En Acteal Micaela oyó que gritaban:
``Hay que acabar con la semilla''

Anna María Garza, R. Aída Hernández, Marta Figueroa y Mercedes Olivera.

Cada uno de los nombres registrados por la prensa, Verónica Pérez, Pabilina Hernández, Roselia Gómez, Manuela Paciencia, María Ruiz Oyalté, representan una historia, una vida truncada, un marido o un hijo desolado cuyo dolor muchas veces se pierde entre las lineas de las notas periodísticas. Sirvan estas viñetas para recordar la dimensión humana del genocidio que se vive actualmente en Chiapas.

Días antes de la masacre

El 19 de diciembre María Ruiz Oyalté se levantó con una hemorragia terrible. La sangre corría entre sus piernas y no sabía qué hacer. Tenía varios días sangrando desde que ella y su familia fueron a refugiarse a Acteal, pero ese día el sangrado era peor. Su esposo fue a buscar a Juan, el promotor de salud. Cuando llegó, la revisó con mucho cuidado y le explicó que se le cayó la matriz de tanto tener hijos y de trabajar tan duro. Había que llevarla al hospital para que la operen.

Fue una ardua tarea convencerla de la necesidad de su traslado. ¿Quien cuidaría a los niños? ¿quien echaría la tortilla? ¿Y si venían los priistas quien protegería a los niños? ¿Y si ella novolvía? Demasiados miedos. El promotor le hablaba con dulzura. La convenció. Se fueron.

A ambos les tocó enfrentar nuevamente el sistema de salud: horas de espera, desprecio de las enfermeras ante la enagua ensangrentada, el ayuno. Cuando finalmente atendieron a María el diagnóstico del promotor resultó ser acertado: prolapso uterino. Había que operar pero no había anestesista, ni sangre para transfusión ni camas libres. Después de dos días en la sala de espera, sin comer, María deseperó y ambos regresaron a Acteal.

Acteal se había ido llenando poco a poco de gente de huía de comunidades que no se acostumbraban a las balaceras de noche, a las amenazas de los grupos paramilitares. Eran entre 70 y 75 familias que salieron de sus casas de noche, con los niños cargando, sin otra cosa que algn petate y los trapos de los pañales. La mayoría eran de Las Abejas , que no están con los zapatistas pero tampoco en contra. Hacía meses que los zapatistas los molestaban, querían que agarraran las armas y robaran, quemaran casas y mataran zapatistas. Pero mejor se huyeron porque no querían matar y porque veían cerca el tiempo de morir.

María no entendía nada. ¿cómo empezaron los odios? ¿cómo fue que los vecinos de Los Chorros se empezaron a armar? ¿De dónde sacaron esos rifles gigantes? ¿Cómo fue que el Agustín, que apenas se hacía hombre, consiguió ese uniforme negro y se volivó tan grosero con los ancianos? Todo eso pensaba María mientras esperaba con Juan en el hospital.

El día 22 a primera hora le pidió a Juan que regresaran. Juan sintió verguenza y coraje. Tanto trabajo que le costaba convencer a las mujeres de que su salud era importante, que valía la pena viajar a la ciudad para ser atendidas mejor. ¿Cómo le iba a explicar al marido de María que después de dos días no había sido atendida y que seguía igual o peor?

A las nueve llegaron a Acteal, el ambiente estaba tenso, los rumores de un ataque priista continuaban. Las mujeres rezaban en la ermita y un catequista las tranquilizaba diciendo que dios los protegiera. María pensó: ``No queda más que rezar''. Y se fue a la ermita con las demás mujeres. Su cuerpo quedó ahí mismo.

El día que cambió el mundo de Micaela

Micaela tiene once años. Desde los cinco le ayuda a su mamá a echar tortilla y cargar a su hermanito. Ya es muchachita, dicen en la comunidad para señalar que se está convirtiendo en mujer. Desde las siete de la mañana está con su mamá en la ermita, medio rezando y medio jugando con sus hermanos. Ellos no saben qué pasa. A veces preguntan por su papá que se fue a esconder, pues dicen que si entran los priistas matarán a los hombres o se los llevarán para que maten zapatista. Las mujeres se quedaron. No quieren que los niños pasen otra vez frío en la montaña. Prefirieron rezar.

El aviso les llegó de algunas gentes de Las Abejas que habían sido forzados a trabajar para los priistas de Los Chorros. Escaparon y trajeron la noticia, les contaron que los priistas estaban planeando sus ataques. Por eso se hizo ayuno, para parar la matazón.

