La Jornada Semanal, 25 de enero de 1998
A diferencia de los vendedores de helados o los vigilantes de baños, los intelectuales tienen la costumbre de reunirse en todas las metrópolis, como también en centros vacacionales o en monasterios retirados, para debatir sobre sus problemas. Es evidente que se toman algunas precauciones. No es que persigan tan sólo convencerse mutuamente de su importancia: el dudar de sí mismo y los guiños irónicos no sólo se consiente, sino que además se recomienda y de vez en cuando se detecta incluso un toque de masoquismo. Una sola cosa es segura: todo queda en casa. Tácitamente, se exige un mínimo de virtud política. A los malos no se les invita. Como mucho, se alude a ellos en las oraciones subordinadas.
Es una lástima. En otras profesiones, por ejemplo entre ingenieros o expertos de compañías de seguros, es normal que se reflexione sobre el peor de los casos imaginables. Es lo que se denomina worst case analysis. A lo mejor no sería mala idea aplicar este método también a la labor intelectual. Probablemente comprenderíamos entonces que la categoría profesional en cuestión ha desempeñado un papel primordial en un terreno muy concreto: desde la entrada en escena del odio social, los intelectuales han sido siempre especialmente activos.
Por descontado, no pretendo agotar aquí un tema tan amplio: haría falta una voluminosa antología. De atreverse con ella algún editor tan consecuente como brutal, hubiéramos dado un paso adelante. El gran álbum de la criminalidad intelectual sería una lectura variada y provechosa.
Cierto que el placer de leer semejante texto sería moderado, dado que las dotes literarias de sus autores por lo general dejan que desear, mas la constatación no constituye una objeción válida contra el proyecto. Por abundantes que sean las definiciones de la intelligentsia, nadie puede poner en duda que se trata de una categoría social bastante numerosa. Así, sería un error, y no solamente desde el punto de vista estadístico, incluir en ella sólo a sus representantes más excelsos. Por lo demás, no es un secreto para nadie que ni siquiera los grandes espíritus están libres de flaquezas morales. Muchos escritores y pensadores de primerísimo orden se han hecho célebres como productores de odio.
En 1809, Heinrich von Kleist escribió un poema que haría una gran carrera: durante más de un siglo, se reprodujo esmeradamente en manuales escolares y en antologías. Su título: Germania an ihre Kinder, Eine Ode (``Alemania a sus hijos: oda''). La madre alegórica de la nación se dirige a sus hijos, que ``colmados de besos, montan sobre sus rodillas'', para que ella les explique cómo deben comportarse con los franceses enemigos:
Y se augura el coro de niños de tal masacre:
El lector de hoy se limitaría a encogerse de hombros ante esa obra, encontrando las metáforas débiles, la hipérbole de mal gusto, el tono completamente histérico. Sin embargo, hay muchos indicios de que este texto ha causado en varias generaciones de lectores una impresión muy distinta, y muy honda. La historia de su influencia coincide exactamente con la de la evolución de las relaciones franco-germanas desde las guerras napoleónicas hasta la capitulación del Tercer Reich, con esos hitos simbólicos que son Sedán, Verdún, Versalles y Vichy. Supondría conceder a la literatura más peso del que se merece, si atribuyésemos al poema de un clásico la responsabilidad de tan funesta hostilidad hereditaria en el corazón de Europa, cuando además tampoco puede descartarse de antemano que la sed sanguinaria de Kleist no fuese sino una pose literaria. Ahora bien, en la época en la que fue escrita la Ode hubo otras de su género. Autores como Arndt y Fichte tampoco se privaron de atizar el chovinismo con textos incendiarios, por no mencionar el tropel de poetas, filósofos y periodistas menores que por entonces ejercían cierta influencia, aun cuando hoy, felizmente, estén bastante olvidados. Fundaron una tradición que se ha mantenido ininterrumpidamente hasta 1945. Se observa una continuidad no menos empedernidaÊen la abundante literatura antisemita, muchas veces de la pluma de los mismos autores.
No es que estemos ante especialidades alemanas. Con cierto retraso, Francia entona también cánticos igualmente estridentes. Con la Action Franaise, la carrera del armamento ideológico alcanzó su clímax. En una y otra orilla del Rin hay batallones de intelectuales empeñados en asegurar la escalada del conflicto. Y ambos alcanzaron su propósito precisamente porque sus estrategias se parecían tanto que llegaron a confundirse: venían a ser lo mismo, ejemplos típicos de la producción del odio. El estallido de la primera guerra mundial fue saludado, tanto en una orilla como en otra, con los gritos de alegría de los profesores, los escritores y los periodistas. ``No les quepa duda -escribió Hofmannsthal el 28 de julio de 1914- de que todos nos implicaremos en este asunto y que asumiremos todas sus consecuencias con una resolución para mí hasta ahora inimaginable.''
