Margo Glantz
Las desventuras de una nación

Ando por Berkeley. Llueve mucho, más bien diluvia. Los estudiantes se arremolinan cerca de la puerta Sather, es fascinante, sobresalen los orientales: de Corea, Camboya, Vietnam, Japón, China, Tailandia e India; por allí, algunos estadunidense rubios de ojos azules, no demasiados ``hispanos''. Todos se parecen: los mismos tenis, jeans y chamarras, el mismo acento, la misma mirada de mascadores de chicles invisibles. Por allí, miserables, culpígenos, los pobres fumadores. En Telegraph Avenue, los restos maltrechos del hippismo, sucios, con harapos, pidiendo limosna o hablando solos. Un predicador negro, casi invisible para los que pasan, habla de Dios con acento imprecatorio: es un accidente en el paisaje o quizá una contribución al calor local.

Afuera, los estadunidenses se concentran en un solo problema, averiguar si Bill Clinton cometió tres pecados capitales: a) una escandalosa conducta sexual: proposiciones indecorosas a cuanta mujer joven de buen ver aparezca en su camino; a Paula Jones cuando era gobernador en Arkansas, y hace cerca de tres años, sus posibles relaciones con Monica Lewinsky, de 21 años, que prestaba sus servicios en la Casa Blanca; b) perjurio, porque negó que hubiese tenido relaciones con Lewinsky y quizá pudiera probarse lo contrario; c) intento de soborno, si se llega a comprobar que Vernon Jordan, amigo y consejero del Presidente pudo haber adoctrinado a la joven para que firmara un documento exonerando a Clinton de esa acusación. El primer cargo ha ayudado a desprestigiarlo y si se probaran los otros dos, considerados crímenes, podría pasarle lo que hace algunos años le ocurrió a Nixon.

Festín para los medios, la televisión se enloquece: sus mensajes son esquizofrénicos; por una parte, numerosos conductores de programas entrevistan de manera persistente y obsesiva a todo tipo de expertos a fin de aclarar el grave problema por el que atraviesa la Casa Blanca. Y los expertos proliferan. Los abogados se cuestionan: ¿qué consecuencias puede haber si el Presidente juró en falso?, ¿cuáles son las falacias legales a las que se expone?, ¿había semen de Bill en las ropas de Monica? ¿Estará actuando Kenneth Starr de buena fe? Los especialistas en cuestiones de opinión: ¿cómo afecta su popularidad este incidente?, ¿qué significan las variantes en las múltiples encuestas realizadas?

Los expertos en sexología preguntan: ¿cómo se sentirá su esposa?, ¿es justo que lo perdone?, ¿usted como mujer lo perdonaría? Los historiadores de EU hurgan en el pasado sexual de sus gobernantes: ¿era Washington mujeriego?, ¿lo fue Kennedy? ¿Acaso Buchanan era gay? El desfile es interminable, están los republicanos o los demócratas o varios funcionarios que pertenecen al equipo de Clinton o que alguna vez trabajaron en la Casa Blanca. Muchas mujeres más o menos jóvenes o más o menos viejas, más o menos bien vestidas y bien peinadas se pronuncian en favor o en contra con una vehemencia y una morbosidad digna de mejores causas. Es la histeria generalizada y sobre todo una histeria oralizada. Es como la de Woody Allen en su última película, Deconstructing Harry, en donde todos gritan y hablan al mismo tiempo discutiendo las maniobras del protagonista, un novelista que utiliza la vida privada de sus amantes, su familia y su amigos para escribir sus novelas, la escritura como otro medio de exhibir la intimidad. ¿No dicen que a Diana la mataron los paparazzi?

Y todo regresa a la oralidad: ¿no se acusa a Clinton de tener una extraña predicción por practicar el sexo oral con otras mujeres y no con la suya? ¿Y no declara la propia Hillary ante los medios que su marido es objeto de una persecución de la derecha, cosa que por otra parte parece evidente? ¿No aprovechó Linda Tripp, la secretaria del equipo de Bush, las conversaciones telefónicas con Lewinsky para grabarlas y usarlas como prueba de que el Presidente había mentido? Se verifica el viejo proverbio: ``en boca cerrada no entran las moscas'', se trata ahora de un strip tease verbal, de una hemorragia o una diarrea de opinión, una opinión en donde la política es apenas la verbalización de la vida privada de los poderosos. Si le operaron los ovarios a Nancy Reagan, si al alzheimeriano Ronald se le premiará su estupenda actuación política dándole su nombre a un aeropuerto. Sí, como dicen algunos de los entrevistados, el pueblo estadunidense estará más tranquilo si tuviera en la Casa Blanca una pareja al estilo de George y Barbara Bush (aunque George tuviese en secreto sus amantes).

Clinton también habla, pero a diferencia de los otros políticos que se refieren de manera indignada a las costumbres sexuales de su Presidente, él, sonriente, y con un deportivo ademán, se ocupa sólo de los verdaderos asuntos políticos desplazados por los medios: la educación pública, la salud, los salarios, la deuda externa, Irak, la paz en Israel, la visita del Papa a Cuba, y al hacerlo saluda satisfecho, como si fuera ajeno a la violenta verborrea que su posible oralidad sexual ha provocado.