Desde hace unos cuantos meses, el presidente Zedillo ha venido planteando en muy diversos foros la necesidad de alcanzar una política económica de Estado, entendiendo por ello que un gran propósito de la ciencia económica, el crecimiento económico, sea aceptado por toda la sociedad civil, incluyendo obviamente a los diversos partidos políticos. Con ello, según el argumento, se evitarían bandazos y crisis sexenales, además de mayor contundencia en la medida que no sólo un gobierno estaría actuando a favor de él, sino toda la sociedad.
Es evidente que nadie puede estar en contra de este objetivo y de otros más de la política económica. Ningún economista serio podría oponerse a los objetivos de alcanzar tasas altas de crecimiento y bajas de inflación, salarios crecientes y desempleo decreciente, finanzas públicas equilibradas, etcétera. Necesariamente en ellos coincide un monetarista puro al estilo de Friedman, un keynesiano ortodoxo, un estructuralista, un neokeynesiano. Pero las grandes controversias en la ciencia económica no radican en la definición de objetivos, sino en la de los instrumentos, es decir en las vías para alcanzarlos.
El argumento central del actual gobierno es congruente con la corriente ortodoxa, que señala que el instrumento principal para obtener un crecimiento estable y sostenible de largo plazo se encuentra en la hipótesis del capital humano, que en términos sencillos argumenta que el gobierno debe circunscribirse a definir y aplicar políticas públicas creíbles y transparentes. Sobre todo, debe evitar a toda costa sobresaltos o aplicar políticas (básicamente monetarias) inesperadas, que perturben las expectativas de los agentes económicos. Toda la fuerza del Estado y del gobierno deberá concentrarse en aumentar la capacidad productiva de sus habitantes, básicamente a través de la inversión pública en educación y salud. A fin de cuentas, a esto queda reducido el problema del desarrollo económico.
Nadie puede negar que una población sana y educada está en mejo-res condiciones de desempeñar más eficientemente su función económica. Pero este hecho, por sí mismo, es insuficiente para generar creci-miento y, mucho menos, desarrollo económico.
Quizás un ejemplo patético de ello es Argentina, país que hace 50 años tenía indicadores sociales y de desarrollo muy superiores al conjunto de América Latina. Gozaba de un acervo de capital humano muy cercano al que presentaban en esas épocas los países europeos de desarrollo intermedio, además de llevarles a éstos una enorme ventaja comparativa determinada por la riqueza de recursos naturales. Incluso, hay quien ha dicho que por esas razones ese país austral ha tenido desde hace décadas la mayor potencialidad de crecimiento y de desarrollo en todo el mundo.
Esto hace ver que a la hipótesis del capital humano le faltan muchos ingredientes que determinan finalmente el éxito o el fracaso económico de una sociedad.
En ese mismo sentido, los grandes consensos que requiere urgentemente nuestro país no se deben ubicar en los objetivos, sino en los instrumentos. No en el qué, sino en el cómo. La obtención de la paz en Chiapas y en todo el país es incuestionable. El gran problema de los últimos años ha estado en el cómo.