La Jornada Semanal, 25 de enero de 1998
En enero de 1988, la Dirección de Prensa del PRI me pidió que escribiera un ``retrato de México durante los años 1940-1970'', que sería parte de una serie de trabajos en que distintos autores abarcarían la historia de nuestro país, desde los albores de los pueblos indígenas hasta el año en curso. La paga no era mala, pero el trabajo tenía que ser breve (cuarenta páginas) y escribirse en un mes. Estas condiciones impedían una investigación profunda, pero más intuitiva que racionalmente decidí aceptarlas.
De esa forma entré en el campo de la historia reciente. Jamás había hecho algo semejante, pero en cierta forma, sin saberlo, ya me había ido preparando. Cuando fui profesor visitante en universidades de Estados Unidos, con frecuencia tuve que preparar cursos ligados con la historia mexicana, lo cual me hizo estudiarla, porque, como se sabe, la mejor manera de aprender una materia es enseñándola. Además, a lo largo de los años ochenta conduje, escribí y dirigí un programa de televisión, Letras vivas, que me obligó a sintetizar lo mejor posible diversos temas literarios. Para mí, una buena síntesis debía concentrar los aspectos esenciales, pero también debía contener matices y detalles imprescindibles, además de hacerse con una soltura que facilitara la lectura y que no viniera a ser una mera enumeración de datos.
Por supuesto, tuve en claro varias cuestiones medulares: primero, aunque la historia siempre me atrajo muchísimo, e incluso en algún momento pensé estudiarla, yo no era historiador, por lo que opté por llevar a cabo una ``crónica histórica'' y no intentar un trabajo formal de historiografía. Segundo, tenía conciencia de que trabajar con hechos recientes era patinar en hielo frágil. Los historiadores usualmente esperan que el filtro del tiempo dé una perspectiva que asiente los datos y les permita trabajar con más seguridad. En los hechos recientes, los protagonistas están vivos y cada quien ve las cosas desde su perspectiva e intereses, por lo que suele haber numerosas versiones que muchas veces se oponen entre sí y que hacen sumamente difícil una mínima objetividad; por esta razón, la historia de México mejor investigada se detiene en los principios de los años sesenta. Tercero, como es lugar común, la historia la hacen los vencedores; lo ocurrido suele acomodarse para favorecer el punto de vista de los grupos en el poder, por lo que cualquier versión distinta suele ser descalificada.
En mi caso, yo no tenía puestos oficiales, no pertenecía al partido ``casi único'' de Estado, tampoco militaba en ninguna organización política, no pertenecía a alguna institución o corporación, ni me cobijaba bajo ninguna ideología determinada. Esto me permitía trabajar con una libertad notable y podía darme alguna credibilidad, pero también me hacía peligrar, pues fácilmente podría entrar en colisión con los intereses de otros. Dada mi recién elegida condición de cronista y no de historiador, decidí escribir para un público amplio, no especialista, lo cual me llevó a prescindir de un esquema formal: notas y pies de página, cuadros, profusión de estadísticas y demás. Me era claro también que mi crónica histórica no podía ser una versión oficial de los acontecimientos recientes. Además, mi propia naturaleza narrativa me inducía a trabajar desde un punto de vista crítico, si no es que irreverente, ameno y divertido; es decir, en cierta forma, contracultural.
Por otra parte, desde un principio pensé en los libros de Salvador Novo sobre los periodos presidenciales de Lázaro Cárdenas, Manuel çvila Camacho y Miguel Alemán. En esos volúmenes, Novo recopiló sus columnas y diarios públicos del periodo 1934-1952, y por lo mismo no sóloÊabarcó los acontecimientos políticos y económicos sino que incluyó sus observaciones sobre la cultura en general: artes, ciencias, artesanías, espectáculos, maneras de ser, hablar, vestir y cocinar, por lo que los tituló La vida en México, pues se referían más a los modos de vida que a la historia tradicional en sí. Seguí también la práctica de Novo de dividir la vida nacional en sexenios, ya que éstosÊhan sido parte esencial del sistema, al grado de que Daniel Cosío Villegas consideró que en México se vivía una ``monarquía sexenal''.