Por su parte, Thomas Mann, unas semanas más tarde: ``Cómo no iba el artista, el soldado en la persona del artista, a alabar a Dios por el desmoronamiento de un mundo en paz del que estaba completamente saturado y más que saturado. ¡La guerra! Para nosotros la experiencia de una purificación, de una liberación, al tiempo que una esperanza inmensa!''
Parecería que el intelectual productor de odio es un invento europeo que, como la mayor parte de las otras conquistas del Viejo Mundo, se impuso más tarde en el mundo entero. En todo caso, el chovinismo, tal como se manifiesta en Europa y en las antiguas colonias de países europeos, sería inconcebible sin un soporte literario activo. Muchos de los más brillantes y más terribles intelectuales de los dos siglos anteriores brindaron dicho soporte, y resulta con frecuencia difícil establecer la diferencia entre unos y otros.
Los alemanes lo saben por experiencia: es una empresa sumamente ardua convertir un territorio en una nación. Una de las principales dificultades de ese proceso, que al parecer es ineluctable, proviene de los desfases temporales. El que llega demasiado tarde hace generalmente valer sus pretensiones con un apremio especial. Para suscitar el necesario ardor emocional, los relegados tienen que recurrir a la ayuda del gremio de los autores y oradores. Es algo que en cierto modo se puede observar hoy in vitro en los países del este de Europa. Allí también la historia del chovinismo se adentra bastante en el siglo XIX. De los letones a los romanos, de los ucranianos a los eslovacos, ningún grupo étnico ha podido prescindir de poetas nacionales cuando había que glorificar la naturaleza profunda, misteriosa y única de la propia etnia, describiendo siempre, en extensas epopeyas, la depravación de los vecinos.
El mundo externo casi no repara en la existencia de la mayoría de estos profetas que en su tierra han sido y son venerados como clásicos. En todas partes, en Kauna como en Struga, en Kiev como en Sofía, en Tiflis o en Tirana, se les han erigido monumentos, siendo muy inhabitual que a sus pies no se deposite algún ramo de flores frescas. El culto que se les profesa se lo deben sin duda menos a la nobleza de sus sentimientos o a sus méritos literarios que a su facultad para expresar las frustraciones y los rencores de sus compatriotas. Quienes no comparten esos sentimientos se quedan sobrecogidos ante el éxito de su propaganda, como en el caso de Kleist. No todos los cantos de odio pueden liquidarse con un simple discurso moralista; cabe que el odio represente en ocasiones una fuerza política productiva, sin la cual jamás habría habido revoluciones. Pero no son los aspectos morales del problema los que más me preocupan.
Me interrogo más bien por las razones por las cuales precisamente los intelectuales, y más en concreto los escritores, se han destacado tanto en el comercio del odio. Existe una explicación digna. Los filósofos griegos aceptan como axioma que los poetas eran especialistas en la virtud de exaltar los sentimientos de su público. Las teorías literarias hoy en boga se ríen de Aristóteles; pero la práctica del arte no se preocupa mucho por los principios teóricos, y parece que su interés, sea en el escenario, en la pantalla o en la novela, es siempre el de suscitar emociones. Incluso en el pasado más reciente, el poder político se ha tomado a los escritores en serio y no ha escatimado esfuerzos para corromperlos o reducirlos al silencio; a todas luces porque, en el sentido de la poética de la Antigüedad, el poder estabaÊconvencido de que esos individuos eran capaces de expresar sentimientos colectivos o, lo que es lo mismo, de inventarlos.
De haber algo de cierto en lo dicho hasta aquí, no podemos menos que preguntarnos por qué los profetas seculares prefieren tonos tan estridentes y por qué las emociones que saben suscitar tienen que adoptar formas tan iracundas, por no decir histéricas. ¿Es realmente indispensable? Cabe que la causa sea, como ocurre muchas veces, trivial. Un experto digno de ese nombre busca siempre eliminar a sus rivales. Si esa regla vale para los jugadores de tenis, los arquitectos y los matemáticos, ¿por qué los portavoces de la intelligentsia habrían de sustraerse a la misma? En su medio, más incluso que en otros, la transgresión de los tabúes y los excesos pasa por virtud. En cualquier caso, en el contexto de la modernidad, el intelectual que no muestre disposición a sobrepasar los límites del buen gusto y del sentido común no tendría ninguna esperanza de concitar la atención. El escándalo parece causar más dicha que la paz; sobre todo en arte, los residuos de infantilismo se valoran bien, sin que quepa negar a los grandes pensadores y a los grandes escritores una tendencia al overkill verbal. La mesura y el compromiso no resultan nada atractivos a sus ojos.
