Sergio Ramírez
El presidente y los puritanos

Me había perdido una excelente película, y la otra noche rescaté la oportunidad de verla cuando la pasaron por la televisión.

Se trata de The people versus Larry Flint, que hizo ruido porque fue candidata a no sé cuántos Oscares, y porque trataba sobre uno de esos personajes producto del sueño americano que engendra millonarios de la nada, como ese Larry Flint, creador de un imperio de revistas pornográficas. Pero la película me pareció más notable porque entra en el viejo debate estadunidense entre desenfreno y puritanismo, dos extremos entre los que siempre queda atrapada una variedad infinita de escalas de conducta. Medir la transgresión sexual, y calificar el pecado, se vuelve siempre un asunto de jueces infalibles, y feroces, como por ejemplo el predicador Jerry Falwell, personaje real de esta película.

Lo he recordado, tan bonachón y angélico, porque es hoy personaje de otra película no menos exitosa, y tan real como la historia que inspiró aquélla: la cacería contra Bill Clinton. En el programa de televisión Today, Hillary Clinton acusó al manso predicador de orquestar, en santa alianza con otros próceres ultraconservadores, la conspiración contra su marido alrededor de toda esa trama de infidelidades en cadena que asusta, y divierte, a la opinión pública mundial.

Al escándalo sólo le ha faltado la fanfarria de trompetas de cacería, como en toda superproducción informativa de este fin de siglo producida en Estados Unidos, sea la Tormenta del Desierto con música de La Guerra de las Galaxias, o las exequias de la princesa de Gales con redoble funeral de tambores. Los cazadores puritanos, de todos modos, han salido por la cabeza de Clinton, y la prensa de Estados Unidos los ha acompañado con entusiasmo.

Es imposible no asombrarse ante el despliegue de truculencia que llena las páginas de medios con reputación de serios, y es difícil resistir la tentación de plegarse a los argumentos de Hillary Clinton cuando habla de una conspiración: un fiscal nombrado por jueces ultraconservadores, que a la vez es abogado de las grandes corporaciones fabricantes de cigarrillos, peleando por su poder amenazado, y en la que juega también su parte el mentado Jerry Falwell, magnate del teleevangelismo supermoralista.

El reparto de esta película de truculencias es poco apasionante: una viuda vengativa llamada Linda Tripp, que por consejo de una vieja espía de Nixon llamada Lucianne Goldberg graba a escondidas confesiones amorosas a una estrella de pocas luces llamada Monica Lewinsky. Y como es una película para todo público, uno puede escoger su propio bando de los buenos. Oigan este titular de Newsweek: Cargos explosivos: Lewinsky dijo que a Clinton también le gustaba el sexo telefónico y que guarda un vestido manchado con su semen (``Nunca más volví a lavarlo'', declaró).

Y nada más truculento que el propio Jerry Falwell, que aprieta las tuercas de la moral puritana al esposo infiel, mientras anuncia que está orando por él y su familia. Es el mismo que en El pueblo versus Larry Flint predica que el sida es un merecido castigo del cielo contra el pecado de la carne. El predicador bonachón sólo ha cambiado de película.

Y seguramente su alma puritana no olvida que en noviembre del año pasado Clinton asistió, vestido de etiqueta, a la gala anual de la Liga en Defensa de los Derechos de las Lesbianas y Homosexuales, donde pronunció un discurso humanista, convirtiéndose en el primer presidente en la historia de Estados Unidos en dar un paso semejante, algo que para los ortodoxos de la fe no puede quedar sin escarmiento.

Por lo que revelan las encuestas, los alegatos contra Clinton no han prosperado, y ahora aparece más popular que nunca. La transgresión sexual del presidente no tiene tanto poder como la bonanza económica, y la sensatez de la opinión pública devuelve el asunto a manos suyas y de su esposa, para decepción de los ultramoralistas y de la prensa tradicional de Estados Unidos que desnudándose sin pudor, se ha dado un baño amarillista.

Y en toda esta trama, una lección también para nosotros, que hemos llegado a creer que en Estados Unidos reina sin desafíos un solo periodismo que pone por regla la veracidad y el equilibrio por encima de las pasiones y los desquites. El periodismo por excelencia que tardamos en copiar, o nos negamos a imitar, hundidos en las cavernas del subdesarrollo. La prensa que desnuda sin compasión, que improvisa y miente de manera alevosa o superficial, que se niega a ser profesional, nos la hemos reservado nosotros como un estigma incurable.

Veámosla ahora del otro lado, en todo su esplendor.