Guardar silencio es lo mejor que puede hacerse ante toda la información --cierta o falsa, o parcialmente cierta-- que maneja la prensa sobre la agenda sexual del presidente estadunidense. Un elemental sentido de pudor y de respeto a las camas ajenas hace necesariamente incómodo el comentario sobre las historias reales o supuestas de Clinton con Jennifer Flowers, Paula Jones, o esta última chica de apellido Lewinsky. Tales asuntos debieran ser de la exclusiva incumbencia de los participantes, acaso también de la señora Hillary Rodham (dependiendo de cómo estén pactadas las reglas del juego de su matrimonio) y, si hubiese habido presiones, agresiones o violencia, de los tribunales.
Por muy públicos que sean los personajes públicos, algún derecho a la intimidad debería de quedarles. Ya bastante complicadas son, de suyo, las relaciones afectivas y genitales, entre parejas o entre triángulos o pentágonos, como para encima echarles la complicación suplementaria de la polémica social y la injerencia de la ciudadanía más o menos completa: lo que dos no pueden resolver en una discusión conyugal, menos puede solucionarse en un foro de trescientos millones. Y eso sin contar con que el sentirse bajo observación de cadenas televisivas, diarios, revistas, fiscales y abogados, obstaculiza la dedicación que demandan tanto los coitos como los pleitos.
Pero en estos días el escándalo no sólo puede dificultarle al mandatario de Estados Unidos la erección o el orgasmo, sino también arruinarle la Presidencia. Y aunque eso podría ser muy trágico para el propio Clinton, lo sería mucho más para su país.
Y es que no está bien que la vida política de una nación o, en este caso, de muchas, si no es que de todas, se vea trastocada por el comportamiento sexual de un señor o de una señora. Por principio, eso es tanto como volver, a fines del siglo XX, a los tiempos míticos en los que las huestes aqueas arrasaban Troya para vengar los cuernos que Helena le puso a Menelao. Es como rendirse por cansancio y reconocer la trascendencia histórica de la nariz de Cleopatra. Es como admitir que los conflictos bélicos pueden ser generados en lechos reales, como si fueran bebés. Es como si nuestra época otorgara un doctorado póstumo en Sociología y Ciencia Política a los hermanos Grimm.
Ahora resulta que el próximo coscorrón bélico a Irak se decidirá en función de la curva de disminución en la popularidad del presidente; que Washington estaba tan ocupada en seguir el escándalo que le pasaron de noche las señales emitidas durante el encuentro de Wojtyla y Castro; que la importancia de lo ocurrido entre la señorita Lewinsky y el presidente restó eficacia a los encuentros de Clinton con Netanyahu y Arafat, y que para el mundillo político-judicial estadunidense es más importante determinar si en la Casa Blanca corrió o no el semen presidencial que en impedir que la sangre siga corriendo en Medio Oriente.
Y ocurre que la banalización distorsiona el orden de las prioridades, porque, en el caso del conflicto palestino-israelí, siguen muriendo seres humanos, mientras que en la presunta relación Clinton-Lewinsky lo más que podría ocurrir es que naciera uno.