Letra S, 5 de febrero de 1998
Se ha vuelto un lugar común el relato sobre jóvenes y sida con un conjuro ritual sobre supuestas verdades acerca de los jóvenes y su comportamiento sexual. Frecuentemente se comienza diciendo que ``la adolescencia'' es un tiempo de transición de la niñez a la adultez, un periodo de tormenta y tensión, y una fase que requiere de una negociación cuidadosa si el o la joven finalmente va a adoptar una adultez madura y responsable. Esta caracterización de los jóvenes y de sus necesidades asume un supuesto difícil de desafiar, ya sea conceptual o empíricamente, y ayuda a constituir una ``verdad'' acerca de los jóvenes y la epidemia del sida que ha nutrido las acciones de los encargados de diseñar políticas, de los prestadores de salud y de muchos padres.
Pero detengámonos un momento a considerar los orígenes de estas ideas y su aplicabilidad masiva a los jóvenes de cualquier condición alrededor del mundo. Al contrario de lo que se cree popularmente, la adolescencia y la juventud son periodos de la vida sorprendentemente variables, tanto a través de la historia como de las culturas. Antes de la primera mitad del siglo XIX en Europa y de la mitad del XX en muchos otros lugares del mundo, estos conceptos probablemente no existían, por lo menos no en la magnitud en que hoy existen. En aquel entonces muchos y muchas jóvenes negociaban la transición de la niñez a la adultez con relativa velocidad y a una edad mucho más temprana de lo que sucede hoy en día1. Estas evidencias sugieren que la juventud y la adolescencia son periodos de la vida socialmente construidos, artefactos culturales establecidos en momentos particulares de la historia para propósitos particulares, e imbuidos de significados que pueden hablarnos tanto de las preocupaciones de los adultos como de los propios jóvenes.
Asimismo, es posible que dentro de una sociedad la experiencia de los jóvenes varíe dependiendo de sus contextos sociales y culturales y de las expectativas que los acompañan, de su género, su bienestar físico y mental, su sexualidad, etcétera. Es simplemente inexacto sugerir que la experiencia, las preocupaciones y las necesidades de un muchacho de trece años que asiste a una escuela privada de un suburbio pudiente de la Ciudad de México son las mismas que las de un joven que asiste a una escuela de gobierno en un barrio deteriorado. Menos aún podrían equipararse a aquellas de una joven chiapaneca de trece años. Mientras los tres pueden compartir la misma edad cronológica, las experiencias sociales, las esperanzas y las aspiraciones que se generan seguramente serán diferentes. ¿Cómo es, entonces, que los investigadores, los psicólogos en particular, han entendido la experiencia de los jóvenes de manera tan uniforme?
La normatividad de sus marcos analíticos es llamativa, pues buscan incluir todo el comportamiento juvenil y adolescente dentro de los parámetros occidentales de la segunda mitad del siglo XX. De hecho, estas ideas han sido tan poderosas que algunos escritores hablan de características adolescentes universales, negando cualquier consideración acerca de las maneras en que las experiencias y las vidas de los jóvenes pueden variar según su género, etnia, estatus marital y orígenes sociales, entre otros factores.
Un menú de opciones preventivas para los jóvenes
Hace cerca de seis años, mientras revisabamos la literatura sobre jóvenes y sida, Ian Warwick y yo describimos las formas estrechas y estereotipadas en que los jóvenes han sido retratados en relación a la epidemia2. Entre estas imágenes de la literatura encontramos el ``adolescente ignorante'', el ``adolescente de alto riesgo'', el ``adolescente sobredeterminado'' y el ``adolescente trágico''. La primera de estas categorías, dominante en aquel momento, sugería que los jóvenes eran muy ignorantes respecto a la amenaza de infección por VIH y a las medidas para prevenirla. La segunda se ligaba más estrechamente con la creencia de que los jóvenes, en esencia, eran más propensos a correr riesgos que los adultos, lo cual derivaba seguramente de la teoría de la juventud ``desenfrenada'' promulgada entonces, como ahora, por la psicología popular y los medios masivos de comunicación. La tercera caracterización, que combina determinismos tanto biológicos como sociales, sugiere que el comportamiento de los jóvenes es principalmente el producto de fuerzas que van más allá de su control y que los impulsan a plegarse a las normas del grupo de pares y a la necesidad de pertenecer a un grupo. La cuarta imagen se reservó para aquellos jóvenes que desafortunadamente desarrollaron el sida, y para los cuales la supuesta ``inocencia'' de la juventud entraba en contradicción con los sucesos por los que pasaron.
