Congruencias
Hace unos pocos días, una creadora planteaba --y lo hacía, en verdad, con tan angustiada manera que no dejaba dudas acerca de lo central que le resulta esta preocupación-- un problema que está afectando a muchos teatristas: si seguir elaborando proyectos que le sean muy caros, como persona y como artista, aunque pueda irse alejando del público. Yo misma he escrito, no sé con qué fortuna, obras dramáticas y de narrativa, pero nunca me pregunté acerca de ese ente desconocido, el público, al que pudieran estar destinadas; pensaba que con decir algo que me resultara importante, encontraría siempre personas que compartirían este interés. Digo esto violentándome un tanto, y no por narcisismo, sino porque ahora que ya no creo obra literaria mi postura de público me hace entender mejor la doble dimensión del caso.
No hablo de ese dramaturgo de oficio, capaz de elaborar una obra más o menos bien hechecita acerca de cualquier tema. El creador necesita establecer un diálogo permanente con sus espectadores, sin hacer concesiones, pero buscando que lo que desea comunicar llegue a un público lo bastante amplio como para sentir que su cometido no es vano. Este es el punto y no resulta tan fácil como pudiera parecer, dado que el público en general está perdiendo receptividad hacia lo que lo cuestione. En la misma reunión, otra creadora hizo la interesante reflexión de que muchos autores piensan que lo profundo debe ser tedioso y solemne, cuando se pueden decir cosas importantes a través de la risa y el humor. Se le reviró que no todos los escritores poseen esa tesitura y yo pensé en alguien como Luis de Tavira, que no la tiene, ciertamente, pero que logró un montaje memorable con El caballero de Olmedo, a quien se refirió de inmediato la segunda teatrista para afirmar que la fuerza y la belleza visual del espectáculo apuntaló su éxito.
Probablemente por allí vaya el asunto, como ha ido durante varios siglos. No sólo el qué decir sino cómo decirlo, lo que entendieron muy bien los teatristas de épocas pasadas, que lograron un teatro muy seductor, tanto por la forma como por el contenido que era un poco resumen y conjunción del tiempo en que vivieron, aun sin proponérselo. Así, Lope de Vega con Fuenteovejuna, a la que se ha querido ver como un grito libertario cuando en realidad fue un apuntalamiento de la monarquía, pueblo y rey, contra los restos de feudalismo que todavía pesaban en España. O Cervantes, con El cerco de Numancia que, según apunta José Emilio Pacheco, representó una corriente popular en contra de las guerras de conquista que también desangraban al pueblo español. Nadie podría suponer que fue intento voluntario de Anton Chejov plantear el ocaso del mundo finisecular del zarismo, que tan bien retrató. Se podrían añadir nombres y nombres de autores y textos perdurables hasta llegar a estos momentos, con nuestros propios y no sabemos todavía si clásicos autores que pueden tener o no el doble éxito con obras que les son muy personales, pero que fracasan cuando hacen concesiones. Podría poner el ejemplo, al que ya me referí en su momento, de Jesús González Dávila echando a perder su excelente Crónica de un desayuno al añadirle un mal segundo acto a instancias de su director.
En nuestra época, el teatro que intenta incidir de manera ideológica en su audiencia tiene perspectivas muy limitadas. Lejos están los tiempos en que el teatro evangelizador fue arma para cristianizar a los indígenas de la Nueva España y más lejos aún el de Aristófanes, que con Los caballeros logró soliviantar al pueblo ateniense contra el tirano. El teatro político bien hecho incide en públicos pequeños y al parecer convencidos de antemano, lo que no quiere decir que deba descartarse. La gran lección vendría a ser la obra de Bertoldt Brecht, quien logró evadir Las cinco dificultades para decir la verdad y, con su teoría, procuró que el pueblo alemán comprendiera obras que le hablaran del presente aunque en apariencia ocurrieran en otra época; sus esfuerzos contra el nazismo no tuvieron eco, quizás porque sus obras más significativas fueron escritas durante su largo exilio, pero muchos años después podemos constatar la vigencia de muchas de ellas. El año pasado vimos en México el montaje que el Berliner Ensamble hizo de La resistible ascención de Arturo Ui y ahora, en este año que es el de su centenario, no podemos menos que pensar que debe recorrer todos los lugares en donde existan grupos empeñados en empollar de nuevo el huevo de la serpiente.