Con estos criterios iniciales me lancé a escribir. En la fecha establecida entregué mis cuarenta cuartillas, tituladas Retrato de México 1940-1970, pero, para mi sorpresa, mis editores me arguyeron que en mi trabajo trataba muy mal al gobierno y al PRI, por lo que me pidieron permiso para hacerle modificaciones. Todo esto me sorprendió notablemente, porque yo me había esmerado por no ser muy provocativo, pero lo que había escrito así había ocurrido y yo no podía maquillarlo, así es que me negué a cualquier ``modificación'', e incluso advertí que venía de tener problemas con la censura en la televisión, así es que denunciaría públicamente cualquier intento de manipular mi texto. Casi con seguridad, esto no serviría de gran cosa, pero al menos no me habría sometido a ninguna forma de censura.
A fin de cuentas, por otras razones, el PRI renunció a su proyecto historiográfico y a mí me pagaron, pero me quedé vestido y alborotado con un texto que me gustaba mucho. Sin embargo, en esos días Homero Gayosso, el entonces director de la Editorial Planeta, me visitó en mi casa de Cuautla y le platiqué lo que me había ocurrido con el PRI. Gayosso me pidió que le mostrara el material y, después de hojearlo, me dijo que a Planeta le interesaba publicarlo, sólo que ya no en cuarenta páginas sino en un libro más amplio; también me pidió que no lo concluyera en 1970, sino que lo llevara hasta el año en curso, 1988. Accedí encantado. Le pedí un adelanto sustancioso, para dedicarme exclusivamente al proyecto, y que me consiguieran una larga lista de libros, ya que al escribir el Retrato de México no tuve tiempo para llevar a cabo una investigación, por lo que tuve que trabajar con muy pocos textos de apoyo.
Decidí que el nuevo libro se llamara Tragicomedia mexicana (La vida en México de 1940 a 1988) y dividí la investigación en tres partes: bibliográfica, hemerográfica y de campo. Primero leí y releí una impresionante cantidad de libros, entre los que destacaban La historia de la Revolución Mexicana de Luis Medina y Olga Pellicer de Brody, La historia general de México de Lorenzo Meyer y Carlos Monsiváis, por supuesto los tres tomos de La vida en México de Salvador Novo, México hoy y México en crisis, compiladas por Pablo González Casanova, y de Daniel Cosío Villegas la trilogía El sistema político mexicano, El estilo personal de gobernar y La sucesión, además de libros de José Revueltas, Lorenzo Meyer, Héctor Aguilar Camín, Enrique Krauze, Luis Javier Garrido, Rafael Ruiz Harrell, Jesús Reyes Heroles, Gabriel Zaid, Guillermo Bonfil, Gastón García Cantú, Francisco López Cámara, Arnaldo Córdova, Enrique González Pedrero, Octavio Paz, Carlos Fuentes, Carlos Monsiváis, Julio Scherer García, Rafael Rodríguez Castañeda, Elena Poniatowska, Roger Bartra, Sara Sefchovich, David Brading, Peter Smith y otros mexicanólogos extranjeros, además de numerosas biografías y autobiografías, en especial la de Gonzalo N. Santos, y textos especializados en economía, el campo, las comunicaciones, el petróleo y distintas áreas de la vida nacional, incluyendo las artes, los espectáculos y la cultura popular. En realidad, Tragicomedia mexicana vendría a ser un collage o, si se quiere, un franco saqueo de numerosos textos, por lo que, además de cronista, me di cuenta de que también me convertiría en una especie de traductor de libros y ensayos especializados.
