Angel Guerra Cabrera
Wojtyla, Fidel y la apertura

El fin del bloqueo a Cuba --que calificó de ``injusto y éticamente inaceptable''-- podría ser a futuro la más importante consecuencia de la visita del papa Juan Pablo II. Aunque conocida su posición, contraria a esa política, toma mucha mayor dimensión reiterada desde la isla y con el llamado que hizo a las naciones iberoamericanas a trabajar por su revocación.

En los días previos subía en Estados Unidos el diapasón de los que se oponen a las sanciones y con ese propósito se formaba una inédita coalición de grandes empresarios, congresistas y figuras políticas, que pedían aprovechar la coyuntura creada por la visita papal para iniciar su levantamiento.

Los llamados al pluralismo, a la libertad de asociación y expresión, a la reconciliación de los cubanos y a una extensión a los espacios públicos de las manifestaciones de la fe atraían la atención de los isleños. Rompiendo, además, con un mito sagrado del sistema, el pontífice y los jerarcas de la Iglesia local le hacían duras críticas, nunca antes escuchadas por los televidentes en las últimas décadas.

Se percibe una voluntad de apertura del gobierno, que seguramente había calculado esa implicación de la visita del sucesor de Pedro y se dispuso la difusión en vivo de todas sus actividades.

Más aún, hay señales claras de lo que podría interpretarse como un deseo del poder de reencontrarse del todo con la honda tradición de diversidad, tolerancia y diálogo de la cultura nacional y de asumir sin cortapisas la impronta cristiana, de matriz católica en este caso, en el ideario ético de sus más connotados exponentes. Es aquí, después de todo, donde se encuentran las raíces primigenias de la vocación de justicia social de la revolución cubana.

Sin embargo, aún es temprano para adelantar el alcance y el ritmo de la apertura. Ello no dependería, en primera instancia, sólo de la disposición de las autoridades de La Habana. Las molestas restricciones que impone el sistema político de la isla encontrarán siempre justificación en el deber incuestionable de preservar la unidad interna y defender las conquistas revolucionarias, la soberanía entre ellas, de un Estado sometido al acoso que, probablemente, no ha conocido otra nación contemporánea.

En primer lugar habría que esperar por la reacción de la potencia agresora --ahora condicionada por el desenlace de lo que parece libreto de teatro bufo-- donde el parroquialismo electorero suele anteponerse al bien común y donde un atribulado presidente, supuestamente interesado en producir un cambio de la política hacia Cuba, no sabe si podrá concluir su mandato.

Habrá que aguardar por la actitud de la Europa comunitaria, tal vez más decidida después de la visita del jefe de la Iglesia católica, a hacer valer su derecho al libre comercio y a exigir a sus socios etadunidenses que cese el aislamiento de la isla.

Acaso los gobiernos de nuestra América respondan, ahora sí, positivamente al reclamo del Papa. Promover el arreglo del conflicto cubano-estadunidense podría convertir al hasta ahora desangelado mecanismo iberoamericano en un importante factor de equilibrio del mundo unipolar.

También le cabe una señalada responsabilidad a la Iglesia católica en Cuba, cuya actuación patriótica e imaginativa podría estimular el activismo de su homóloga estadunidense y de los cubanoestadunidenses a favor del levantamiento del bloqueo, condición para que cuaje la ansiada reconciliación nacional. No perdería con ello independencia y, en cambio, consolidaría un sitio influyente en el proceso hacia el despliegue del debate y la pluralidad, que debe ser gradual y sin violencia, sentenció el obispo de Roma.

El escenario creado por Karol Wojtyla y Fidel Castro --desde polos ideológicos tan opuestos-- demuestra que, aún sitiada, la isla puede ensayar un mayor pluralismo y encontrar coincidencias entre distintos, si están animados de la buena voluntad y el respeto mutuos.