Hermann Bellinghausen
El tren extra

No está en su naturaleza intervenir en la naturaleza de las cosas. El curso de los acontecimientos nunca lo toma en cuenta, por más que Velasco quisiera. ``De qué sirve ver los huevos de serpiente si eso no cambia nada'', le dijo al capataz del rancho antes de noquearlo de un sólo upercut sin avisar. El patio, los pasillos, las escaleras del casco de La Cebada se llenaban de serpientes y culebras, y ese no era sitio para él. Ni por la paga.

No hay en su signo significación alguna. Y si decide, lo hace en cascada, abruptamente. Ahora que golpeó al cuidador, se urge, fugitivo, como si las serpientes lo siguieran. Camina la sierra veinte horas.

Eso determina que a la tarde siguiente sea él el polizonte que trepa el último vagón del desvencijado tren que ni cabús lleva. Por un momento sólo percibe los rechinidos de las juntas, el traqueteo de los metales en movimiento, la hipnosis de los durmientes acojinando el desplome contenido de los rieles.

Se quedó dormido en la estación, sobre una banca de hierro, esperando el último tren de la semana. Pero el pitido que lo despertó no fue el de ese tren, sino del cargamento irregular de madera que abandonaba la región, horas después y fuera de horario.

Le entró una vocación de rayo y echó a trotar sus entumecidas piernas en pos del tren que se le iba. Tuvo suerte de delincuente, pues había perdido su última oportunidad y se le aparecía un tren extra. Su pequeño equipaje le pesó como nunca en esos segundos de corretiza desesperada.

Cogió con nervio la manivela del gancho sin perder el trote y se colgó, librando de milagro las agujas y la grava aceitosa en el lecho de la vía. Echó su bolsa con un giro del brazo libre hacia arriba, y librando por milímetros los tentáculos de las ruedas voraces que ganaban velocidad, alzó el peso de su cuerpo hasta la plataforma del vagón.

Paja y tierra en el pelo, en los ojos, la nariz, los labios. Tosió, estornudó, escupió jadeante. Sibilaba como un ahogado que se salva, como un quelonio desfalleciente que encalla en la arena.

-¿Qué se le perdió aquí? -ladró una voz rugosa desde la penumbra del vagón. Después, una carcajada tosca y batiente retumbó en la galería del vagón, que se balanceaba como barco en un golfo. Al parecer, provenía de la misma garganta que había hablado.

-Papá, no te burles -dijo otra voz. Una voz joven, de mujer.

-No se puede levantar -agregó con lástima. La voz de la burla, brutal, dijo:

-Ni te acerques. Vas a volver a agarrar piojos.

A Velasco se le nubla la vista, empieza un morir sin darse cuenta. Seguramente se golpeó con algo. En la cabeza. Sí, aquí, caliente, ¿duele?

Incrusta la mejilla derecha en el sucio suelo de madera, que cruje como si estuviera vivo. Un sombra se interpone y cruza la luz de la tarde, que corre entre los pinos, a la velocidad del tren, en sentido inverso. Una voz exclama, cerca:

-Míralo nada más...

El ya no se entera porque un adormecimiento tenue, una languidez de los sentidos, un abandono.

Abre los ojos a una mañana blanca e hiriente. Su cabeza, una gran sandía; el paladar le sabe a hierro y sal. Sobre él se balancea un hombre gordo y viejo que en vez de ojos parece tener dos agujeros, y arroja vaho al hablar con voz rugosa:

-Despertó el muerto, Linda.

El hombre se aprieta la bufanda, como si jugara a ahorcarse, sube la cremallera de su chamarra, y mira al caído como a un trebejo.

A la que llama Linda, sea nombre o adjetivo, la noticia parece darle gusto. Se arrodilla junto a él, quien se sorprende de encontrar unos ojos claros, de miel, en una situación tan ruda. Un costado le duele. Ella lo auxilia para incorporarse. Mejor dicho, sentarse como la gente. El se descubre dentro de un abrigo desconocido, y tienta una venda medio puesta en su cabeza. Plastas tiesas en su pelo. Coágulos y tierra.

-Limpié con agua -dice Linda, empezando a ser amable. Un segundo hombre, de considerable estatura, la toma por la fuerza del hombro y la echa atrás, la hace rodar.

Entonces el tipo alto ocupa el campo de visión de Velasco y lo amenaza con el puño y un gran un trozo de cadena:

-Subiste al vagón equivocado, amigo. Agarra tu cochinero y lárgate.

El viejo carraspea como arrugar algo. No queda claro si son palabras o gargajo, pero sí que comparte la opinión del hombre alto. Este se agacha, le agarra del abrigo, quitándoselo, y lo arrastra al borde del vagón.

El tren avanza a gran velocidad entre rocas y acantilados. Velasco cree que el hombre alto va a tirarlo, pero lo suelta en el borde, y en un arrebato de lucidez filosófica le dice:

-El tren es grande, búscate otro carro.

Los ojos de Linda lo miran, impotentes. Comprende que es la mujer del hombre alto (en todo caso que le pertenece), y que no tiene voto para defenderlo.

Por suerte, la escalerilla queda a la mano. Trepa y a rastras alcanza el techo. Se pone de pie. El humo de la locomotora precede una hilera de vagones y plataformas que atraviesan por el medio las rocas, como rompiéndolas.

El mareo lo obliga a encoger las piernas para sostenerse de las barras que corren a lo largo del techo. ``Por qué me pasan siempre a mí estas cosas?'', piensa Velasco.

Un gavilán aletea a su lado y se eleva. El blanco resplandor del sol difuminado lo obliga a cerrar los párpados con fuerza. Como dijo el hombre alto, el tren es grande