipio, ya sea porque los soldados se hospedan en escuelas y albergues escolares o porque ninguna madre, desplazada o no, se atreve a enviar a sus hijos a estudiar en medio de tanto militar suelto.

Desde todas las latitudes del país y del extranjero llegó el mensaje al gobierno mexicano: de haber cumplido con los acuerdos de San Andrés (es decir, de tener el nuevo pacto social o nueva relación entre Estado y sociedad, de haber logrado el nuevo federalismo que asocia en la ley la igualdad fundadora de la democracia con el derecho colectivo a la diferencia), no se hubiera producido Acteal por faltar las condiciones que lo propiciaron.

Lo sucedido el 22 de diciembre es una trágica advertencia. Ni los hechos en su implacable severidad, ni la opinión mundial en sus reflejos éticos, perdonan el que la política le falle a la moral. El no tener palabra, el sacrificar salidas y proyecciones políticas a chanchullos militares u opciones como la guerra de baja intensidad, son riesgosos declives, susceptibles de hacer bascular la humanidad hacia la barbarie, como en Acteal.