La Jornada Semanal, 25 de enero de 1998



LAS ARMAS DE LA ILUSION


Jordi Soler


El escritor Jordi Soler, quien conduce un exitoso programa en Radioactivo 98.5, fue testigo presencial de la toma de tres estaciones de radio por parte de simpatizantes del EZLN. Esta es su relación de los hechos.



Desperté con una llamada telefónica, no eran ni las ocho de la mañana. Me pareció que el sueño era un barco que interrumpía su viaje, que chocaba contra un iceberg cuando faltaban todavía varias millas para el puerto. Tiré la escalera, bajé por ella hasta la superficie helada y di unos cuantos traspiés antes de descolgar el teléfono. ``Hola'', dije. La voz del patrón me avisó que Radioactivo, nuestra estación de radio, había sido tomada por un comando zapatista. Algo respondí que no recuerdo, tenía la impresión de estar a medio mar, parado sobre un témpano de hielo. Hice café, encendí el radio, fui llegando poco a poco a tierra firme. Le di vueltas al asunto: ir no tenía caso, nadie podía entrar ni salir de las instalaciones desde el momento del secuestro. Unos tragos de café más tarde me avergoncé de esta decisión, y el rubor creció cuando empecé a oír la transmisón que hacían dos individuos, un hombre y una mujer, que lanzaban una retahíla de consignas, más bien deshilvanadas, sobre la matanza de Acteal. Marqué ansioso el teléfono de la cabina y en vez de la voz meliflua que usualmente dice ``Radioactivo'', me contestó un gruñido oscuro, diciendo una línea que me hizo salir de mi tierra firme a toda prisa: ``Frente Zapatista de Liberación Nacional.''

No se trataba de entrar, ni de serle útil a nadie, el asunto era estar lo más cerca posible de ese acto que, además de ser arbitrario, también era histórico. Las consignas que salían al aire, condenando la matanza de Acteal y las nebulosas acciones del gobierno, le hubieran costado la carrera radiofónica a cualquier locutor. Se trataba de un desplazamiento raro: un encapuchado metido en nuestra cabina, sentado en nuestra silla, hablando a través de nuestros micrófonos, decía cosas que nosotros, ahí mismo, nunca podremos decir.

Aunque nadie les puso un límite, en menos de media hora se les acabó el vuelo, la inspiración y el discurso. Los últimos minutos de su estreno radiofónico fueron utilizados para pedirle a la gente, a la sociedad civil, que los ayudara a salir de las instalaciones porque afuera ya los esperaba un nutrido grupo de policías vestidos de negro, con chaleco anti-todo y armas en los sobacos, sobre las cabezas del fémur, en la bisagra de las corvas, y prácticamente en cada rincón que pudiera ofrecer un cuerpo masculino estándar.

Los treinta y tantos encapuchados habían entrado muy temprano, haciendo uso del método elemental de preguntar por fulanito, y a la hora de que el guardia había abierto la puerta se habían metido todos en bola, sin lastimar a nadie, ni forzar puertas, ni maltratar los equipos de transmisión. No parecían armados ni peligrosos y quizá ni armados se hubieran visto peligrosos; no obstante, alguna autoridad decidió mandarles a los superpolicías con armas hasta en los rincones. La noticia, el producto informativo de ese planteamiento desigual entre armados y desarmados, fue resuelta de una manera diabólica, con una carambola escalofriante originada por el taco de ese director de escena invisible y poderoso, capaz de organizar a todos los medios de comunicación para que deformen la noticia hacia el mismo lado. El resultado noticioso fue este: los encapuchados que tomaron una estación de radio para protestar contra la matanza de Acteal, sirvieron para distraer la atención de la matanza de Acteal y de algunas otras maniobras probablemente peores.

Terminando su discurso deshilvanado, los treinta y tantos avanzaron hacia la puerta, sólo para descubrir lo que ya temían: el paso estaba bloqueado por policías de negro, por cámaras y micrófonos de radio y televisión, y por esos fans instantáneos que habían logrado cosechar con su debut radiofónico. Este último grupo estaba formado por gente de todos los pelajes: señoras, adultos, niños, trajeados de corbata, pandrosos, todos gritando consignas revolucionarias e intercalando insultos, también revolucionarios, para los hombres de negro.

Mi posición frente a ese acto arbitrario e histórico, era justamente frente a la puerta de Radioactivo, donde se arremolinaban todos, unos para aprehender, otros para grabar y otros para salvar a los treinta y tantos que se arremolinaban del otro lado y que ya no podían salir ni regresarse. De vez en cuando, durante esa hora de impasse, se asomaba una cabecita zapatista por encima de la barda; mientras oteaba sus lánguidas posibilidades de escapatoria, recibía la ovación del público entusiasta, que ocupaba un extremo de la calle y la barandilla del puente del Eje 6.