Como a las once empezaron a escuchar la balacera, nadie se movió, no era la primera vez que echaban tiro. El catequista intentó calmarlos. Micaela trató de callar a sus hermanitos que empezaron a llorar. Hombres y mujeres estaban arrodillados, algunos se pararon y empezaron a correr, a otros los alcanzó la bala ahí mismo en la ermita. Los disparos venían de las partes altas. Alguien gritó que estaban rodeados. La madre de Micaela finalmente decidió cargar a los dos chiquitos, jalarla de la mano y correr. Ya los hombres estaban fuera de la ermita. Micaela alcanzó a ver tras el paliacate a algunos hombres de Los Chorros. Son priistas y cardenistas, dijo su mamá. La única salida era la barranca del arroyo. Por ahí corrieron y hasta el arroyo los siguieron. La bala le llegó a su mamá por la espalda, los encontraron por el llanto de los niños. Primero le dieron a su madre y luego a los dos chiquitos. Ella quedó bajo sus cuerpos, por eso se salvó, ni hizo ruido, sentía el peso del cuerpo caliente de su madre, no sabía que estaba muerta. Tenía mucho miedo.

Desde su lugar Micaela los vió, reconoció al Diego, al Antonio, al Pedtro. ``Eran muchos, mas de cincuenta, de Los Chorros, de Pechiquil, La Esperanza, Acteal. Venían vestidos de negro con pasamontañas. Los otros, más dirigentes, estaban vestidos de militares'', relató después, en su testimonio ante la Comisión Nacional de Derechos Humanos. Vio como mataron al catequista, como baleaban por la espalda a las mujeres ni niños.

Cuando se fueron los hombres Micaela se fue a esconder a la orilla del arroyo. Ahí vio como regresaban con sus machetes en la mano, eran los mismos y también eran otros, hacían bulla, se reían. ``Hay que acabar con la semilla'', decían. Desvistieron a las mujeres muertas y les cortaron los pechos, a una le metieron un palo entre las piernas y a las embarazadas les abrieron el vientre y sacaron a sus hijitos y juguetearon con ellos, los aventaban de machete a machete. Después se fueron.

Por la tarde empezó a salir la gente de sus escondites, la seguridad pública estaba ahí y los llevaron a un salón. En esos momentos se encontró con algunos parientes. Micaela vio al hermano de su papá pero también se dio cuenta de que muchos ya no aparecieron. Ahí se enteró que su mamá, su hermana y su hermanito habían muerto.

Después, el llanto y el trabajo de siempre

Desde el día 23 las mujeres se mueven en grupos. Nadie se atreve a ir sola a recoger el agua o a lavar al arroyo. El trabajo es el refugio para la tristeza. ``Solo cuando nos acordamos nos ponermos tristes y llorarmos. Por eso mejor nos ponemos a trabajar'', dice María Ruiz.

Los húerfanos son ahora responsabilidad de toda la comunidad, aunque los familiares más cercanos son los que se hacen cargo de ellos. Hay mujeres que est;an atendiendo hasta ocho huérfanos, aparte de los seis o siete hijos propios. A muchas solteras les ha tocado ser madres antes de tiempo y cuidar a los hijos de sus hermanas o cuñadas muertas.

Hay quienes no han podido combatir la tristeza. Marcela y Juana han perdido la razón, ya no hablan, parece que no escuchan, solo lloran a ratos y reaccionan con miedo emitiendo monosílabos ante el ruido de los helicópteros que sobrevuelan la comunidad desde el 23 de enero.

Rosa tiene setenta años, perdió a tres de sus hijas y a un nieto. Ella se salvió porque se arrastró hasta un barranco y se aventó rodando cuesta abajo. Su cuerpo está moreteado y su enagua rasgada, pero no la quiere cambiar por la ropa de caxclan que ha llegado en los camiones de abasto. Desde entonces no habla, está enferma de susto.

Juana perdió la razón desde antes, desde las primeras incursiones de los priistas a Tzajalucum, desde que de tanto miedo el niño se le salió antes de tiempo y le tocó parir en el monte. Al refugiarse en Acteal no hubo partera que la revisara. Parece que algo se le quedó en el vientre y se empezó a pudrir por dentro. El promotor le dijo que tiene una infección muy fea pero no hubo medicinas para curarla ni se pudo buscar un doctor. Entre las amenazas de un ataque, la tos constante de su hijo recién nacido y las noches de frío bajo los techos de palma ni ella ni su esposo volvieron a mencionar el raro olor que salía de su cuerpo. Su madre, su esposo y sus hermanos se han acostumbrado a su silencio, a su mirada perdida. En medio de su trastorno atiende a su hijo, lo cambia, lo amamanta. Su responsabilidad es más fuerte que cualquier locura.