De manera recurrente aparecen en los discursos del titular del Ejecutivo federal, los que podrían ser considerados como sus temores esenciales en torno a la autonomía de los pueblos indios. Una y otra vez encontramos que pese al cúmulo de artículos, libros, mesas redondas y debates públicos sobre el tema de las autonomías, en los que se ha aclarado que el reconocimiento constitucional de este derecho no atentaría contra la soberanía y la unidad nacionales ni significaría un riesgo al ejercicio de las garantías individuales, las libertades y los derechos humanos, el Presidente vuelve a insistir hace unos días, con base en estos argumentos, en su rechazo del texto de la Cocopa, urgiendo a dar forma a los acuerdos de San Andrés.
Lo insólito del caso es que fueron los representantes de su gobierno los que firmaron esos acuerdos de los que la Cocopa extrajo frases literales para integrar el articulado de su propuesta de iniciativa de ley.
En esa propuesta, no está de más volverlo a reiterar por enésima vez, se reconoce el derecho de los pueblos indígenas a la libre determinación y ``como expresión de ésta a la autonomía como parte del Estado mexicano'', así como el derecho a aplicar ``sus sistemas normativos en la regulación y solución de conflictos internos, respetando las garantías individuales, los derechos humanos y en particular, la dignidad e integridad de las mujeres''.
¿A qué se refiere el Presidente en concreto cuando afirma que ``no podría aceptar formas de gobierno antidemocráticas y autoritarias ni fanatismos. No podría aceptar fueros y privilegios excluyentes ni desprecio a las minorías?'' Es imposible encontrar en los acuerdos de San Andrés y en la propuesta de la Cocopa algún párrafo o propuesta de artículo que contenga estos elementos, eso sí, del todo inaceptables.
La experiencia exitosa de Oaxaca y otras etnorregiones del país en sus prácticas tradicionales de nombramiento de autoridades demuestra que esa visión catastrófica del ejercicio autonómico de los indígenas está más cerca del caciquismo clientelar ejercido por el partido del gobierno, que de lo que se asienta en la propuesta de ley.
Lo mismo podríamos afirmar en relación con otro dicho presidencial en el sentido de que ``no podría aceptar fueros y privilegios excluyentes ni desprecio a las minorías'', descripción que parece corresponder más bien a una realidad sociológica de nuestro país más cercana al estatus de las oligarquías, los estamentos militares o los prejuicios contra ciertas minorías sociales o políticas.
¿Será por todo esto que el Presidente evita mencionar en su discurso reciente el término preciso de autonomía? En todo caso, los acuerdos de San Andrés y la propuesta de la Cocopa no fundamentan tampoco sus temores en torno a la división de la Nación o al riesgo de la desintegración territorial, amenazas que por cierto las localizamos en la innegable polarización social, en la miseria generalizada o en la influencia cada vez más notoria del capital extranjero en la conducción de nuestra economía. ¿En qué puede dañar al país la autonomía que en su carácter de pueblos corresponde a los sectores más depauperados y preferentemente explotados del país, mismos que una y otra vez han demandado que nunca más tengamos un México sin ellos?
No existe una sola organización indígena que plantee un proyecto separatista o que cuestione su existencia dentro del Estado nacional mexicano. En cambio, recordémoslo, ha habido sectores oligárquicos que han expresado su deseo anexionista con Estados Unidos o que mantienen patrióticamente sus capitales a salvo de contingencias en bancos extranjeros.
Quienes ahora se rasgan las vestiduras sobre una pretendida ``internacionalización'' del conflicto chiapaneco, no han tenido empacho en estimular o imponer un modelo económico que ha significado una verdadera catástrofe para las mayorías nacionales en favor, en una buena parte, del capital extranjero.
Retomemos las autonomías indígenas en sus justos términos, como el camino democrático para la incorporación de los pueblos indios a la vida nacional, en condiciones de igualdad. Abandonemos el combate contra los molinos de viento que nos imaginamos que son las autonomías.
No invoquemos a los fantasmas de la autonomía para no dar el paso a su reconocimiento constitucional.