El belicismo y la glorificación de la violencia no son evidentemente prerrogativa de la civilización moderna. Así lo atestiguan los más antiguos documentos literarios de todas las civilizaciones. Leyendas, cantos y epopeyas de héroes yacen en el origen de casi todas las literaturas. Los poetas no se han privado nunca de una jovial brutalidad. Los textos de la Antigüedad y de la Alta Edad Media se distinguen, sin embargo, por su ingenuidad. Todo cálculo estratégico les es ajeno. La Ode de Kleist está impregnada de una ingenuidad que pone los pelos de punta, y no podemos calificar al poeta de aprovechado de la guerra. Hay que esperar al siglo XIX para que la producción de odio se industrialice y se convierta en negocio del que se alimenta una plétora de logreros intelectuales. La primera guerra mundial les ofreció un campo de operaciones ideal. En 1914, por vez primera, la propaganda fue declarada esencial, lo que conllevó su institucionalización. Cada cuartel general contaba con una sección especial, cuya misión consistía en atizar el odio. El entusiasmo espontáneo por la guerra resultó pronto insuficiente, y se reclutó a intelectuales que cumplieron su cometido a conciencia y con eficacia. A partir de 1917, los bolcheviques sabrían también sacar partido a esa experiencia: desde entonces, en todas partes, el adversario fue tomado como modelo, y las técnicas de adoctrinamiento trascendieron sin dificultad las separaciones ideológicas.
Como retoños de la guerra fría, nos hemos acostumbrado a una distinción simple. Considerábamos que el objetivo tradicional de la derecha era matar por motivos nacionales o raciales, mientras que la izquierda perseguía el mismo objetivo en nombre de la adscripción de clase. Sin embargo, se ha vuelto insostenible una clasificación tan elemental. Ya en tiempos de la Revolución francesa el nacionalismo y el odio de clase estaban estrechamente relacionados, y desde entonces la intelligentsia ha sabido siempre mostrarse a la altura de las exigencias del momento. Hace unos años, críticos franceses sometieron a una atenta lectura el más célebre de los poemas escritos a la gloria de la Revolución: La Marsellesa de Rouget de Lisle. Tuvieron que reconocer que el poema contenía versos extremadamente sanguinarios, por no decir sádicos. Tras la constatación se planteó un intenso debate. ¿Podía un canto que incitaba a la muerte y al terrorismo seguir siendo el himno de la Grande Nation? ¿No convenía revisar el texto y modificar los pasajes más chocantes? Al cabo de unas semanas se dejó de lado la cuestión, sin duda porque prácticamente nadie, y tampoco los franceses, canta de su himno nacional más que la primera estrofa.
No resulta fácil establecer dónde los compositores de cantos de odio han hallado un terreno más fértil, si en la derecha o en la izquierda del abanico político. El enorme atractivo que el comunismo soviético ha ejercido sobre la intelligentstia, tanto del Oeste como del Este, es incuestionable. El encanto de la teoría marxista no ha sido ciertamente el elemento determinante, no habría podido provocar emociones tan violentas. Por lo demás, los cantores del agit-prop no estaban para embrollarse con teorías. Apelaban simplemente a las fuerzas irracionales que había que despertar. La siguiente chispa data de 1920:
¡Que vuestra hacha baile sobre los cráneos
calvos
de los egoístas y de los tenderos
enriquecidos!
¡Matad! ¡Matad! ¡Matad! Lo que vale es eso:
de sus cráneos haremos ceniceros.
Aunque sólo fuese por el título que eligió, 150 millones, el autor da claramente a entender que no habla sólo en su propio nombre, sino que presta su voz a un colectivo gigantesco. Maiakovski se ve a la cabeza de una inmensa conjura. El poema se convierte en una fantasía de omnipotencia. El que habla ya no es un individuo al margen de la sociedad. El poeta marginal se ha convertido en el órgano central de las masas. Habla como si dependieraÊde él quién deberá morir y quién sobrevivir. Su poder, real o imaginario, se le debió de haber subido a la cabeza. Eso sí, pagó un precio. No es casual que los mercaderes de odio más gritones hayan sido al mismo tiempo especialistas en idolatríaÊy en adulación. A los cuatro años de la aparición de 150 millones, Maiakovski publicó otro poema épico consagrado exclusivamente al culto de Lenin. Agresividad y servilismo van de la mano en ese tipo de compromiso. El final de Maiakovski revela el precio por el que compró sus triunfos.
