Honestidad es lo que requiere nuestro país en esta hora crítica de paz o guerra, comenzando por Chiapas. Dilema que camina codo a codo con el de democracia o dictadura.
En el centro del conflicto chiapaneco se encuentra el asunto de la autonomía legítimamente demandada por los pueblos indios (no sólo de Chiapas sino de todos los agrupados en el Congreso Nacional Indígena, por lo menos). Correlativamente, en el centro de las deshonestidades se encuentra la descalificación de esa demanda por parte del clan guerrerista del país. Su argumento ya es tan conocido y simplista como chocante: que la autonomía indígena atenta contra la soberanía y la unidad nacional.
La deshonestidad es doble. Por un lado, se descalifica aquello que en realidad no haría sino dar más vigor y credibilidad tanto a la soberanía como a la democracia de México. Pero, en todo caso, ya se ha dicho hasta el cansancio que la autonomía no significa separación del país. Y hasta el cansancio está ello demostrado en experiencias tan disímbolas como las de Canadá, España, Nicaragua, Suiza y muchos otros países, incluido Estados Unidos donde perviven comunidades indias con un alto grado de autonomía.
Por el otro lado, la deshonestidad aflora con el mismo ropaje de quien despista señalando a otro como el ladrón. Lo cierto es que nadie como los abogados de la guerra causan hoy más daño a México. Ellos sí atentan contra la unidad nacional, puesto que ésta quedaría hecha añicos si el conflicto en Chiapas desemboca en una guerra abierta. Ello mismo sería el peor atentado contra lo que queda de soberanía tras su desangramiento neoliberal. Nuestra historia, y la de muchas otras naciones, es muy clara al respecto: un escenario de guerra es lo más eficaz para perder no sólo soberanía sino el propio territorio.
Ahora mismo, aun sin explotar por completo el conflicto chiapaneco, los daños causados por los guerreristas son enormes. En el ámbito nacional tal vez sobresalen los siguientes: 1) los incontables sufrimientos de las poblaciones asediadas por el Ejército y las bandas paramilitares, 2) el taponamiento de la única vía capaz de establecer una paz firme, que es la vía de la negociación política, 3) el envalentonamiento de los núcleos más autoritarios, fascistoides, 4) la obstaculización del tránsito a la democracia, y 5) el desprestigio y el debilitamiento consiguiente del propio Ejército, institución clave en la verdadera defensa de la soberanía y de las pocas que nos quedaban con cierto respeto y credibilidad.
En el ámbito internacional destaca el daño a la imagen de México. Sobre todo después de la masacre de Acteal, prácticamente no hay región del mundo sin haber concitado tal o cual forma de repudio al (neo)guerrerismo mexicano. Quizá no es exagerado proyectar así la involución de México en su imagen internacional: de un país prototipo en tanto ``potencia emergente'', a un país decadente en tanto polvorín antidemocrático (todavía no como Ruanda o Argelia, pero ya cerca de Colombia).
Por sí solo, ese deterioro de nuestra imagen ante el mundo lastima a nuestra dignidad y orgullo nacional (a nuestra soberanía cultural, si se prefiere). Pero, para colmo de irracionalidades, es un deterioro que causa estragos en los mismísimos valores (monetarios, no éticos) del grupo gobernante en el país. Atenta, ni más ni menos, contra la ampliación del comercio exterior. Ya el Parlamento italiano decidió, por unanimidad, no ratificar el tratado comercial México-Unión Europea mientras el gobierno mexicano insista en incumplir los acuerdos de San Andrés y así boicotear la vía del diálogo hacia la paz (La Jornada, 28/I/98).
Con su tozudez guerrerista, el propio grupo gobernante pone en riesgo su única acción creíble hacia nuestra diversificación comercial. Lo cual no hace sino fortalecer la hipótesis de que a dicho grupo sólo le interesa mantener el enganchamiento de México a EU con el TLC por delante.
Lo cierto es que no son nuestros pueblos indios quienes atentan contra México. Al contrario, su digna rebeldía es lo que ha permitido despertar de nuestra larga pesadilla de autoritarismo e iniciar en serio nuestra transición a la democracia (hoy menos que nunca, transición garantizada).
Es el clan guerrerista y dictatorial el que no sólo atenta contra México sino que, ahora mismo, ya le inflige graves daños. Por lo menos, reconozcámoslo así.
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