EL TONTO DEL PUEBLO Ť Jaime Avilés
Hay una extraordinaria agitación en El Imperio de los Sentidos porque esta es la entrega número cien del tonto del pueblo. La gente aguarda, inquieta, a que el héroe de esta plana acabe de dictarme sus disparates de costumbre para que nos vayamos todos a la fiesta. Lo que nadie sabe es que todavía no logramos arrancar. Porque hoy no queremos hablar de política.
-Y ahora que se murió tu padre -me dice-, ¿qué vas a hacer?
-Pues, con todo respeto -le digo-, no me voy a poner a llorar como se ponen a parir porque luego ya ves cómo terminan: el día que la poesía se disfraza de muerte para sublevarse en nombre de la vida, no se dan cuenta...
-Pero qué le pasó a tu papá -dice Emma Thomas, que ha venido sólo a conmemorar la fecha-. El día que lo trajiste se veía tan fuerte...
-Ya estaba muy cansado -le digo-, sobre todo después de ganar su última batalla peleando contra un imbécil. El sábado en la tarde se acostó a dormir; no tenía fuerzas para ir a la manifestación por la paz en Chiapas. Y en algún momento, entre las siete y las ocho de la noche, soñó que estaba jugando dominó con Carlos Arruza, que fue su cuatísimo del alma; con Luis Castro El Soldado, que fue su maestro, el que lo enseñó a torear, y con Luis Procuna, que fue su camarada en tantas guerras...
-¿El Soldado lo enseñó a torear? -dice la Thomas.
-Cuando mi papá tenía doce años, diario llegaba a las cinco de la mañana a la casa de El Soldado, a levantarlo para que el maestro saliera a correr y a entrenar en Chapultepec. El Soldado le decía: ``¿quieres aprender a torear por verónicas? Agarra el capote, niño''. Y lo hacía pegar cien lances con las manos tan arriba como pudiera. Claro está que después de 30, el niño empezaba a bajar los brazos por cansancio, y a la 90 arrastraba el capote ya con una lentitud... Entonces El Soldado le decía: el día que le hagas eso a un toro en la México, te vuelves millonario.
-Pero nos estabas contando cómo se murió -interrumpe el tonto.
-Ah, sí -le digo-. Soñó que estaba jugando dominó. De pronto cogió sus fichas, las alineó incrédulo y vio que le había salido siete veces la mula de blancas. Allí perdió la conciencia.
-¡Vámonos, señores! -clama una voz-. O nos va a pescar la noche.
Y obedientes nos encaminamos en silencio rumbo a la fiesta.
Arrastro los pies, fumando con la boca seca, hacia la placita de toros de Tecamacharco. Haciendo esfuerzos por no llorar, pienso otra vez en la noche del sábado pasado. Llego a mi casa a las tres de la mañana, sobrio por suerte. Encuentro diez recados en la contestadora: la voz de mi mamá avisa, repite, reitera lo que no se atreve a decir y que al instante adivino. Como tengo castigado a Slim, porque me cortó el teléfono antes de enviarme la cuenta y ahora sólo me permite recibir llamadas pero no recibirlas (y no le pago en represalia), salgo a hablar desde la calle. Mientras marco, dos patrullas se estacionan cerca y de una de ellas desciende un muchacho sumamente golpeado. Lo siento, no puedo ayudarlo, porque mi hermana en ese instante, a través del cable, me dice: ``Se murió mi papá'', con una sencillez que le agradezco.
Pido un taxi. Lo espero tiritando. Y lo abordo pensando en que voy a ver al fin una imagen que he temido desde niño con espanto. En un semáforo de la avenida Universidad, el taxi para junto al cinema Viveros. Miro la marquesina y leo: ``Hoy Hombre Muerto''. Veinte minutos después, entro en una sala llena de mujeres y de humo, que huele a café y crepita con cascaritas de pistache: abrazo a mi mamá, a mis hermanas y a mis tías. Mi papá, me dicen, ya está en la funeraria.
A las cinco de la mañana, en compañía de mi amigo El Negro que también es mi cuñado, atravieso el velatorio del ISSSTE en Tlalpan buscando la capilla número 6 y pensando que aquí estuve una vez con mi papá cuando murió Renato Leduc, hace, uy, cuántos años. Entonces, en el tablero que anuncia el where is who de los difuntos del día, leo mi nombre escrito junto al apellido de mi abuela materna, y le pido que agregue el seudónimo de Lumbrera.
