El cardenal de La Habana, Jaime Ortega, salió al paso de los intentos de ``politizar'' la visita del Papa a Cuba, reduciéndola al mero encuentro (``encontronazo'') espectacular entre dos grandes figuras carismáticas de nuestro tiempo. El viaje papal, dijo además el prelado, ``no es para aprobar o desestabilizar'' el régimen cubano.
Tal prevención, sin embargo, es inútil: Fidel Castro y Karol Wojtyla son símbolos vivientes de un siglo que fenece pero aún no acaba de cumplir su obra. Si el viaje papal ha despertado el interés universal ello se debe, a fin de cuentas, al hecho de que en Cuba se libra una de las últimas batallas morales del mundo por la vigencia del derecho internacional, la paz y la justicia entre los Estados.
La presencia del Papa no puede ser neutral ante esas realidades de nuestro fin de época. En la era del libre comercio y la globalización la criminal persistencia del bloqueo a la isla es, sencillamente, una aberración monstruosa que sólo se mantiene por el capricho prepotente de los gobiernos norteamericanos incapaces de aprender de la historia.
Pero, además, a la humanidad le interesa saber si Cuba, que fue capaz de recorrer una de las experiencias socialistas más vitales y genuinas de la historia, conseguirá (y cómo) realizar los cambios que necesita para sobrevivir en un mundo esencialmente diferente al que vio nacer a la revolución. Cuba se esfuerza por probar que no es un anacronismo de otra época sino una realidad viva, con reservas humanas y espirituales suficientes para enfrentar y resolver por sí misma sus problemas sin condicionar sus decisiones a otros intereses que no sean los suyos.
La apertura hacia la Iglesia, dictada por el realismo político, es también una manera de decir a quien quiera oírlo que el gobierno revolucionario está dispuesto a seguir realizando ajustes y reformas que lo reubiquen internacionalmente, pero sin atenerse al guión dictado por el Departamento de Estado. Fidel ha dado un paso audaz y arriesgado a cambio de reconocimiento y legitimidad. Pero éste movimiento no será gratuito.
Los obispos cubanos y el Vaticano también han calculado bien la situación y no se engañan cuando dicen que Juan Pablo II llega a Cuba ``en uno de los momentos más difíciles de nuestra historia''. La jerarquía sabe que la Iglesia puede capitalizar la oportunidad, puesto que ``está llamada a animar la esperanza del pueblo ante el futuro'', convencida de que el ``desaliento que muestran muchas personas se convierte en una profunda llamada a la evangelización''. De este modo, impulsada por la visita papal, la Iglesia cubana adquiere una autonomía que hubiera sido impensable en otros Estados socialistas del pasado, pero su influencia seguirá creciendo exponencialmente a partir de ahora, sobre todo en relación al tema del exilio y la reconciliación que es uno de los asuntos sensibles de la agenda cubana.
No obstante, sería un error imperdonable reducirlo todo a un cálculo político elemental. Aunque parezca paradójico hay una base más profunda para el entendimiento entre el gobierno cubano y la Santa Sede. La Iglesia no admite que la solución a los problemas cubanos sea el despeñadero del derrumbe auspiciado por Washington. En cuanto a la liberalización del régimen socialista hacia la Iglesia católica ésta surge del reconocimiento de que hay, más allá de la coyuntura, una conexión posible entre la ética de la revolución y los valores cristianos que pueden ponerse en pie desde un humanismo radical. Cuba asume la dificultad que implica sobrevivir sin rendirse al becerro de oro del capitalismo y se apresta a buscar los puntos de convergencia con la crítica al neoliberalismo emprendido por los teólogos cristianos que renunciar a creer que la victoria del mercado es el final de la historia. En las horas que vienen veremos al Papa predicar en esta Cuba secular, laica, martiana, la del Che, Mella y Martínez Villena. Esa es la historia.