La visita del Papa Juan Pablo II a Cuba se ha jugado a lo largo de muchos años en un gran tablero de ajedrez. Kasparov contra Capablanca. Uno puede ver al Papa, la mano en el mentón, decidiendo su próxima movida, y a Fidel Castro observándolo, mientras se acaricia la barba, los dos como que el juego no es con ellos; al fin y al cabo, se trata de dos de las personalidades más pertinaces y astutas de este siglo, y dos de los mejores showmen de los escenarios mundiales. Un choque de trenes, como me dijo hace días por teléfono un célebre escritor que permanece muy cerca de estos temas, y difruta de ellos. Un choque de trenes, sin embargo, le dije yo, en cámara lenta, no con el fragor que hubiera tenido años atrás. El tiempo ha corrido, y los rieles diplomáticos han sido cuidadosamente aceitados.
El Papa, como jugador experimentado, sabe que esta visita suya a Cuba se está dando por lo menos diez años más tarde del momento ideal, y tiene que jugar en contra de esa desventaja. Para Fidel Castro, retardar la visita ha sido parte de su propio juego, hacer que el adversario mueva su pieza de manera tardía. A Cuba está llegando un Papa mucho más viejo, en la plenitud de su ocaso, ya cuando su tradicional gesto de besar el pavimento al bajar del avión se le hace imposible. Quince años antes se podía comportar como el cruzado que fue, decidido a cambiar la geografía política del mundo, empezando por su patria, Polonia, así tuviera que soportar los ritos de cien misas campales.
Para su anfitrión ya pasó también el tiempo de cambiar el mundo. Quiere preservar el socialismo en su país, una tarea titánica y nadie sabe si posible, en tiempos de capitalismo global, tan global que se cuela dentro del sistema cubano como el agua sublevada del malecón en días de ventisca se cuela dentro de las casas costaneras. Malo en términos ideológicos, bueno en términos de crecimiento. La tasa de inversiones extranjeras en Cuba es de las más altas de América Latina, y esta semana, en un desplegado en el New York Times, un numeroso g rupo de empresarios ha llamado a Washington a tomar ventaja de la visita del Papa a Cuba, para la normalización de relaciones. Vendrán tiempos distintos, no hay duda, y la entrada de los inversionistas será el principio del restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre Cuba y Estados Unidos, por mucha retórica que la señora Allbright ponga hoy de por medio.
Cuando uno lee ese maravilloso libro sobre la vida y milagros políticos de Juan Pablo II escrito por Karl Bernstein y Marco Politi, una epopeya que parece también una gran novela de misterio e intrigas, de esas que escribió la realidad, se da cuenta de toda la energía y la devoción que el Papa puso en sus hazañas geopolíticas, y lo orgulloso que se sintió de ellas. Y también, como, al regresar años más tarde a Polonia, desde el estrado en una plaza de Varsovia oye en la oscuridad el rumor de voces de los jóvenes que están allí en la misa campal pero ya no atienden su discurso en contra de las relaciones libres entre parejas y en contra del aborto, y eso lo enfurece. Lo enfurece, y se los dice desde el micrófono. Ya no estaba el partido comunista reinando, sino Walessa, su Walessa. pero los años de gloria habían quedado lejos. El tiempo no perdona.
A Nicaragua vino en el momento de su ascenso a la cumbre. Detrás suyo iban a quedar después los escombros del viejo mundo ideológico. Nunca olvido que cuando bajó del avión, le bastó una mirada sobre la dirigencia sandinista que lo esperaba en la rampa, y antes de subir al podio donde recibiría los honores protocolarios, me dijo sonriente, con sonrisa de vencedor anticipado: ¡Son jóvenes ustedes, pero van a aprender! ¡Van a aprender! Y cómo sí aprendimos.
Quienes esperan milagros políticos de la visita del Papa a Cuba, deben recordar que la era Reagan terminó hace tiempo, y los escenarios de la guerra fría se disolvieron en la oscuridad. Fuera de aquella era, y de esos escenarios, el Papa es necesariamente otro, y su paso más cansado, su voz más débil. Sepultados los virreinatos de Europa Oriental, el discurso del Papa es ahora igualmente implacable contra el neoliberalismo. Oiganlo insistir en contra del capitalismo salvaje, el mercado despiadado, el hedonismo, la ambición sin límites, la humillación a que se somete a los más pobres. Oiganlo reclamar una nueva ética solidaria. No puede haber un choque alrededor de estos temas cuando llegue a Cuba. Es lo mismo que Fidel Castro ha repetido, hasta el cansancio, en los escenarios mundiales.
Tampoco puede haber choque sobre el tema del embargo a Cuba. El Papa lo ha condenado. Las piezas que va a mover están restringidas al escenario de Cuba, el último de los escenarios de su vida donde hubiera querido influir, y las de Fidel Castro también. Es un tablero de límites muy precisos. El sistema político en primer lugar. Los derechos humanos, la libertad religiosa; con esta última el Papa querrá quizás empezar, o penetrar a profundidad. El viejo tema de la iglesia cautiva, tan de moda en los años de la guerra fría. Pero fíjense en el jugador cansado: entre los nuevos cardenales anunciados por Roma antes de su viaje, no está el arzobispo Ortega de La Habana, algo impensable en otros tiempos, como ocurrió con el cardenalato de Monseñor Obando y Bravo, el arzobispo de Managua. Entonces no hubo dilación en mover la pieza.
En el tablero de ajedrez, entre dos jugadores que se las saben todas, y que saben que será, quizás, su última partida juntos, las piezas que quedan en el tablero son pocas antes del final. Ninguno sabe cómo serán ni la Iglesia ni Cuba cuando ellos ya no estén, ni cómo será el mundo, por mucho que se esfuercen en un legado. El siglo XXI será necesariamente distinto. Tal vez ya sin pontífices.