Subiendo y bajando escaleras, El Negro y yo damos con una capilla desnuda en la que sin embargo, solo de toda soledad, hay un féretro gris. Lo abro deseando ardientemente que adentro esté mi papá. Y así es, por suerte: qué bochornoso hubiera sido lo contrario. Lo que sucede a continuación me invade de asombro. Mi papá, quien iba a cumplir 69 este año, luce diez o quince más joven: sin una arruga, sin una cana, guapísimo con su corbata de seda italiana (él que era tan presumido), y con una expresión de alivio y de calma, y con una sonrisita burlona como si acabara de ganar al dominó...
-Dejarme solo -le pido al Negro.
Ver a mi padre muerto me provoca el mismo efecto que experimenté al ver por primera vez a mis hijos recién nacidos: me abruma una aplastante sensación de ternura y se apodera de mí la irresistible necesidad de aprenderme su rostro de memoria. Lo veo, lo reveo, lo contemplo, lo escruto; voy y vengo caminando en ochos por el salón vacío y regreso a plantarme junto al ataúd, ayudándome al decir en silencio: ``Ay, papá'', ``ay, papá'', como si el viejo hubiera hecho otra de las suyas.
Como aquella vez que le dije ``ay, papá'', cuando fui a sacarlo de la delegación Cuauhtémoc y lo encontré rindiendo declaración con el saco manchado de sangre y con la camisa desgarrada, después de batirse en duelo contra el mastodonte de Super-
animal, que había interrumpido a la mala una conferencia sobre ``La tauromaquia en los tiempos de don Francisco de Goya y Lucientes''.
O como aquella otra ocasión en que no le dije, pero me dije a mí mismo, ``ay, papá'', al descubrir que mi padre, gravemente enfermo, había salido de su cuarto, había ido al teléfono de aquel hospital público y agobiado por la angustia del dinero le estaba pidiendo a un amigo suyo que le moviera ciertas apuestas en el frontón.
Pero sobre todo le dije ahora, al verlo tan muerto y tan complacido de su muerte, ``ay, papá'', acordándome de una tarde muy remota de los años sesenta, en el Toreo de Cuatro Caminos, en que acababa de torear El Cordobés. La plaza estaba nevada de pañuelos, el juez había concedido las dos orejas pero no el rabo, a pesar de la exigencia popular, y mi padre, que me había llevado por todos los pueblos del Bajío siguiendo tarde a tarde a aquel fenómeno de los ruedos, hizo algo para mí imborrable. Se levantó de su asiento, salió corriendo, bajó hasta el rastro del Toreo, sobornó a los empleados para comprar un rabo, y de pronto irrumpió en la arena con aquel apéndice peludo y sangriento para entregárselo a su ídolo. Y la cosa no paró allí. Al domingo siguiente, fuimos en la mañana al rastro de Tlalnepantla, donde adquirió veinte rabos y me encargó una tarea: ``Cuando El Cordobés dé la vuelta al ruedo, se los avientas''.
Mi mamá y mis hermanas llegaron al velatorio a las siete de la mañana. Ya había limpiado yo el polvo del féretro pero no sabía dónde comprar flores y velas y todo eso. Y tampoco tenía ganas. Estaba más bien acordándome de una mañana, y de una tienta de hembras en la ganadería de Pastejé, cuando mi padre no quería pero Carlos Arruza me apoyó y por primera vez cogí una muleta para tratar de hacerle fiestas a una becerra. Yo tenía doce años, Arruza y mi padre habían sido amigos desde los tiempos de Manolete, y El Ciclón solía invitarlo a que lo acompañara a torear, porque antes de la corrida mi padre lo relajaba con los chistes de su humor imbatible. El caso es que la becerra ésa me trajo por la calle de la amargura y si no me dio una maroma fue porque no tenía cuernos. Pero entonces, mi padre que no quería que yo ``actuara'', salió al quite, me colocó entre él y su capote, y aferrándome las manos, citó a la vaca, me dijo ``no te muevas'' y me enseñó que después de todo aquello no era tan difícil.