Los periodos más difíciles de documentar me resultaron los años sesenta, especialmente el periodo de Díaz Ordaz, y ahí me resultaron muy útiles las revistas y periódicos, especialmente Siempre, Política y Proceso. stas las consulté en las hemerotecas y algunos amigos me facilitaron sus colecciones. Por lo general, en las publicaciones periódicas ya no buscaba información, sino llenar las lagunas que me dejaban los libros. También conversé con mucha gente de la capital y de varios estados, pues suelo dar conferencias en muchas partes y en esos viajes aprovechaba para sacar chismes y chistes que por lo general no se consignan en libros, periódicos o revistas. Esta parte era importante para mí, porque quería, hasta donde me fuese posible, consignar lo que se sabía, lo que se decía en voz baja o de plano lo que se ocultaba.
Con esos materiales, trabajé (siempre sólo, como hombre orquesta, sin el auxilio de asistentes) bajo el sistema de fichas, que fui elaborando durante varios años y que llegaron a tener más de un metro de altura. Las fichas me eran muy útiles no sólo para anotar los datos, sino para ``preescribir'' el libro, ya que en ellas adelantaba notablemente la redacción. También me sirvieron para estructurar los materiales, pues las ``barajaba'' de diversa manera para ensayar distintas posibilidades. La estructuración en momentos era cronológica, otras veces temática y en ocasiones asociativa. En todo esto sin duda me ayudó muchísimo mi intuición artística y mi oficio de escritor, que me proporcionaba recursos para evadir la planicie y para generar un estilo en el que cabía el humor, la ironía e incluso la picardía. También decidí narrar los hechos panorámicamente, pero amplié la narración en muchos detalles de momentos que me parecían esenciales. Por supuesto, como he sido testigo presencial de buena parte del periodo, no quise prescindir de mi propia visión de las cosas que, como era de esperarse, iba impregnada de mi concepción de la vida y del país. Traté, así, de buscar un equilibrio entre objetividad y subjetividad, de no traicionar a la historia pero también de no traicionarme a mí mismo.
El plan original consistía en cronicar la vida en México de 1940 a 1988; sin embargo, ni la más dotada capacidad de síntesis podía evitar el acopio de materiales de tantos aspectos de la historia reciente, y de pronto el libro creció a un punto en que publicarlo como se había planeado resultaría excesivamente voluminoso, caro y difícil de manejar. Por tanto, opté por dividirlo en dos partes, que se dieron de una forma natural: primero tenía que publicarse el periodo 1940-1970, pues en él la revolución mexicana se quedó atrás, en aras de una modernización y apertura al capitalismo; Manuel çvila Camacho inició la transición, Miguel Alemán la consolidó, y los tres gobiernos siguientes establecieron el ``desarrollo estabilizador'', el llamado ``milagro mexicano'', que a pesar de sus avances en la economía continuó apoyado en la monarquía sexenal, o democracia bárbara, y el consiguiente autoritarismo represivo,Êque mostró su aplastante deterioro en 1968. Esa primera parte apareció a fines de 1990, casi tres años después de haber iniciado el proyecto, con el título Tragicomedia mexicana 1 (La vida en México de 1940 a 1970), el cuarto volumen de la colección Espejo de México de la Editorial Planeta.
Durante los dos años siguientes trabajé intensamente en el periodo 1970-1988. Sin embargo, nuevas dificultades se presentaron. Por una parte, dada la cercanía temporal y mis propias limitaciones, me resultaba más difícil la caracterización de la famosa ``docena trágica'', los sexenios de Luis Echeverría y José López Portillo, en los que el modelo anterior llegó a sus máximo deterioro y generó las crisis de 1976 y de 1981-82. Por otra parte, me era evidente que el gobierno de Miguel de la Madrid constituía la transición a una nueva modernización que adquiría su verdadero sentido en el sexenio de Carlos Salinas de Gortari, así como el periodo de çvila Camacho había sido una preparación para el de Miguel Alemán. Me resultaba cada vez más necesario escribir también la crónica del sexenio salinista, porque ahí se consolidaba el neoliberalismo en México. Por cierto, para entonces, antes de las elecciones federales de 1991, aún tenía esperanzas de que este modelo concluiría en 1994, cuando se iniciara una verdadera democracia en México, lo que le daría a mi libro un ``final feliz''.
