Antes fueron Tailandia y Malasia y después Corea del Sur. Ahora ha llegado el turno de Indonesia para desempeñar el papel de disparador de la intranquilidad financiera internacional. Pero es necesario ser cautelosos en las analogías. Indonesia, 203 millones de habitantes, constituye un caso especial entre las economías asiáticas de crecimiento acelerado. Comparar este país con las otras economías de la región puede conducir a graves errores de prospectiva. Y no tanto porque Indonesia ha crecido en las últimas tres décadas menos que Taiwán, Hong Kong o China, sino, sobre todo, porque lo ha hecho mal. Una cosa es crecer, otra cosa es hacerlo poniendo cimientos sólidos de crecimiento ulterior. Una diferencia que cualquier observador de la realidad latinoamericana conoce, o debería conocer.
Indonesia es un caso asiático anómalo por dos razones centrales. La primera es que en treintadós años de gobierno de Suharto, el país no ha podido construir instituciones políticas dotadas de un mínimo de eficiencia y dignidad públicas. Tenemos aquí uno de los mayores símbolos mundiales de corrupción estatal. Suharto se parece mucho más a Marcos (el antiguo dictador filipino) que a Lee Kuan Yew (el hombre fuerte de Singapur). La segunda razón es que el crecimiento indonesio se ha dado sin políticas estructurales de amplio aliento y con la conservación de miseria difundida y una elevada polarización del ingreso. Para que la diferencia entre Indonesia y el resto de los países de Asia oriental resulte clara será suficiente mencionar que entre 1980 y 1995 el Producto Interno Bruto creció aquí en 2.5 veces mientras en Hong Kong y Malasia, por ejemplo, el factor fue superior a 5 veces, y en China cercano a 4. Un dato más: en 1960 el PIB per capita de Indonesia y de Corea del Sur era sustancialmente el mismo; en la actualidad el coreano es diez veces superior al indonesio.
Y el país se enfrenta ahora a su peor crisis económica en treinta años. Corregir los desequilibrios macroeconómicos de la actualidad, complicados por una gigantesca deuda externa, implicará en los próximos meses una mezcla de devaluación cambiaria, contracción del gasto público y de la oferta monetaria real, inflación, retroceso de los salarios reales, desempleo y, probablemente, un crecimiento cero para 1998. Entre fusiones y quiebras, el número de bancos podría reducirse a la mitad en los próximos meses. Y en lo que concierne a las empresas del sector real, el panorama comenzará a mostrar sus perfiles en los próximos días, una vez terminado el Ramadam.
Y así, uno de los ejemplos más elogiados a lo largo de años por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, parece destinado a desinflarse bajo el peso de rigideces institucionales que terminaron por contagiar a un aparato productivo que hoy revela toda su fragilidad. Más allá de lo correcto o menos de la política macroeconómica del régimen de Suharto (que, recordemos de paso, nació de un golpe de Estado que produjo un millón de muertos), lo que hoy resulta evidente es la acumulación de desequilibrios derivados de políticas sectoriales condicionadas por una administración pública famélicamente corrupta. Y que se dedicó a encubrir por 32 años los negocios privados de la familia Suharto y sus allegados y a favorecer la formación de una burguesía empresarial beneficiaria de la corrupción pública.
El problema económico central de la Indonesia actual es, por paradójico que sea, político. Y consiste en el reto de construir los cimientos de la certidumbre legal, superando la crisis de confianza que ha convertido el país en una mezcla de paternalismo autoritario y de ficciones institucionales en las cuales ya nadie cree.
Hay algo que hace similares a los regímenes autoritarios: a partir de algún momento dejan de aprender y se convierten en representaciones teatrales de sí mismos; en puntos de equilibrio entre una masa inextricable de mentiras, simulaciones y disimulos. Y de ahí en adelante gobernar se vuelve demasiado riesgoso frente a la tarea suprema de conservarse a sí mismos. En marzo próximo Suharto cumplirá seis periodos presidenciales y todo indica que el viejo dictador, de 76 años, se presentará como candidato para un séptimo periodo. Mientras tanto, el país se enfrenta a la concreta posibilidad de una recesión que podría durar varios años, en una situación de instituciones públicas deslegitimadas y con una población temerosa (un millón de muertos pesan mucho en la conciencia colectiva) y exasperada. Una mezcla de terquedades institucionales y de rencores sociales que no anuncia nada positivo para el futuro.