Para quienes todavía afirman que la situación de Chiapas es un caso aislado, mientras el resto del país se encamina por la senda del progreso y el bienestar, es una mala noticia el manifiesto que recientemente dieron a conocer once sacerdotes que realizan su labor pastoral en diversos municipios de Yucatán y en el cual señalan, entre otras cosas, que en dicha entidad la situación empieza a dar signos de alarma, que es irresponsable pensar que el problema de injusticia y desigualdad, de violencia desde el poder o con patrocinio de éste, se circunscribe a la zona geográfica nacional donde hace cuatro años tuvo lugar la sublevación indígena. Por el contrario, sostienen, el problema es México.
Conocedores y testigos de la realidad en que viven los pobres de Yucatán, los autores del manifiesto declaran que es particularmente grave la discriminación que sufren los indígenas y en general quienes residen en el sector rural y carecen de tierra y de oportunidades de empleo, así como los habitantes de los cinturones de miseria de las ciudades. Recalcan cómo la violencia gana terreno en donde la justicia brilla por su ausencia y los cuerpos policiacos en vez de defender a los ciudadanos los atacan. Si Chiapas no está lejos de Yucatán geográficamente, menos lo está desde el punto de vista cultural, pues poseen raíces comunes. Ahora esa cercanía se revela también en la situación social y económica que vive la península y que se expresa en el deterioro de la calidad de vida, en el desempleo de miles de jóvenes del campo y las zonas urbanas que terminan por sentirse cada vez más desarraigados y emigran en busca de mejores oportunidades, en baja productividad en las tareas agrícolas y en abandono de la tierra ante las condiciones adversas para obtener de ella lo indispensable.
La respuesta gubernamental a lo expuesto por los sacerdotes fue el silencio. Con una excepción: al asistir a la clausura de la reunión anual de Ejecutivos de Ventas y Mercadotecnia, el general Ricardo Maldonado, comandante de la Décima Región Militar, dijo que la situación social y política de la península ``se puede calificar como estable y no hay algo que sea relevante contra la paz social''. Pero la verdad es otra: pese a numerosos programas anunciados como salvadores (maquiladoras, entrega por parte del gobierno, y con fines claramente electorales, de máquinas de coser o implementos agrícolas a quienes subsisten en medio de penurias), Yucatán sobresale junto con Oaxaca, Chiapas y Guerrero, por sus extremos índices de pobreza. Baste citar que más de la mitad de la población indígena maya que vive en el campo padece desnutrición.
Estos datos y muchos otros evidencian lo que las autoridades se niegan a hacer: variar, de raíz, la forma de resolver los desajustes sociales, económicos y ambientales acumulados durante siglos en una región que fue asiento de una de las culturas más asombrosas de la humanidad. Y para lo cual, es indispensable la participación real y democrática de todos.
Como en otras partes de México, en Yucatán los indígenas han sido discriminados por siglos y sufrido persecuciones de todo tipo.
Don Fernando Marrufo en el Diario de Yucatán cuenta cómo tuvo hace poco en sus manos una bonita medalla de plata sólida. El anverso tiene la inscripción ``Premio del Estado de Yucatán, 1902''. Y en el reverso: ``Campaña contra los mayas''. Don Fernando se pregunta si en unos años no aparecerán otras preseas, esta vez de oro, otorgadas a quienes han participado en la ``campaña'' de Chiapas.
Creo que hay ya un candidato con méritos propios: Luis Enrique Grajeda Alvarado, líder del Centro Patronal de Nuevo León, por su brillante idea de matar a todos esos indios delincuentes y violentos que se resisten a desaparecer del planeta