Además, si los materiales históricos para el primer volumen habían sido relativamente escasos, de 1970 a la fecha abundaban, y sin perder el criterio panorámico podía cronicar los acontecimientos con mayores detalles y matices, lo cual hizo que, a pesar de apretar la síntesis, lo que había escrito sobre 1970-1982 tuviese casi las mismas páginas que el primer volumen. Por tanto, después de pensarlo mucho, decidí hacer una nueva división: la populista, de 1970 a 1982, y la neoliberal, de 1982 a 1994. Con el tiempo esta decisión me pareció adecuada: cada uno de los volúmenes tendría más o menos la misma extensión, además de que la trilogía era una forma clásica que me atraía mucho. La editorial se puso feliz con esta idea, ya que Tragicomedia 1 había resultado extraordinariamente exitosa, pues hasta la fecha casi no hay obras que sinteticen la historia reciente y que la presenten en un panorama que no sólo ofrezca la política y la economía, sino también una muestra de todo el amplísimo marco cultural que constituye la verdadera vida en México. Por tanto, con tres volúmenes las perspectivas de ventas se ampliaban. Incluso me pidieron que no parara la serie y que la siguiese indefinidamente, pero a mí se me hacía ridículo que hubiera Tragicomedias ad eternum, así es que me puse firme y decidí parar la serie en 1994, en buena medida también porque estas crónicas me resultaban increíblemente difíciles de hacer y me limitaban para escribir lo que más me gusta y que quizás hago mejor: la ficción narrativa, el gran territorio de libertad, donde, salvo excepciones, no se tiene que estar tan supeditado a datos, fechas, referencias y a los rigores de una buena investigación.
Tragicomedia 2 (La vida en México de 1970 a 1982) apareció a fines de 1992, dos años después de la primera, cuando ya había concluido las fichas, es decir, la investigación, hasta 1988. Desde entonces anuncié que habría un tercer y último volumen, y me puse a escribir en el acto, así que concluí el sexenio de De la Madrid a mediados de 1993. Ya llevaba cinco años de trabajo pero no podía seguir, pues tenía que esperar a que terminara el gobierno de Salinas de Gortari, del cual hacía notas continuamente. La pausa me cayó muy bien, pues necesitaba descansar de ese trabajo tan meticuloso y hacer otras cosas. En 1992 me había dado tiempo para escribir una novela corta, La panza del Tepozteco, la cual disfruté como nunca, ya que me sacó de las arideces de la investigación. Por tanto, entre 1993 y 1994 me concentré en una nueva novela, Dos horas de sol, en lo que hacía recortes de noticias y leía y fichaba los libros sobre el salinismo que ya estaban apareciendo. En 1995 decidí esperar un año más para asimilar el trágico final del sexenio, con su devastadora secuela de la crisis de diciembre, que, como en tiempos de De la Madrid, amenaza con extenderse hasta el año dos mil, o más, si los planes del grupo neoliberal se cumplen y éste sigue en el poder hasta 2012. En tanto, escribí mi libro La contracultura en México.
En 1996 era hora de volver a Tragicomedia 3, que para entonces se me hacía menos complicada porque ya tenía escrita la mitad, la cual por supuesto había que revisar. Cuando finalmente lo hice me aterroricé, pues comprendí que la 2, a diferencia de la 1, tenía la falla crucial de que no había una adecuada interpretación del periodo. Ahí estaban los datos, correctos, el estilo también, pero hacia falta una perspectiva, un enfoque justo que intentara una explicación de la ``docena trágica''. No me bastaba con asentar que el populismo de Echeverría y López Portillo había acabado de rematar a la para entonces fantasmal rev-mex. Había hecho falta mostrar paso a paso cómo había ganado terreno la tecnocracia, cómo los excesos del presidencialismo y los vicios del sistema crearon el contexto para que, con la docilidad, la extrema debilidad y la vocación monetarista de Miguel de la Madrid, México se hundiera fácilmente en el neoliberalismo, el capitalismo salvaje que desde 1976 el Fondo Monetario Internacional y los centros financieros internacionales nos habían tratado de imponer sin el desprestigio de un golpe de Estado como el de Chile.