-Mira -me dijo mi hermana, entregándome La Jornada que acababa de comprar y en la cual, gracias a la hospitalidad de Carmen Lira y de Miguel Angel Velázquez, y gracias a los buenos oficios editoriales de Arturo Cruz ''Nava'', venía el último artículo de Lumbrera.
No vacilamos en colocar el periódico sobre el cajón, pues nada enorgullecía tanto a mi padre como su colaboración semanal en estas páginas. Y luego fue chistoso, porque a media mañana llegó un curita preconciliar para confortar con una misa al sector cristiano de la familia, y lo primero que hizo fue quitar el diario del sarcófago. Pero en cuanto el buen hombre se fue, La Jornada regresó a su sitio. Y cuando a las cuatro de la tarde vinieron a decirnos que era el momento de partir, el ataúd fue cerrado con La Jornada adentro, porque las instrucciones de la familia fueron inequívocas:
-Queremos que lo incineren con todo y periódico, por favor -dijo mi santa madre.
En esos momentos, cuatro de la tarde con pocos minutos, el público de la Plaza México estaba de pie, batiendo las palmas, y los toreros habían suspendido el paseíllo a la mitad del ruedo, porque el juez Gameros tuvo a bien solicitar por el sonido local:
-Brindemos un minuto de aplausos a la memoria del cronista taurino Jaime Avilés Lumbrera y del ganadero Cervantes, que fallecieron esta semana.
Hemos llegado, finalmente, a la placita de toros de Tecamacharco. En las corraletas hay dos novillos de la ganadería de Javier Iturbe, que en breve lidiaremos el tonto del pueblo y yo, en ese orden. En el palco de la autoridad están, como juez honorario, el doctor Ricardo Pascoe, y como su asesor en la materia, el doctor Adolfo Gilly. En el palco de la empresa, y recordando aquellos tiempos, está el doctor Alfonso Gaona, que ha costeado los gastos de esta corrida.
Desde la puerta de cuadrillas, ahora que pronto empezaremos a desfilar, veo a los amigos de mi padre en barrera de primera fila: el doctor José Cueli, el licenciado Salvador Montes, el escritor Hernán González, el doctor Salvador López Antuñano y tantos más. Suena la música de la charanga y echamos a andar con los capotes de brega al hombro. Con el sol en contra, reconozco en los tendidos a Elena Poniatowska, que esta semana me escribió una hermosa carta; a Guillermo H. Cantú, presidente de la Comisión Taurina, que también tuvo un gran detalle. Y lamento la ausencia del ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas, a quien no invité y a quien tampoco he llamado -ni a él ni a nadie- para agradecerle el cálido mensaje de condolencias, garabateado de su puño y letra, que le envió a la familia.
Y veo, claro, aplaudiendo en los tendidos, a los amigos más cercanos a mi corazón: Sergio, Horacio, Galo, José Ramón, Juanito y me parece que también al Hermann, y desde luego a las niñas con su manta del FZLN, y a René Villanueva con Beatriz, y a Roger Bartra con Josefina, y a Luis Hernández Navarro con Canuchinsky, y a todos los compañeros del diario, exceptuando a Monsiváis, que no va a los toros desde que era niño.
-Tenemos un llenazo -le digo al tonto.
Antes de iniciar la corrida, así estaba previsto, vamos a cumplir un rito. Mi padre ordenó que sus cenizas fueran dispersadas en el ruedo de la Plaza México, pero, a guisa de ensayo, vamos a depositar un puñito aquí. Otro poco se irá, quién sabe cuándo, a París, la ciudad que más amaba. Y otro tanto se mezclará, también quién sabe cuando, en las aguas del río Jataté.
Así que la familia se reúne aquí en el centro del ruedo de Tecamacharco y es mi madre la que sostiene la urna, acompañada de todos sus nietos. Cuando la ceniza empieza a caer, volteo y a través de las lágrimas, en los burladeros de la placita me parece reconocer a Arruza, a Procuna y al Soldado, hablando con el Pipo de Tacubaya que nos auxiliará en la lidia.
Y ahora que el polvo prometido está ya (y estalla) sobre la arena, el tonto del pueblo se inclina y con una varita forma una estrella de cinco puntas.
Todo lo demás, es íntimo.