ASTILLERO Ť Julio Hernández López
El autobús oficial en el que viajaba medio gabinete presidencial fue apedreado ayer como desbordada protesta por el incumplimiento gubernamental de los acuerdos de San Andrés.
Unos minutos antes (sin que necesariamente hubiese nexo inmediato entre discurso y agresión), el secretario de Gobernación, Francisco Labastida Ochoa, había anunciado la nueva ruta de escape (la avenida Congreso de la Unión) que el gobierno federal intentará tomar ahora (antes quiso fugarse por el Callejón del Olvido, y también por el Retorno de la Mano Dura) para evadir los citados acuerdos.
Orador oficial en la ceremonia conmemorativa de la promulgación de nuestra maltrecha Carta Magna, Labastida Ochoa lanzó el golpe maestro: nadie puede obligar al Presidente de la República a aprobar reformas cuya discusión y aprobación o rechazo corresponden a otro poder soberano, el Legislativo.
Sabias palabras las del secretario de Gobernación (lastimado apenas esa mañana de 5 de febrero por la publicación en un diario estadunidense de presuntas ligas que habría tenido con grupos de narcotraficantes asentados en Sinaloa, donde habrían trabajado a sus anchas mientras el ahora responsable de la política interior fue gobernador) pero, por desgracia, fuera de tiempo y ajenas a la realidad política.
Porque, ciertamente, nadie puede obligar al Poder Legislativo a actuar en determinado sentido -sobre todo ahora, cuando la toma de decisiones no pertenece a un solo partido sino a un delicado proceso de alianzas y equilibrios-, pero de eso a pretender sacar el problema chiapaneco de la cancha presidencial y pasarlo al campo legislativo, hay una distancia que no es nada sana.
Múltiples ejemplos existen de la manera como el Presidente de la República ha doblegado al priísmo para hacerlo votar y comportarse en determinado sentido (recuérdense cuando menos dos momentos: la aprobación del aumento del IVA y el chantaje previo a la instalación del actual Congreso); pero ahora, sólo ahora, el presidencialismo sufre un súbito ataque de división de poderes y se declara incapaz de que en el Poder Legislativo se apruebe lo que ha negociado, y firmado, respecto al problema chiapaneco.
La maniobra es clara: el Presidente podría enviar al Congreso de la Unión la iniciativa de reformas constitucionales preparada por la Cocopa (sea la primera sin ``observaciones'' o la segunda con ellas), y de esa manera decir que ha cumplido su compromiso; pero una memorable rebelión priísta decidiría votar en sentido distinto a la propuesta de Cocopa, al igual que la fracción panista. De esa manera sólo el PRD (y tal vez no todos sus integrantes, pues claras señas hay de que algunos diputados podrían alejarse de la postura oficial de ese partido) se quedaría defendiendo el texto original aprobado luego por el EZLN.
El Presidente de la República, en ese escenario, podría decir a los cuatro vientos que en un claro e histórico ejercicio democrático había sido vencida la propuesta clave elaborada por la Cocopa y que, en todo caso, se había aprobado un plan de pacificación distinto al negociado en San Andrés pero, bueno, qué se puede hacer frente a los avances de la democracia.
Sin embargo, se olvida, y se pretende hacer olvidar, que el priísmo es en el ámbito legislativo todavía una prolongación directa del poder presidencial, hasta para simular una rebelión o inconformidad y que, por otro lado, la iniciativa de la Cocopa no representa una emisión de voluntad personal de sus integrantes, sino de los partidos que nombraron representantes para formarla y para ir tomando las decisiones de cada caso, entre ellas la de elaborar la citada iniciativa que ahora se quiere lanzar sin contexto ni circunstancia a la trampa de una votación legislativa soberana.
Pero, bueno, mientras en el gobierno continúan soñando con encontrar la perfecta ruta de fuga, se correrá también el riesgo de que siga prendiendo la inconformidad hasta en lugares normalmente tan tranquilos como Querétaro, donde las piedras sobre los cristales de la élite son uno más de los signos de la descomposición y la desesperación.
Entre sonrisas te veas
La historia de Oscar Espinosa Villarreal no es ni reciente ni desconocida. Por el contrario, abundantes testimonios y evidencias han abonado el terreno para que la opinión pública haya tenido durante largo tiempo ubicado al sonriente Oscar (otro virtuoso ejecutante de la sonrisa es Carlos Hank González) en el amplio casillero de los funcionarios de gobierno altamente sospechosos de aprovecharse del erario para fines personales y grupales.
Pero Oscar (y su sonrisa) no es, no ha sido, un simple e individual ejemplo de vocación depredadora de los dineros públicos sino, en realidad, una pieza con funciones concretas en el engranaje de la gran maquinaria que se ha apropiado de la función estatal y gubernamental para ponerla al servicio de la camarilla que durante los 15 años recientes ha usado los presupuestos federales para sus negocios particulares.
(En todo caso, lo llamativo no son las evidencias acumuladas en anteriores cargos por el sonriente Oscar -Grupo Havre, Nafinsa, secretaría de Finanzas del CEN del PRI en la campaña presidencial zedillista, regencia del Distrito Federal- sino el hecho de que aun con tales antecedentes se le sostenga obstinadamente en el organigrama federal de primer nivel -como secretario de Turismo-, con el manto de impunidad que tradicionalmente ha cobijado a los miembros del gabinete presidencial y, por si fuera necesario continuar poniendo la Iglesia en manos de Lutero, en un área donde se manejan presupuestos e intereses de gran cuantía.)
Pero hoy, con la grave denuncia hecha por Cuauhtémoc Cárdenas respecto a los indicios delictivos de la administración de Espinosa Villarreal en el Departamento del Distrito Federal, se ha colocado ya, en el escenario nacional lleno de focos rojos, la exigencia de que no sean simples declaraciones oratorias las que dicen que nada está por encima de la ley.
Fue necesaria la llegada de una autoridad ajena al partido de Oscar (y de sus jefes, o su jefe) para poder documentar la concertación criminal que se dio en la esfera del DDF.
Ahora corresponde a la máxima autoridad política del país despojar de cualquier protección especial a Espinosa Villarreal para que se pueda proceder a la justa investigación de las acusaciones que hay en su contra. La impunidad sólo genera polarizaciones, una de ellas la del convencimiento de que las leyes de nada sirven; la impunidad, además, pareciera mostrar que las conductas ilícitas de un funcionario corresponden no sólo a motivaciones individuales sino a conjuras estructurales.
Matices chihuahuenses
Una voz nacida en Chihuahua (ajena a militancias partidistas, plenamente respetada por el autor de esta columna), aporta elementos importantes para equilibrar los señalamientos hechos aquí el jueves recién pasado respecto al momento político que se vive en aquella entidad norteña a propósito del proceso priísta de elección de candidato a gobernador.
No debe perderse de vista, propone esa voz sensata, que el control de la estructura tricolor por parte de Artemio Iglesias y la exigencia de que se escuche la opinión de esa estructura, han sido un dique a la pretensión proveniente de Los Pinos (donde el chihuahuense Liébano Sáenz es poderoso secretario particular) de imponer a Patricio Martínez como candidato.
Esa pretensión habría sido contenida por la estructura priísta estatal, que consideraría electoralmente débil la candidatura de Martínez (y por tanto tendería a creer que la promoción de tal personaje encerraría en el fondo una intención de allanar el camino al panismo, en un episodio más de las concertacesiones famosas) y defendería, en cambio, a Artemio Iglesias, entendido éste como el capitán de la batalla tricolor que ha ido ganando espacios al blanquiazul en anteriores elecciones.
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