En su tratado sobre la política, Aristóteles reconoció tres formas puras de gobierno: la monarquía, la aristocracia y la democracia. Esta última, entendida como el gobierno del pueblo para beneficio del bien común. Los estadunidenses, que por décadas han intentado adueñarse de la democracia con exclusión del resto del mundo, la definieron constitucionalmente como ``el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo''. El problema con las formas puras aristotélicas es que tienden a degenerar en sus respectivas formas impuras de gobierno. Así, la monarquía degenera en tiranía, la aristocracia en oligarquía y la democracia en demagogia (definida por la Real Academia como la ``dominación tiránica de la plebe'').
Aparece en escena Monica Lewinsky: ¿Inocente, perversa, víctima, plantada, o ambiciosa de poder?
Ante su presencia se detuvo la pesada maquinaria del país más poderoso de la Tierra y la curiosidad popular relegó a un distante segundo plano la histórica visita del Papa a Cuba, la presencia en Washington de la pareja dispareja (Benjamin Netanyahu y Yasser Arafat), el segundo capítulo de la guerra contra el villano favorito, Sadam Hussein, y el inminente informe presidencial. Los medios de comunicación del vecino país se volcaron por completo en el análisis detallado de las preferencias sexuales del presidente, sus amantes, su inclinación por el sexo telefónico de madrugada, el semen incriminante en un vestido de Lewinsky y las inevitables cintas electrónicas subrepticias, en un país obsesionado con la tecnología donde todo el mundo parece grabar sus conversaciones con los demás ``por si acaso''. En esas condiciones, el liderazgo político se desvanece y el presidente se convierte en un sospechoso público que se defiende utilizando la multitud de subterfugios legales disponibles en el derecho estadunidense; más aquéllos disponibles merced al privilegio del fuero constitucional. ¿Tuvo relaciones sexuales o meramente platónicas? ¿Consumó el acto sexual? Decenas de analistas se enfrascaron en discusiones bizantinas que se antojan fuera de lugar en el ámbito de una potencia nuclear. ¿El sexo oral es adulterio, o simple pecado venial como afirma el presidente Bill Clinton? ¿Podría el mandatario continuar gobernando si solamente engañó a su cónyuge y no a los medios de comunicación? Las acusaciones, sin embargo, van más allá del adulterio.
Alegan que el gobernante, con la ayuda de su abogado personal, aconsejó a Lewinsky que mintiera sobre sus relaciones íntimas cuando declarara en el juicio por acoso sexual de Paula Jones en contra del presidente. De llegar a comprobarse, el ``consejo'' presidencial sería constitutivo de los graves delitos de perjurio y obstrucción de la justicia.
Mientras tanto, las encuestas muestran a Clinton como el presidente más popular de la era moderna, con un 70 por ciento de aprobación a su gestión. ¡Increíble! Mientras los analistas políticos se hacen pedazos en debates televisivos interminables sobre la líbido presidencial, el pueblo parece decir: ``Ande yo caliente (y vestido y bien comido) y ríase la gente''. Reafirmado por su enorme aprobación popular, y defendido a capa y espada por su esposa --más socia política que cónyuge-- el presidente estadunidense se tomó el pasado fin de semana para jugar al golf, mientras Hillary prefirió asistir al foro económico de Davos. ¡Cuestión de prioridades!
Los escándalos presidenciales no son nada nuevo entre la puritana sociedad estadunidense. Comenzaron con George Washington al comienzo de la república (se le acusaba de adulterio y tratos comerciales cuestionables), adquirieron carta de naturalización con los contratos petroleros del Teaport Dome, en 1920, y alcanzaron a los Roosevelts --a Franklin por su relación con su secretaria, Lucy Mercer, y a Eleanor por sus reuniones bucólicas con amigas extrañas --. En la época contemporánea, los presidentes ojo alegre han incluido a Dwight Eisenhower, Lyndon Johnson y, por supuesto, John F. Kennedy (quien supuestamente compartió el amor de la rubia Marilyn Monroe con su hermano Robert, procurador de la nación). Sin embargo, ningún escándalo presidencial se compara con el de Watergate, y la hoy famosa libido de JFK palidece ante la olímpica proclividad sexual del presidente Clinton. Por eso, algunos analistas políticos, basados en el antecedente de Richard Nixon, demandan hoy la cabeza del presidente, en caso de que llegaran a comprobarse las serias acusaciones en su contra.
¿Democracia a la estadunidense o demagogia? Habría que preguntarle a Aristóteles.