Nadie podría decir que la solución de la grave crisis chiapaneca --que es también de carácter nacional-- depende exclusivamente de la reforma de la Constitución en el tema de los derechos de los pueblos indios. En Chiapas existe un proceso revolucionario que no es reconocido por todas las fuerzas políticas nacionales, pero de cualquier modo requiere una solución.
La rebelión de enero de 1994 no inició ese proceso revolucionario pero lo aceleró. Desde entonces, las fuerzas del cambio en Chiapas se han fortalecido, pero no han logrado un gran triunfo: avanzan y retroceden, alcanzan éxitos y sufren fracasos. Sin embargo, nadie podrá detener ese proceso, ni siquiera con un baño de sangre.
El gobierno federal no admite que la crisis chiapaneca requiere una solución revolucionaria, aunque su política contrainsurgente (esencialmente contrarrevolucionaria) nos indica que no se engaña tanto como parece y que advierte el carácter de los cambios maduros en aquel estado, de tal manera que combate a las fuerzas revolucionarias con las más crueles armas.
Ningún gobernador priísta en Chiapas puede gobernar sin el apoyo de su propio partido, incluyendo a las bandas políticas armadas de Los Altos y el norte de la entidad. Ninguno tampoco puede desempeñarse sin el cuerpo de seguridad pública, integrado por matones y represores profesionalizados. Este problema no es sólo de Albores Guillén sino de cualquiera y, en un sentido más exacto, del presidente Ernesto Zedillo y de cualquier secretario de Gobernación.
La primera condición para abrir un nuevo cauce a un proceso revolucionario ya muy viejo es la coordinación de las fuerzas del cambio. La segunda es la capacidad de ésta para obligar a una solución de carácter negociada, pues la rebelión de enero de 1994 demostró que la revolución chiapaneca no podrá triunfar solamente con el EZLN y mucho menos si éste hiciera la guerra al gobierno federal.
Aunque en niveles y formas de entendimiento diferentes, todas las fuerzas revolucionarias chiapanecas entienden estas dos condiciones, como se puede advertir al analizar su conducta, especialmente esa actitud del EZLN de no responder a las provocaciones militares, cerrando así el camino de la confrontación armada y apelando a la solidaridad nacional.
A las fuerzas del cambio les interesa la distensión ya que, en el campo de la armas, su inferioridad es muy grande e irreversible. La apertura de los espacios de negociación no es un obstáculo al proceso revolucionario, sino un instrumento de relativa distensión que permite el desarrollo del programa del cambio social y político. Esa experiencia ya se cursó durante los meses de la apertura de la mesa de San Andrés, cuando el EZLN se hizo eco del programa nacional del movimiento indígena del país y ocupó una plataforma de acción política durante meses.
Si el gobierno desconoció en los hechos los acuerdos de San Andrés fue precisamente porque ese camino lo debilita, además de que fortalece a sus adversarios. Por ello, los textos firmados y la propuesta de la Cocopa --admitida por el EZLN e, inicialmente, por el gobierno-- se han convertido en el reclamo mayor, pues significaron un triunfo de las fuerzas del cambio en Chiapas y del movimiento indígena nacional.
A pesar del tiempo transcurrido desde la suspensión de la mesa de San Andrés, los acuerdos firmados pueden todavía convertirse en ley y en política. Cuantas veces sea necesario volver a empezar, será conveniente hacerlo si el terreno que se pisa es el del desarrollo del proceso hacia el cambio, es decir, si de esa manera se fortalece el movimiento revolucionario chiapaneco.
Ni el EZLN ni el movimiento nacional indígena deberían tener temor alguno de entrar en una negociación transparente sobre el texto constitucional. Si el diálogo se demora meses, ese tiempo será el de la promoción del programa más avanzado de derechos de los pueblos indios. Si el gobierno insiste en acusar a los indios de México de secesionistas en potencia, tendrá que remar contra la corriente y, al final, no podrá demostrar que los indios quieren un país para ellos solos o anexarse a otro.
No hay forma de que el gobierno y sus ideólogos reaccionarios, ni que los doctrinarios panistas de la ``raza cósmica'' logren imponerse, aunque le haga falta mayor fuerza aún al movimiento indígena nacional.
Y, por esto mismo, se requiere abrir una lucha ideológica y política de gran profundidad con el propósito de que las fuerzas democráticas del país entiendan el programa de los pueblos indios, se identifiquen con éste y no sólo con la lucha contra la pobreza de las comunidades indígenas.
Si la política se reduce al rechazo del gobierno --el cual es muy importante e imprescindible-- cada paso será más difícil que el anterior. Hay que definir claramente que la rebelión armada no es por definición contraria a la acción electoral y a la conquista democrática de gobiernos municipales u otros cargos representativos. Hay que decir claramente que la movilización social no contradice el estado de rebelión que se mantendrá mientras no culmine la negociación. Hay que proclamar, finalmente, que la política del impasse siempre beneficia a quienes promueven la contrainsurgencia, la guerra sucia y la represión.
El momento es particularmente favorable para la confrontación política y programática.