Los fans impusieron su superioridad numérica, y sumándola a su superioridad anímica armaron una valla humana, de mano con mano, de grito con grito, que iba de la puerta de Radioactivo a la puerta de un microbús que los esperaba para ayudarlos a escapar. Detrás de la valla, se amontonaban las fuerzas de la ley y de la comunicación. Algunos camarógrafos aguerridos aprovechaban el impasse para treparse a la barda y desde ahí grabar a los treinta y tantos, que a pesar de sus capuchas y de su futuro negro, le hacían fiestas a la cámara con el desparpajo de quien, aprovechando la ubicuidad de las microondas, saluda desde las gradas del estadio a un familiar que le espera en casa.

De manera sorpresiva, cuando menos lo esperábamos, salió corriendo, enfrente de todos, un zapatista con fusil. Todos los policías de negro sacaron las armas de sus rincones íntimos y se fueron sobre el señuelo, seguidos por el contingente de prensa. Una lluvia de objetos cayó encima de los perseguidores. Un tetrapack hizo blanco en la sien de un policía, rebotó en el lomo de un fotógrafo y fue finalmente pisado por un camarógrafo que, en su intento por lograr la toma del siglo, se manchó de Boing sabor uva hasta las rodillas. La lluvia de objetos traía relámpagos verbales, de esos que parten un árbol o funden una instalación eléctrica; había los de la fauna: ¡Cerdos!, ¡perros!; los de eco filial interno: ¡acuérdate de tus hijos, hijo de tu chingada madre!; los de sintaxis libre: ¡órale, pinche bola de asesinos! Una señora de pañoleta, dispuesta a aprovechar esa catarsis, gritó, sin abandonar el confort de su Cutlass, un insulto que se oyó chico en aquella tormenta cerrada: ¡abusivos!

El zapatista del fusil fue sometido rápidamente por cuatro de negro, que le sacaban medio cuerpo de estatura; no contaban con que los treinta y tantos saldrían hacia el otro lado, aprovechando la confusión y la valla de fans que los protegía. Todavía no acababan de someter al señuelo cuando ya iba saliendo la fila de encapuchados, levantando en son de triunfo los brazos, al estilo púgil, ovacionados por la multitud. Los hombres de negro, al darse cuenta de la trampa en que habían caído, arremetieron contra la valla con la intención de capturar más zapatistas. La trifulca general comenzó, la lluvia creció en gritos y en objetos, una parte de la fanaticada forcejeaba con los de negro, que habían desenfundado unos rifles que más bien invitaban a la rendición incondicional. Las armas pasaban de un lado a otro; yo, en medio de la zacapela, otra vez parado en mi iceberg, no sabía si comprometerme con el rídiculo de tirarme pecho tierra, o si mantenerme erguido, observando una ecuanimidad que rayaba en lo estúpido. Opté por la media asta, con muelleo de las rodillas hacia arriba y hacia abajo, según la altura del peligro. Un joven de walkman que se disponía a correr, zancadilló accidentalmente a uno de negro, que fue a dar al suelo sobre el charco de Boing de uva, y en la caída golpeó el cargador del arma, provocando un reguero de balas de un tamaño que, por unos milímetros, según mis cálculos desde el témpano del pánico, hubieran tenido el calibre de un misil. Un sector generoso de fans, prensa y público en general, aguijoneados por la costumbre de tantas posadas con piñata, se arrojaron para llevarse uno de los souvenirs que estaban regados alrededor del hombre de negro, que ahora se dolía de la zancadilla, meciéndose de un lado a otro en el área chica de la refriega.

Los treinta y tantos zapatistas abordaron el microbús y enfilaron, aplaudidos y ovacionados, hacia el puente del Eje 6. El colega que se había sacrificado por la mayoría, se fue capturado en una camioneta; yo había visto que en la batalla se le había caído el fusil. Cuando el microbús arrancó, los de negro subieron a sus vehículos para darles alcance. La gente que había hecho la valla, más otro contingente numeroso de los gritones del puente, bloquearon la avenida con sus cuerpos en cuanto pasó el microbús de los fugitivos. Una ambulancia con hombres de negro en la parte de atrás arremetió contra la fila de cuerpos y aventó a uno de ellos a varios metros de distancia. En vez de quitarse, esa fila de ciudadanos valerosos se acostó frente a las llantas de los vehículos para impedir que pasaran; sus cuerpos ahí tirados eran un mensaje donde podía leerse, aproximadamente: la policía no puede ser siempre omnipotente; la razón no está necesariamente del lado del gobierno; queremos un país mejor; tomar una estación de radio es un delito, un acto insensato, pero nunca será tan grave como la matanza de cuarenta y cinco inocentes en Acteal: ¡ya basta! El microbús se fue intacto, remontó la joroba del puente y se perdió de vista.

Luego, la multitud se desperdigó, cada quien a su quehacer, a digerir a su manera la experiencia. Yo bajé de mi iceberg a tierra firme. Me acerqué al fusil que había tirado el zapatista-señuelo: era de juguete. El bando armado había sido derrotado por el bando de los encapuchados, que traían por armas, exclusivamente, la ilusión.