Una recopilación de poemas a la gloria de Hitler compondría igualmente un volumen bastante considerable, aunque la lista de los autores que han compuesto himnos a Lenin y a Stalin es mucho más impresionante; mientras, los intelectuales que no estaban dotados para el verso hacían cuanto podían por rivalizar al menos en prosa. En lo que toca al efecto de estas peroratas, podemos manifestar algunas dudas. Hay que suponer que la llamada a los instintos de muerte tiene un efecto más profundo que la invitación al culto del Führer. El culto a la personalidad tiene siempre un halo de práctica forzosa; en cambio, el resentimiento hace que se manifiesten las emociones más viscerales: envidia, furor y venganza.
Retrospectivamente, la saga secular de la extrema izquierda y de la extrema derecha presenta semejanzas y reflejos extraños. Durante cierto tiempo hemos podido creer que los disidentes de los países del Este habían roto con esa tradición. Respondían a su adversario todopoderoso de una forma inaudita, francamente sensacional: en el tono de los seres civilizados. Pero rápidamente surgieron excepciones a tan buena regla. Intelectuales como Rasputín en Rusia, Csoori en Hungría, Ziedonis en Letonia, y Gamsachuria en Georgia, se dejaron contaminar por la paranoia de sus enemigos, y muchas de sus declaraciones merecerían un sitio en cualquiera de las antologías de los criminales de la pluma.
Con todo, es en los Balcanes donde la intelligentsia ha conocido su recaída más espectacular. Escritores y profesores han desempeñado un papel en la preparación de la guerra en Yugoslavia. La vuelta de los mitos nacionalistas, la denigración de la convivencia pacífica entre etnias y confusiones por el estilo las han orquestado sistemáticamente los más eminentes representantes de la intelligentsia, sobre todo serbia y croata. Quienes intentaban oponerse a esas campañas, eran objeto de amenazas o de deportación. Apenas unos cuantos resistieron. No hay gran cosa que añadir a tan deprimente constatación de nuestro fin de siglo.
En los países occidentales más ricos, la situación es distinta. Los intelectuales de estas metrópolis se benefician de lo que un filósofo norteamericano ha llamado moral luck: hasta ahora no han sido puestos contra la pared. Lo cual no responde tan sólo a que sus países se hayan mantenido al margen de los grandes conflictos sangrientos. Responde también a que las sociedades pluralistas han dejado de esperar de sus poetas y pensadores el menor mensaje de salvación. Un autor que se dirigiese a un público adoptando la actitud de Kleist, o en términos tan patéticos como los de Maiakovski, caería en el mayor de los ridículos. La idea de que las poblaciones de Francia, de Alemania o de Suecia puedan movilizarse con poemas es absurda. Indudablemente, aquí y allá quedan todavía algunos veteranos o sectarios que insisten en ese papel. Pero todos los demás se dan perfecta cuenta de que la infamia debe correr a cargo de otros especialistas. Ya no son filósofos o escritores los que expresan el furor, la frustración y el rencor del público, sino animadores de debates, gurús, jefes de redacción, predicadores y otros expertos en ``formación de la opinión''.
Así pues, la élite literaria y universitaria ya no tiene la tentación de adoptar el papel de portavoz autorizado de toda una nación, de una clase o de cualquier otra gran colectividad, ni la de manipular los detonadores de las próximas masacres. Al menos desde este punto de vista, la tan deplorada pérdida de autoridad de lo escrito constituye una bendición.
Pero resulta un consuelo bien pobre, ya que, a escala planetaria, la situación es distinta. En muchas regiones del mundo, al intelectual productor de odio se le busca más que nunca. Existen en todos los continentes etnias o comunidades confesionales que se sienten humilladas y oprimidas. Dichos grupos amargados y abandonados a su suerte acogen con gratitud a todos los portavoces que prometen expresar su cólera y su odio, y nunca faltarán candidatos a tal función. Ya sea en los Balcanes o en el Oriente Próximo, en el Magreb o en el Cáucaso, en çfrica o en el subcontinente indio, las perspectivas nunca han sido más favorables que hoy para el intelectual productor de odio.