La Jornada 25 de enero de 1998

MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
A solas

-¿Adónde vamos?

Es la tercera ocasión en que Graciela no obtiene respuesta. Felipe parece no escucharla y mantiene el rostro inexpresivo hasta que, al llegar a un alto, su esposa pone la mano en el volante.

-¿Tienes desconfianza de que vaya a llevarte a algún lugar peligroso o raro? Si crees que manejando te sentirás más tranquila, órale-. Felipe hace el intento de bajarse del automóvil para ceder el sitio frente al volante, pero Graciela se lo impide tomándolo del brazo:

-No te pongas así, sólo quiero que me digas qué pasa-. Graciela escucha los cláxones de los otros conductores. -Arranca, ¿qué esperas?

En vez de seguir adelante, Felipe mira por el espejo retrovisor y con la cabeza dibuja un movimiento de embestida para retar al automovilista que lo presiona.

-¿Qué le pasa a ese güey?

-Te lo suplico, no vayas a pelearte otra vez. El señor tiene razón, le estamos estorbando-. La voz de Graciela se ahoga en el concierto de cláxones que se prolonga hasta que Felipe reinicia la marcha. -¿Por qué hiciste eso?

-¿Qué?

-Detenerte así nada más y sólo para desquitarte porque te pregunté a dónde íbamos-. Graciela advierte la expresión contrariada de su marido. -Todo te molesta. Ya que no puedo evitarlo, por lo menos me gustaría saber el motivo.

-¿Por lo menos?- Felipe intenta sonreír. -Pero si lo sabes todo.

-No, perdóname: no sé nada, ni siquiera con quién estoy viviendo. No te reconozco: te has vuelto agresivo con todo el mundo, y lo peor es que con tus hijos también-. Graciela mira de reojo a Felipe y se muerde los labios mientras vence su indecisión: -Creo que ya no te gusta vivir conmigo. ¿Tienes otra mujer? Contéstame.

-Preferiría que todo este desmadre que estamos viviendo fuera por una cosa así-. Felipe intuye el desconcierto de su esposa, aminora la velocidad, se estaciona y mira de frente a Graciela: -Hay cosas que ustedes no entienden.

-¿Ustedes?

-Las mujeres. Siempre se imaginan que todo lo que nos sucede se debe a otra. Es en lo único que piensan y siempre desconfían.

-¿No desconfiarías si me portara como tú?- Graciela mira a la calle desierta: -No hablas, no te gusta lo que hago de comer, todo lo que dicen tus hijos te molesta.

Agobiado por las razones de su esposa, Felipe apoya la cabeza en el respaldo y murmura:

-Hay que saber cuándo terminar las cosas-. Sin volverse hacia Graciela le toma la mano y se la aprieta, ansioso de comunicarle una emoción que su acento no refleja: -Tú misma lo dijiste cuando Gloria y Rolando empezaron a tener problemas.

¿Para decirme que piensas abandonarnos me has traído dando vueltas en el coche toda la tarde?- Con un movimiento brusco Graciela libera su mano. -Y, por favor, no compares nuestra situación con la de Gloria y Rolando, ni te escudes en su caso para decirme que te vas con otra.

Felipe se incorpora y da un puñetazo en el volante: -¿Por qué en vez de sacar conclusiones no dejas que hable?

-Por Dios, pero si ya lo dijiste todo- exclama Graciela que luego se arrepiente de haber levantado la voz y se cubre la boca con las manos.

-Otro error. Todavía no te he dicho nada. Oyeme y mírame. ¿Qué ves?- Felipe sabe que Graciela no le dará la respuesta que espera y retoma la palabra: -Un fracasado, un auténtico fracasado.

-No entiendo qué tiene que ver una cosa con otra.

-¡Todo ! No encuentro razón para que sigamos juntos.

-¿Ni siquiera tus hijos?

-No hablemos de ellos ahora. Lo que está sucediendo es cosa nuestra, o a lo mejor nada más mía-. Felipe vuelve a tomar la mano de Graciela: -Cumplí treinta y ocho años y ni siquiera tengo un lugar donde vivir con mi familia.

-Mis papás nunca se meten con nosotros- señala Graciela a la defensiva.

-Pero siento horrible cuando regreso del trabajo y abro la puerta de una casa donde estamos arrimados. Siempre tengo la sensación de que nos observan. Aunque no se lo propongan, tus padres oyen todo lo que decimos. ¿Por qué crees que le pedí prestado el coche a mi hermano? Para que tuviéramos un pinche refugio dónde meternos a hablar de nuestras cosas sin que nadie nos oyera.

-Para mí tampoco es fácil vivir como vivimos, pero me doy ánimos pensando que la cosas mejorarán.

-¿Cuándo?

-No lo sé, no lo sé- Graciela se acerca a la portezuela, como si de ese modo pudiera escapar de la presión con que su marido la observa y la interroga.

-Yo tampoco, y lo peor es que ya me cansé, ya no tengo esperanza y así no se puede vivir. Cada día soy más viejo, no tardan en liquidarme. Te juro que cada mañana que llego al trabajo me pregunto: ``¿será hoy?''. Cuando eso suceda me darán una miseria que no servirá ni para que pongamos un estanquillo-. Felipe sonríe: -Ya me veo despachando paquetes de sopa y litros de aceite de cártamo.

-Eso no tendría nada de malo...

-No, pero yo estudié arquitectura. Sabes el trabajo que me costó recibirme. ¿Y para qué? Para terminar vendiendo costales de cemento a cambio de un sueldito que nunca alcanza para nada. Cuando tú o mis hijos me piden algo y no puedo dárselos me dan ganas de salir a robar.

-¡Pero cómo se te ocurre decir eso!

-Un bancazo, ¿te imaginas?- Felipe adopta un gesto de ensoñación. -Con unos milloncitos que me chingue, ya la hicimos.

-Convertirte en delincuente ¿eso es lo que quieres? Imagínate lo horrible que sería vivir siempre con miedo, sintiéndote perseguido.

-¿No es así como vivo? Y eso me está desbaratando por dentro-. Felipe inclina la cabeza y baja el tono de voz: -La prueba está en lo que sucedió esta mañana.

-Le volviste a pegar a Daniel sólo porque dijo que no hemos pagado la colegiatura. Tiene miedo de que le llamen otra vez la atención delante de sus compañeritos, entiéndelo.

-¿Y quién me comprende a mí? ¿Quién piensa en que vivo perseguido por el tiempo, temeroso de perder mi sueldito?

-Con mi hermano ganarías un poco más: salte de la fábrica.

-No puedo. Acuérdate: me recibí de arquitecto. Mi proyecto de construir una casa se quedó en puro sueño. Me figuro que se hace realidad cuando miro los costales de cemento. Entonces imagino que son para mi obra. Esa ilusión, Graciela, es todo lo que tengo.