Carlos Figueroa Ibarra
La historia como lucha y vocación

El pasado 14 de enero dejó de existir, en la ciudad de Puebla, Severo Martínez Peláez, acaso el más grande de los historiadores guatemaltecos y autor de La patria del criollo, obra que indudablemente está destinada a permanecer como uno de los clásicos de la historiografía latinoamericana. Severo hizo de la investigación histórica y la docencia universitaria, la vocación de su vida, pero también un medio de lucha contra la injusticia social y la opresión.

Nacido en 1925 en el seno de una familia de comerciantes y terratenientes, crecido en el medio oligárquico de la ciudad de Quezaltenango, desde muy chico tuvo una dilecta educación y fue testigo, desde la comodidad de su situación privilegiada, de la miseria y expoliación de los indígenas guatemaltecos. Como lo comprueba alguna de las páginas de La patria del criollo, aquel niño de ascendencia española pudo ver las filas de indios silenciosos que amarrados eran conducidos a los latifundios cafetaleros merced al trabajo forzado. Hay que recordar que éste fue abolido en Guatemala hasta 1945.

Este tipo de vivencias lo hicieron apoyar desde muy pronto la revolución iniciada en Guatemala en 1944. Gracias a este hecho social y político, Severo pudo asistir a la recién fundada Facultad de Humanidades y tener contacto con maestros de distintas procedencias, entre ellos los refugiados republicanos españoles. La filosofía y la historia se convirtieron en una respuesta a sus tormentas interiores y a su sensibilidad social herida desde niño.

Cuando la contrarrevolución triunfó en 1954, Severo tuvo que salir al exilio, lo que le fue benéfico, pues pudo completar su formación al lado de maestros como Wenceslao Roces y Eduardo Nicol, en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. Para entonces ya había cambiado a Nietszche por Marx y su obra maestra ya se gestaba en su cabeza: un hermoso retrato y profundo análisis de la realidad colonial centroamericana que develaba los mecanismos de opresión y expoliación que reproducían aquella sociedad.

Su libro contribuyó notablemente para que guatemaltecos, fundamentalmente, pero también los centroamericanos, pudiesen entender muchas de las raíces de la realidad social contemporánea. La patria del criollo terminó de escribirse en Sevilla, cuando huyendo de la muerte que sembraba el escuadrón de la muerte conocido como La Mano Blanca, Severo fue becado por la Universidad de San Carlos para hacer investigación en el Archivo General de Indias.

En 1980, en el contexto de una nueva ola de terror, Severo vio de nuevo amenazada su vida por los escuadrones de la muerte: su proyección en la docencia en la Universidad de San Carlos sobre miles de estudiantes, lo hicieron odiado por las derechas del país. Fue acogido generosamente por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (BUAP), donde fue docente e investigador. Publicó de manera inconclusa su segundo libro Motines de indios, que mostró nuevamente su maestría en el lenguaje y su brillantez analítica. Tiempo después, de manera paulatina, su cerebro privilegiado empezó a apagarse. Sería ingratitud no decir que murió en medio del cariño y la comprensión de no pocos de sus colegas y de las autoridades del Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades de la BUAP. Su muerte ha sido luto nacional en Guatemala, donde la Universidad de San Carlos decretó tres días de duelo a quien en 1992 le otorgó el doctorado honoris causa. La muerte engrandece a los grandes, no será la de Severo Martínez Peláez la excepción.