En el discurso formulado durante su gira por Yucatán, el presidente Zedillo emitió una serie de consideraciones importantes --relacionadas con las formas y los criterios que fundamentan la posición del gobierno federal ante el conflicto chiapaneco-- que ameritan ser analizadas y precisadas cabalmente, en el entendido de que estas premisas podrían ser el punto de partida para el establecimiento de una nueva política oficial hacia Chiapas.
En primer lugar, cabe reconocer la pertinencia de las afirmaciones presidenciales, en el sentido de que la fuerza del Estado no forma parte de la estrategia gubernamental para la solución del conflicto chiapaneco, especialmente si se tiene en cuenta el grave estado de tensión y crispación social resultante de la matanza perpetrada en Acteal por grupos paramilitares, de la homicida represión policial de Ocosingo y del incremento y reposicionamiento de las tropas del Ejército Mexicano en aquella entidad. En un momento en que se han levantado voces como las del Luis Enrique Grajeda Alvarado, director del Centro Patronal de Nuevo León, exigiendo el desarme total aunque mueran miles de personas, y en que el secretario de la Defensa Nacional, en contra de lo establecido por la Ley para el Diálogo y Pacificación, declaró que el Ejército aplicaría ``sin excepciones'' la Ley Federal de Armas de Fuego y Explosivos, el señalamiento del jefe del Ejecutivo es un hecho positivo. Igualmente, resultan oportunos tanto el reconocimiento presidencial de la necesidad de formular un nuevo pacto entre el Estado mexicano y los pueblos indígenas como la ratificación del Ejecutivo de algunos aspectos contenidos en los acuerdos de San Andrés.
Sin embargo, en el discurso del Presidente existen omisiones relevantes sobre puntos pactados entre su gobierno y el EZLN que forman parte de los acuerdos. El hecho no es secundario ni puede ser explicado tan sólo por la necesaria brevedad de un pronunciamiento de esta naturaleza, toda vez que estos puntos son sustantivos y fueron un aspecto central de la controversia que el mismo Presidente suscitó con su rechazo a la iniciativa de ley elaborada por la Cocopa. Destacan, entre otros, la falta del una declaración sobre el tema del reconocimiento constitucional de cuatro derechos: primero, el de la autonomía de los pueblos indios --que es, sin lugar a dudas, el corazón de la nueva relación entre éstos y el Estado-- acordada en San Andrés; segundo, el de los pueblos indios como sujetos específicos del derecho; tercero, el de las comunidades como sujetas de derecho público; y, cuarto, el uso y disfrute de manera colectiva de los recursos naturales localizados en los territorios y tierras donde se asientan las comunidades indígenas, salvo aquellos cuyo dominio directo corresponde a la nación.
Obviamente, son válidas las consideraciones en el sentido de que para el gobierno federal no es aceptable ningún tipo de determinación que vulnere la soberanía y la integridad territorial del país. Sin embargo, cabe señalar que ninguna de las premisas plasmadas en los acuerdos de San Andrés o en la iniciativa de la Cocopa --como lo han señalado múltiples voces en diferentes instancias partidarias, académicas y sociales-- atenta contra esos principios fundamentales, como tampoco ponen en riesgo las garantías individuales, las libertades o los derechos humanos, ni implican validar formas de gobierno antidemocráticas o autoritarias o restablecer privilegios excluyentes. Por el contrario, el reconocimiento del derecho a libre determinación --y, como expresión de ésta, a la autonomía como parte del Estado mexicano-- busca fortalecer nuestra soberanía y la integración territorial. Autonomía, es preciso no olvidarlo, no es soberanía. El reconocimiento del derecho a la autonomía de los pueblos indios de México es el corazón de los acuerdos de San Andrés y de una nueva relación entre el Estado y las comunidades indígenas no sólo de Chiapas, sino de toda la nación. Por ello, es de crucial importancia que el Ejecutivo reconsidere su posición irreductible ante estos asuntos, pues el rechazo oficial a estas propuestas ha sido la causa primordial del estancamiento del proceso de paz.
Además, el desmantelamiento de los grupos paramilitares que operan en Chiapas, el retiro del Ejército Mexicano de las comunidades indígenas y el fortalecimiento de la Cocopa y la Conai, instancias de mediación e interlocución fundamentales e imprescindibles, son cuestiones urgentes y de enorme importancia para permitir la distensión en las zonas de conflicto y el reinicio del diálogo en Chiapas que no aparecen en el texto presidencial.
Pero para no perder, una vez más, la oportunidad de alcanzar la paz que hoy se presenta, es indispensable que el gobierno federal traduzca en hechos sus disposición al diálogo, se decida por una política efectiva de conciliación y distención y respalde la labor mediadora y propositiva de la Cocopa y la Conai. Emprender una reforma constitucional que recoja la totalidad de los acuerdos de San Andrés, que apruebe sin reservas la iniciativa de ley elaborada por la Cocopa, puede sentar las bases para la reconciliación social en Chiapas, para generar así un futuro de esperanza y dignidad --en el marco de la nación mexicana-- para los pueblos indígenas y para potenciar el desarrollo social y democrático de todo el país. En cambio, una reforma que aborde de manera fragmentaria o parcial las resoluciones firmadas desde 1996 por el gobierno federal y el EZLN sería una salida que, antes que coadyuvar a la solución de las causas que generaron el levantamiento zapatista, dejaría insatisfechas a las partes y podría prolongar peligrosamente el estado de tensión y enfrentamiento que en la actualidad se padece en Chiapas.