Dos factores de las descripciones anteriores merecen particular atención. Primero, afirman casi universalmente la existencia de déficits y/o patologías del funcionamiento personal y social de los jóvenes. Segundo, ninguno ofrece una descripción de los jóvenes y sus necesidades sexuales y reproductivas que sea explícitamente diferenciada por clase, género o cultura. Más bien, la edad se erige como el factor determinante que agrupa experiencias y predicamentos tan dispares.
Pocos abordajes se ocupan de los deseos, motivaciones y comportamientos sexuales de los jóvenes de maneras que pudieran ser significativas para los individuos involucrados. De hecho, en la mayoría de las descripciones actuales la sexualidad no se discute, pues se asume que todos los jóvenes son inequívocamente heterosexuales, y el comportamiento sexual se reduce a los efectos de la biología, de la deficiente socialización y el aprendizaje fallido, del aburrimiento y la frustración, entre otros factores. Frecuentemente son las consecuencias negativas del comportamiento sexual las que se subrayan, como el embarazo adolescente no deseado y la adquisición de enfermedades de transmisión sexual (ETS). Este énfasis es desafortunado por dos razones: no solamente proporciona una compresión limitada de los jóvenes y de sus necesidades sexuales y reproductivas, sino que nos invita a ver la sexualidad de los jóvenes en términos negativos --como algo que necesita controlarse y constreñirse, no como una fuerza creativa capaz de ofrecer placer, satisfacción y crecimiento.
Si se pretende que la promoción de la salud sexual y reproductiva sea significativa para los jóvenes, debe apelar a la experiencia vivida. Es decir, debe ocuparse de lo que los jóvenes consideran real en sus vidas --sus preocupaciones y aspiraciones, y los dilemas que enfrentan día a día. Debe, por lo tanto, priorizar la evaluación de necesidades como el primer paso para conocer las circunstancias y necesidades individuales. Más aún, debe reconocer que las vidas humanas están situadas --es decir, que suceden en contextos y situaciones particulares.
En el campo del VIH/sida la clave para el trabajo efectivo con jóvenes está en establecer un nivel productivo de complementariedad y comparabilidad entre intervenciones comunitarias de diferentes tipos, no en buscar una solución particular que ``funcione''. En virtud de que las experiencias de las personas cambian temporalmente y de acuerdo a las circunstancias, deberíamos ser cautelosos al tratar de identificar una estrategia o medida supuestamente universal para promover o sostener el sexo seguro.
Más bien, nuestra preocupación debería de ser ofrecer un menú de opciones y recursos de reducción del riesgo con el cual los jóvenes puedan protegerse a sí mismos y a sus parejas contra riesgos relacionados con el sexo. Este abordaje implica humildad y respeto por parte de los investigadores y los especialistas en promoción de la salud, quienes podrían estar tentados a imponer o buscar soluciones supuestamente universales a lo que son esencialmente problemas de contextos específicos.
Fragmentos de la ponencia Sexual practices, sexually transmitted diseases and AIDS among young people, presentada en el Seminario Internacional sobre Avances en Salud Reproductiva y Sexualidad, realizado por el Programa Salud Reproductiva y Sociedad de El Colegio de México. Noviembre de 1996.
Selección y traducción: Ana Amuchástegui.
1 Aris, P. 1962. Centuries of childhood. Harmondsworth, Penguin Books.
2 Warwick, I. y Aggleton, P. 1990. ``Adolescents'', young people and AIDS research. En: Aggleton, P.; Davies, P. y Hart, G. (Eds.) AIDS: Individual, cultural and policy dimensions. Basingstoke, Palmer Press.
A caballazos llega la bronquitis. A machetazos cunde la flema. A bala caliente te alcanza la úlcera. Cuarenta centígrados y nos dices que ves la sombra de la nada.
Son las ocho treinta de un domingo de viento y luna. De pronto la llamada. Cae la voz de Annie Lenox a su nivel más bajo. Se enrosca el terciopelo de la cálida noche invernal: Jordán acaba de morir.
Cuelgo el teléfono y le subo al estéreo. La onda de dolor comienza en un pequeño recuerdo, que ahora es para mi memoria un océano congelado. Trato de asirme de ese elegante gesto del caballero cuando me dijo que Pessoa significaba Nadie. Y yo me dejaba conducir en el enervante de un verso que Jordán recitaba con los ojos puestos en la ventana norte de su casa del cerro.
Una aguja traspasa mi lengua cuando comienzo a repetir el nombre del amigo, el título de una película carbonizada. La muerte vampira se asoma por un hoyito en la puerta de mi recámara. La muerte charra trata de enseñarme los colmillitos. Temo ahora por mí y esto me llena de vergüenza. Se traslapan los sentimientos y en ese instante sé que gana ella. Sé que estoy moviendo mal las piezas del ajedrez infame cuando alguien dentro de mi corteza vocifera que el poeta tenía conteos linfocitarios de un chaval. El tierno anciano se ufanó hasta la embriaguez de un virus indetectable durante los últimos dos años.
