Una vez más el Instituto Federal Electoral (IFE) se halla sujeto a la presión de sus propios conflictos internos. El máximo organismo electoral pasó con éxito indiscutible la dura prueba de las elecciones de julio de 1997, pero desde entonces sufre una larga (y a veces incomprensible) confrontación interna. Para algunos expertos en estos temas el origen de los problemas está en el mismo ``diseño'' de la ley que deja en la indefinición cuestiones de vital importancia.
Pero esa explicación es insuficiente, pues hay asuntos que no pueden prestarse a ninguna clase de especulación y, sin embargo, son fuente de inestabilidad. Una de éstas, acaso la de mayor trascendencia, es la decisión que permitió crear al IFE como un organismo autónomo, dispuesto por ley a ejercer su delicada función con absoluta independencia.
Tal independencia se concreta de manera explícita en un hecho singular: el gobierno está al margen del instituto. Los partidos, que son los sujetos de la democracia, gozan de amplias y consistentes prerrogativas que deben ser atendidas diligentemente por la institución, tienen voz en el Consejo General, pero carecen de voto en ese órgano directivo.
No es éste un hecho gratuito. Los propios partidos que negociaron y aprobaron la ley, vieron con absoluta claridad que la condición para la sana existencia del IFE como un órgano confiable era garantizar su obligada neutralidad ante las vicisitudes de la política concreta, absteniéndose en todo y por todo de tomar partido en aquello que divide, legítimamente, a la sociedad.
Puesto que la actividad electoral supone, justamente, una confrontación regulada por la ley para obtener los votos ciudadanos, la responsabilidad de la institución encargada de garantizar los comicios solamente puede y debe concebirse como una función profesional, desvinculada de cualquier compromiso partidista. Esa es, en definitiva, la esencia de la llamada ``ciudanización'' del Instituto.
En tal esquema los consejeros electorales, que constituyen el Consejo General (los únicos con voz y voto), son los depositarios de la autonomía del IFE. Elegidos por su capacidad profesional y su reconocida honorabilidad, ninguno de los consejeros es, por supuesto, un ciudadano ``puro'', totalmente neutro, despojado de ideas, afinidades o intereses políticos. Cada cual tiene una historia personal, relaciones, amistades y hasta compromisos que son evaluados con rigor a la hora de ser nombrados con la confianza obligada de todos los partidos. Por fortuna nadie les pide a los integrantes del IFE que sean vírgenes vestales de la política. Pero una vez que asumen sus funciones, fobias y filias personales, afinidades partidaristas han de quedarse en casa a fin de cumplir profesionalmente con la ley. Ese es, en consecuencia, un principio aplicable a todos los integrantes de la institución.
La necesidad de generar confianza en las decisiones del Consejo General es a tal punto importante que no puede dar lugar a la más mínima sombra de chalaneo con su independencia. Y, sin embargo, por desgracia ocurre. El debate interno para elegir al nuevo secretario ejecutivo se convirtió en un nuevo capítulo de la ``partidización'' del IFE. Una consulta requerida por los mismos consejeros se convierte, gracias a la dinámica perversa que se ha instalado allí, en un veto partidista al candidato propuesto por el consejero presidente en virtud, se arguye, de la ``división'' de los consejeros. ¿Dónde, cuándo y ante quiénes expusieron los consejeros esas objeciones? No se sabe, a menos que los partidos dispongan de una información privilegiada que, hasta hoy, no se ha ofrecido en las instancias correspondientes del IFE.
Este nuevo affaire tiene una importancia capital para la credibilidad del IFE con vistas al año 2000. ¿Puede alguien suponer lo que significaría un IFE dividido a partes iguales entre los partidos que compiten por el poder? No quiero imaginármelo.