Héctor Aguilar Camín
Las dos Cubas
He leído en The Chicago Tribune una comparación sugerente de Juan Pablo II y Fidel Castro. Los dos, dice el diario, nacieron entre las guerras mundiales --el Papa tiene 77, Castro 71. Los dos fueron educados en hogares católicos en países pequeños que padecían ocupación extranjera. Los dos son nacionalistas vehementes, con una fuerte personalidad. Los dos tienen estricto control de sus dominios. Los dos tienen gran carisma e inteligencia. Los dos son oradores naturales y actores dotados que se crecen ante las muchedumbres. Los dos ven una amenaza para la humanidad en lo que el Papa llama ``el capitalismo salvaje, sin riendas''. Los dos, añado yo, son emisarios de un pasado religioso --Juan Pablo II, del pasado largo y potente de la cristiandad; Fidel Castro, del pasado corto y potente del socialismo real.
En un libro clave, El pasado de una ilusión, Francois Furet ha explicado el carácter de religión sustituta que alcanzaron el marxismo y el socialismo real en el nihilista siglo XX, el siglo sin dios que Nietzsche anticipó en sus visiones dionisiacas. Los regímenes marxistas han sido en nuestro siglo verdaderas iglesias laicas, con dioses, dogmas y misterios, ortodoxias y herejes, réprobos e inquisidores, libros sagrados, catecismos, cruzadas, mártires y guerras santas. Cuba es todavía templo de esa iglesia sustituta, y Castro es su Papa.
En cuestiones de fe, la realidad es secundaria, pero aún los fieles más ardientes del templo cubano deben tener problemas para conciliar lo que admiran en Cuba y lo que sucede en Cuba. La Cuba de la promesa y la Cuba de la realidad revolucionaria se parecen entre sí tanto como los sueños a las pesadillas. La Cuba del arranque revolucionario fue una promesa continental de liberación, la Cuba de hoy es ya la dictadura unipersonal más larga de la historia del siglo XX. La Cuba del arranque era una promesa de progreso; la Cuba de hoy es uno de los países latinoamericanos de mayor atraso financiero, comercial y tecnológico, un país que ha regresado por temporadas a la tracción animal y que mira caerse a pedazos sus ciudades, sus campos, sus escuelas, sus hospitales.
La Cuba del arranque era una promesa de equidad y justicia; la Cuba de hoy es un paisaje de privación casi generalizada con desproporcionadas ventajas para la burocracia y para la población con acceso a divisas extran- jeras. La Cuba del arranque era una aspiración de independencia y orgullo nacional; la Cuba de hoy está a la intemperie, vendiéndose más barato que nunca a los turistas, privilegiando más que nunca al extranjero, luego de haberse entregado por décadas a una costosa, aberrante y ridícula sovietización de su destino. La Cuba del arranque era un sueño de libertad; la Cuba de hoy es una pesadilla de autoritarismo.
Entre una Cuba y otra, entre la Cuba del inicio de la revolución y la Cuba del fin de siglo, hay una historia trágica de opresión y retroceso. Pero dentro y fuera de la isla, Cuba y su revolución siguen siendo para muchos una iglesia, y Castro el Papa. Se repite como jaculatoria que el bloqueo estadunidense es el responsable de la desgracia cubana. El bloqueo, en efecto, facilitó el aislamiento de Cuba y radicalizó su nacionalismo. Una política de libre flujo de mercancías hacia la isla, quizás habría impedido el endurecimiento político y mantenido abierta la economía. Pero no deja de ser una paradoja, una ironía de la historia, que se plantee como razón del fracaso revolucionario el boicot de aquéllos de quienes pretendían liberarse. ¿No guió los afanes revolucionarios la promesa de salir de esa órbita de sujeción? ¿No era a los yanquis a quienes la revolución quería fuera de Cuba? ¿Quererlos de regreso, culparlos de los problemas de hoy, quejarse de la dureza de quienes fueron declarados enemigos históricos, no parece una forma de decir que la revolución se equivocó desde el principio?
La Cuba de la iglesia laica y la Cuba de la historia real marchan por caminos distintos. La primera vive encerrada en el mundo de la fantasía, que sigue celebrando en ella logros históricos imaginarios. La segunda está encerrada en el mundo de la escasez y la opresión, el mundo de su realidad. Ojalá Cuba quede pronto libre del encierro de la fantasía, y también del encierro de la realidad de una dictadura cuarentenaria que ha gobernado a su pueblo del más inapelable de los modos. Que la Cuba de la piadosa fantasía y la Cuba de la triste realidad cedan el paso a la Cuba democrática y abierta, próspera y libre, que la isla podrá ser cuando la suelten del cuello sus dos encierros.