``Que Cuba se abra al mundo y que el mundo se abra a Cuba'' (...) ``Cuba debe ser protagonista de su propia historia.'' Fuerte sonó la débil voz del Papa en el aeropuerto mismo de La Habana, después de que Fidel Castro había enumerado, al darle la bienvenida a Su Santidad, con gran precisión, los peligros que acechan a la humanidad, como el hambre, el tráfico de armas, el consumismo desenfrenado, la depredación irreversible de los recursos naturales en todo el planeta, y advertido en tono grave a su ilustre huésped sobre la acechanza del riesgo de un nuevo genocidio contra el pueblo cubano.
El encuentro personal entre los dos jefes de Estado en La Habana fue el segundo después de la visita que hizo Fidel Castro al Papa en el Vaticano recientemente. Los dos líderes, el de la Revolución Cubana y el de la Iglesia católica, han encarnado esperanzas: uno de la liberación del hombre y de la sociedad, de la opresión, del capitalismo rabioso, dando a todos, según dice uno de los postulados básicos del marxismo, según sus necesidades y tomando de ellos, de todos también, según sus posibilidades. El otro, Su Santidad, ha recorrido el mundo de una manera insólita, incansablemente, llevando a todas partes su mensaje de paz y de amor cristiano, distinguiéndose como el Papa que ha abierto las puertas del Vaticano a todos los credos religiosos del universo.
Karol Wojtyla habrá de ser reconocido en la historia de este siglo por su altruismo, su tolerancia y su gran visión histórica.
El socialismo en sus diferentes modalidades no corrió en este siglo con mucha fortuna. Antes del colapso estruendoso de la URSS, en América Latina, en Chile, ya se había cerrado la vía democrática al socialismo al ser derrocado Salvador Allende.
La vía armada por medio de la violencia revolucionaria no ha tenido mejor suerte en Cuba; solamente el pragmatismo y la gran habilidad de su líder indiscutible ha podido sostener a una corta distancia de la costa norteamericana en el Golfo de México, con grandes vicisitudes y sacrificios del pueblo cubano, una revolución que se inició con una docena de fusiles que quedaron después del naufragio del Granma ya en la cercanía de su destino, en las playas de la isla.
Es que para lanzar una revolución que levantó a un pueblo en armas se necesita bastante más que apretar el gatillo de una ametralladora, mucho más que la sola audacia y el valor, la decisión y la oportunidad. Se necesita conocer, entender y representar las aspiraciones de libertad y de superación de un pueblo entero, se necesita también identificar con certeza y sin fantasías, ni deformaciones de la realidad, imaginadas de buena o de mala fe; se necesita, como lo hizo Francisco I. Madero en México, tener confianza histórica de que lanzar a un pueblo entero a una revolución armada conlleva no solamente el peligro de la vida propia, sino también la de millones de compatriotas. En México nuestro movimiento armado en 1910 costo más de un millón de vidas de mexicanos y 10 años de lucha armada. Ni en Cub ni en México han tomado la misma ruta que imaginaron los iniciadores de nuestra revolución, ni tampoco de la cubana.
No son comparables ni los principios ni las condiciones objetivas que dieron origen a estas dos grandes revoluciones. Las contrarrevoluciones, en cambio, que las desviaron, o sencillamente desviaron sus propósitos iniciales, sí son demasiado parecidas tanto en esencia como en sus finalidades. Se pervirtieron en alguna medida los principios que los animaron y los medios para ejercer el poder que debieron haber estado al servicio de los pueblos que las iniciaron y las sostuvieron hasta nuestros días.
En México, los caudillos y líderes de nuestro movimiento armado son ya parte de nuestra historia patria y viven solamente en la memoria de las nuevas generaciones que preservamos su ejemplo por su entrega, visión, altruismo, lealtad, autenticidad, congruencia, sensibilidad y firmeza, los conservamos en nuestra memoria, en suma, por su amor a la patria mexicana.
En Cuba, el dirigente histórico, el gran iniciador de la revolución cubana, se mantiene después de más de tres décadas en el poder, todavía. Quienes lo hemos admirado, por sus grandes e indiscutibles cualidades como hombre y como dirigente revolucionario, nos ha dolido enterarnos, escucharle a él mismo, que debiera ser su propio hermano quien asumiera el poder, sucediéndolo a él. Siempre pensamos que debe ser el propio pueblo cubano quien decida su destino, o en boca del Papa, quien sea el protagonista de su propia historia. Siempre defendimos los mexicanos el derecho inalienable del pueblo cubano a la autodeterminación y al ejercicio irrestricto de su soberanía popular, con tanto calor y con tanta pasión como defendimos el del propio pueblo mexicano.
Defendimos también, en su momento, el del pueblo chileno, como ha defendido México, desde Lázaro Cárdenas en la Liga de las Naciones, por medio de Isidro Fabela, y luego como Luis Padilla Nervo, el mismo derecho a la autodeterminación y al ejercicio irrestricto de la soberanía popular con el respeto a la soberanía nacional de todos los pueblos del mundo, nos dolió también ver morir a Carlos Rafael Rodríguez, uno de los más lúcidos cerebros de la revolución cubana, solo y abandonado por sus propios compañeros de lucha con los que tantas veces se jugó la vida, y por el régimen de la revolución cubana al que sirvió con lealtad, patriotismo y valentía.
Por diferencias aparte, al ver a Fidel Castro abrazando a Su Santidad el Papa, en el aeropuerto de La Habana, no pudimos menos que reconocer nuevamente -valga la redundancia- su grandeza y su dimensión histórica, como se la reconocerá, sin duda, al Papa, el planeta entero, convulsionado al final del siglo XX por el hambre y la violencia entronizada en más de 30 países, entre los que desgraciadamente tenemos que contar a México también.
¿Sería solamente una ilusión o quizás una locura desear que el jefe del Estado mexicano pudiera abrazarse también con el dirigente de la guerra en Chiapas?
Creemos que no. Que de utopías audaces y aparentemente irrealizables ha sido hecho el México real y concreto de nuestros días. Que la paz misma puede parecer también una aspiración demencial y quijotesca. Pero no tenemos alternativa. Nuestros hijos nos lo exigen con toda la razón del mundo, y nosotros tenemos la obligación de luchar por ella. De luchar por que el siglo XXI sea el siglo de la paz en todo el mundo.