Lo grave era que lo que ya había escrito del sexenio de Miguel de la Madrid conservaba la misma falla esencial. Durante varios meses traté de corregirla en el material que ya tenía, pero inexorablemente me di cuenta de que tenía que volver a escribir todo, desde el principio, y tirar a la basura las ciento cincuenta páginas existentes. A principios de 1997, con todo dolor de mi corazón, recomencé el tercer volumen. Para empezar, modifiqué la estructuración de los materiales. Decidí conservar la linealidad relativa de narrar año tras año el sexenio de De la Madrid, un poco para establecer una transición con el esquema de Tragicomedia 2, pero sobre todo para documentarlo meticulosamente. Me pareció importante no escatimar espacio al gobierno de Miguel de la Madrid, pues en éste se tejieron todas las coordenadas que se volvieron determinantes durante el salinismo-zedillismo, y era decisivo documentar debidamente este proceso porque sólo así se podía entender bien lo que nos ha ocurrido después. Esto no era tan sencillo como parecería, porque, a diferencia del sexenio de Salinas, se ha escrito relativamente poco sobre el de De la Madrid, a causa de la grisura de este ex presidente, de la espectacularidad de Salinas y de los noqueadores acontecimientos del fin de su periodo.
En cambio, opté por apretar la crónica del sexenio de Salinas de Gortari. En primer lugar, se hallaba más cerca en la memoria de todos; en segundo, hay una verdadera profusión de textos, algunos muy valiosos, que lo narran parcialmente y lo interpretan desde distintos enfoques; existen, también, numerosos libros sobre distintos temas del periodo, pues ya se sabe que muchas editoriales publicaron una enormidad de ``libros de temporal'' sobre el salinismo, las más de las veces hechos a la carrera y con un visible oportunismo que, asqueado, tuve que revisar. Consideré, pues, que en ese sexenio, sin dejar de contar a fondo lo más importante, podía ser un poco más sucinto y subvertir la linealidad cronológica del año-por-año para abordarlo temáticamente, a fin de inyectarle más dinamismo y mayor riqueza de recursos narrativos.
Además, tuve que modificar mis sistemas de trabajo, pues para entonces contaba con los discos compactos de Proceso y de El Financiero, lo que me modificó el sistema de fichas, aunque, a falta de un scanner, tuve que fichar varios libros sobre el salinismo que aparecieron en 1995, 1996 e incluso en 1997, cuando ya llevaba muy avanzado mi texto: los de Gabriel Zaid, Lorenzo Meyer, Carlos Ramírez, Julio Scherer García, Miguel çngel Granados Chapa, Rafael Rodríguez Castañeda, Andrés Oppenheimer, Carlos Fazio, Julio Hernández López y Enrique Krauze, para sólo citar algunos muy notorios, sin contar con la profusa documentación sobre el Ejército Zapatista de Liberación Nacional, y los datos, que siguen apareciendo casi a diario, sobre las operaciones ocultas de los banqueros, de Joseph-Marie Córdoba Montoya y por supuesto de la familia Salinas de Gortari. Además, Jesús Anaya, de Editorial Planeta, a mediados de año me facilitó los ocho voluminosos tomos que componen la Crónica del gobierno de Carlos Salinas de Gortari, elaborados por la Presidencia de la República, que me permitieron divertirme mucho al ver la manera como el gobierno se autocontempla y cómo divergía su versión de la que yo escribía. Por supuesto, esta crónica también me resultó muy útil para precisar con exactitud fechas, nombres, dependencias y cifras, que suelen variar ligeramente en los libros, periódicos y revistas. Por supuesto, los datos oficiales no son muy confiables, pues se maquillan con gran facilidad, pero al menos sirven como punto de partida. Fue una lástima no haber tenido acceso a la crónica que se elaboró sobre el gobierno de Miguel de la Madrid.
