La actualidad, marcada con indeleble sello por lo que acontece en Chiapas y sus repercusiones en todo el ser nacional, se encamina, con paso firme, a situar al presidente Zedillo como la pieza central donde se atoran las solicitudes para una solución política y pronta del conflicto y de donde, a su vez, provienen las directrices que interrumpieron el diálogo para la paz digna. Los indicios de la oposición presidencial para darle forma jurídica a las autonomías de los pueblos indios según se acordaron en Larráinzar, la táctica del olvido y la creciente militarización, son hechuras e intenciones de su propio diseño o, al menos, de su completo apoyo si es que otros funcionarios hubieran recomendado tal postura y cursos de acción.
El discurso pronunciado en Nayarit frente a los huicholes no deja dudas de su firme creencia de que la figura de las autonomías es, para él, una pretensión indebida por querer dar trato desigual a los desiguales. Ellas implican, según puede entenderse de las distintas versiones oficiales y las afirmaciones personales del doctor Zedillo, la materialización de derivados terribles: balcanización, intentos independentistas y, finalmente, indios como sujetos privilegiados.
Si a lo anterior sumamos sus últimas declaraciones acerca de la tragedia de Acteal y su posterior descrédito y escándalo, hechas ante un grupo de canadienses que visitó México, lejos de pulir la información al respecto, incrementa el barullo y nubla la comprensión y se aleja de su posición de hombre de Estado. En efecto, condenar, con estudiada serenidad ante un grupo de inversionistas extranjeros, el usufructo político del dolor que padecen algunos compatriotas es una falacia, pues no se vislumbra quién la intenta capitalizar. Nadie se alegra de la tragedia ni ha sacado lucro alguno, ni siquiera sus autores directos.
Lo que se quiere en el fondo con este tipo de condenaciones ``desde Los Pinos'', es descargar las responsabilidades no llevadas a buen término por el gobierno y disfrazar las culpabilidades derivadas de las ausencias o, en definitiva, de la misma puesta en práctica de una estrategia de contención, tan errada, que va produciendo horrendos e intolerables resultados. Lo que sí se constata a partir de los hechos de Acteal es la participación de simpatizantes de base de un partido que fueron aleccionados, incitados y armados por líderes locales, por un presidente municipal que se cobija con su ser priísta y a los que les fue extendida la encubierta protección por parte de la policía estatal.
Nada hay de sincretismo, como aseguró el procurador Madrazo, en el partidarismo de los tzeltales, tzotziles o tojolabales que afirman ser militantes o de abrigar simpatías por uno u otro instituto político. Existe sí, la constatación de un partidarismo que allí toma forma, a veces por demás grotesca y manipulada, pero cierta y onerosa. En Chiapas, y en particular en esas regiones de los Altos y las Cañadas, la lucha por el poder se ha venido desenvolviendo entre las ambiciones y pasiones partidarias, tal y como acontece en cualquier otra parte, pero ahí se les han añadido los avatares de la violencia extrema, la pobreza y la explotación ya secular.
El reciente rechazo presidencial a la petición que López Obrador hace, en su calidad de dirigente perredista, para entrevistarse de inmediato y con una agenda precisa, es una escala adicional en la disputa por los espacios públicos y la transparencia de las posiciones respectivas que el doctor Zedillo va perdiendo. Los costos de sus desplantes burocráticos penetran la conciencia colectiva y engruesan las miradas que la ciudadanía pone en lo que va resultando ser su rostro histórico. La nueva cultura ciudadana exige una Presidencia abierta y reactiva a las urgencias nacionales para que auxilie a destrabar mal entendidos o corregir errores. El juicio que se va formando del Ejecutivo federal no ilumina rumbos, menos aún divisa tierras de promisión donde se puedan desembarcar sin temores y sin presagios de tormentas continuas y mayores a las ya sufridas.