¿Qué pasó? ¿Qué falló en ese osario recubierto por tantas cicatrices quijotescas? ¿Qué clepsidra se agotó sin que uno sólo de nuestros magos lo pudiera advertir? ¿Por qué, acuamarítima, te dejamos escurrir a los pantanos?
Qué fácil es hacerse el pendejo. Qué barato resulta olvidarme de que así se escribe el nombre de la novela gótica de cada una de mis células. Porque luego cayeron, como rocas iracundas, las noticias de otros nombres, otros rostros, otras risas conocidas que se desvanecieron en esta geografía de sangre y rastrojos putrefactos. Entonces sobrevino el estirón obsceno en medio de la pesadilla: ya no tuve lágrimas, ni júbilo, ni miedo, ni nada. Me ando muriendo.
En 1990, el cineasta estadunidense Norman René realiza la que hasta la fecha es una de las cintas más emotivas acerca de los estragos físicos y morales que causa el sida. Juntos para siempre (Longtime companion), primer retrato generacional de la epidemia, describe un círculo de gays neoyorkinos de clase media, entre los 25 y 40 años de edad --la franja de edad más afectada por la enfermedad--, y hace el recuento de la desaparición paulatina de sus miembros. Elegía de la pérdida afectiva y crónica de los golpes que, a mediados de los ochenta, la epidemia asesta a las certidumbres morales de una comunidad que descubre y afirma su identidad y sus placeres. Tres años después, la cinta canadiense Amor y restos humanos (Love and human remains), de Denys Arcand, explora la confusión sentimental y la ambigüedad sexual de un grupo de jóvenes en Montreal, con dos fantasmas ominosos: la figura de un asesino serial y la amenaza del sida. En 1994, Filadelfia, de Jonathan Demme, relaciona por primera vez en el cine hollywoodense el tema del sida y la homofobia para construir el relato de una amistad entre dos hombres de razas y orientaciones sexuales diferentes.
El sida, el recelo frente a la sexualidad, la angustia ante la idea de la muerte, y los efectos que el malestar cultural provoca en el comportamiento de los individuos, son cuestiones cuya expresión conquista terreno en el cine comercial, en la televisión, y de manera en ocasiones espectacular, en el teatro (Angeles en America); recientemente se ha expresado en cintas como Jeffrey, de Christopher Ashley o Es mi fiesta, de Randall Kleiser. De una u otra manera, la trama de las películas mencionadas se ve determinada o violentada por una agonía de sida. El personaje enfermo aparece como catalizador de las emociones y conflictos emocionales de quienes lo rodean: él es el espejo de sus miedos e inquietudes. Su desaparición presentida como inevitable agudiza los apetitos vitales, la vivencia de experiencias amorosas que se perciben como irrepetibles.
En la película Sólo una noche (One night stand), de Mike Figgis, el enfermo de sida, Charlie (Robert Downey Jr.) no es el personaje central, pero sí una pieza clave en el tablero de separaciones y acomodos sentimentales en el que se desplazan las dos parejas interpretadas por Wesley Snipes, Nastassja Kinski, Kyle MacLachlan y Ming-Na Wen. Charlie, viejo amigo y nuevo cómplice sentimental de Max (Snipes), adopta frente al desenlace fatal que sabe inminente una actitud digna y de lucidez extrema: ``No me arrepiento de nada. Estoy asustado, pero al mismo tiempo fascinado por lo que sigue''. Alejado de toda noción de culpa, su serenidad y sentido del humor contrastan con el desasosiego de su hermano Vernon (MacLachlan), quien al hablar de Charlie no puede evitar sentenciar: ``Era de esperarse. No puedes ver a alguien jugando en un campo minado y sorprenderte de oír una explosión''. Sin embargo, la película desvanece en parte la línea divisoria entre Charlie y los demás personajes. Las nociones de peligro, de riesgo, y conductas heterodoxas no son exclusividad de Charlie, el seropositivo. Cada personaje juega con transgresiones a los códigos de la moral sexual en terrenos igualmente minados. El lenguaje de la cinta es, con todo, sobrio, contenido, sin los aspavientos y excesos melodramáticos con los que Hollywood suele tratar el tema del adulterio. Y sin un tono de reprimenda moral. Resulta interesante la manera en que Mike Figgis combina las afinidades electivas de sus dos parejas amorosas y la lenta evolución de la complicidad afectiva entre Max y Charlie --un eco no muy lejano de la amistad que se construye entre los personajes de Filadelfia interpretados por Tom Hanks y Denzel Washington. En Sólo una noche, el director ofrece una radiografía de la vida urbana estadunidense, de la crisis de sus valores morales y sexuales, y de las diversas maneras de relacionarse amorosamente en tiempos del sida.