Las nuevas técnicas cibernéticas y los materiales de ``último momento'' ciertamente representaron un cambio en mis sistemas de trabajo, pero en general Tragicomedia 3 sólo ha variado en cuanto a la complejidad y la agudización de la vida nacional, especialmente en 1994, un año que a pesar de la profusa documentación aún presenta graves interrogantes. Ninguno de los asesinatos (del cardenal Posadas, Luis Donaldo Colosio y José Francisco Ruiz Massieu) ha sido aclarado satisfactoriamente. En esos casos, he optado por narrar los hechos, enumerar las hipótesis existentes y presentar mis propios puntos de vista. Igualmente, el proceso de sucesión presidencial, con el dedazo inicial a favor de Colosio, los obstáculos que el mismo Salinas maquiavélicamente le presentó después a través de Manuel Camacho Solís, el asesinato del candidato y el papel de Córdoba Montoya en el videodedazo de Zedillo, siguen representando una trama extraordinariamente compleja que no se ha aclarado aún y que representa un inmenso desafío para cronicarse. Por supuesto, estoy consciente de que la cascada de revelaciones que no cesa puede modificar muchos de los planteamientos de Tragicomedia 2 y 3, pero ese es el gran riesgo de un proyecto de esta naturaleza.
Como se puede ver, una vez más el peligro principal es la cercanía de los tiempos narrados, en este caso porque cada vez son más complejos, por la oscuridad en que se desarrollaron, por la gran importancia que tienen para nuestra vida inmediata y mediata y por la red de intereses que nos tiene abrumados en la actualidad. Por tanto, verifiqué una y otra vez los datos, reescribí pasajes todas las veces que fueron necesarias para interpolar nueva información fidedigna o hipótesis interesantes. Durante 1997 trabajé sin prisas pero sin pausas, semanas de cincoÊdías con jornadas de siete a diez horas, lo cual me llevó a un régimen ``de boxeador'', como dice García Márquez; esto es, prescindir de buena cantidad de viajes, diversiones y reventones, además de hacer mucho ejercicio para evitar el surmenaje. Le dedique al libro todo el tiempo que me pidió, sin hacer caso a mis propias ganas de acabarlo y a las presiones de la editorial, que por lo demás siempre fue muy comprensiva y en el último volumen me ayudó mucho; también resistí la presión del mismo público, el cual constantemente me preguntaba ``cuándo sale la Tragicomedia'', lo cual indica hasta qué punto había gente que confiaba en mí y que esperaba el resultado de mi trabajo. Esto era muy alentador, pero también estresante, al igual que la sensación de peligro que siempre experimenté desde que inicié la trilogía en 1988, pero que en tiempos recientes se ha acentuado a causa de la desesperación de los grupos políticos y económicos, que no quieren ceder el poder por ningún motivo y que, como se ha visto hasta la saciedad, son capaces de cualquier cosa. Para cubrirme un poco, sin perder la ironía, sin dejar de decir lo que se tiene que decir y sin renunciar a mi visión de la realidad, eliminé toda adjetivación innecesaria, evité los juicios morales y más que nunca traté de que los hechos hablasen por sí mismos para que los lectores sacasen sus propias conclusiones.
Además de tratar de asimilar las experiencias de los dos volúmenes anteriores, conté con mejores herramientas y creo que me hallaba en buena condición para trabajar; me sentía, como dice el I ching, como el zorro viejo que avanza con mucho cuidado sobre el hielo frágil para no caer en las aguas heladas. Supongo que dentro de algunos años sentiré la necesidad de corregir buena parte de lo escrito, especialmente el segundo volumen, pero en el peor de los casos, este trabajo cuando menos puede ser útil, porque contribuye a borrar la amnesia sexenal que padecemos y a establecer un piso del cual podrán partir otras aventuras más afortunadas que den constancia de nuestro terrible fin de milenio.