METAMORFOSIS
Pablo Espinosa Ť La pista, circular, prodiga el aleteo de un telón rojo mullido y pendulante; la algarabía es entonces un caramelo gigantesco en forma de carpa hacia el techo, rechoncho en su murmullo de voces infantiles en redondo de la pista: las gradas atestadas, los rostros anhelantes, las luces concentradas en pupilas con destellos. En ojos que sonríen.
Dulce garapiñado que ilumina su semblante súbito y latente: el público de circo.
El protocolo sigue religiosa sincronía, ordenado diapasón, rito de la risa y la emoción conjuntas: todo inicia cuando el telón rojo deja pasar a la caravana que se extiende circular sobre la pista.
Rosados plumajes, los trajes de circo de las bailarinas dejan ver, en su contraste de ternura entre la tradición del parisino Follies y la inocente semidesnudez de dama en playa, el huesito que les baila a los lados del ombligo y por encima de los muslos mientras los payasos enanos empiezan también desde pequeños, el valiente domador aquieta el látigo y de su sonrisa de bigote a lo Dalí se pende el ojo avizor de un gato que comparte la emoción de la troupe toda: la función ha comenzado.
Retíranse en compacto grupo los cirqueros porque uno a uno, luego de este desfile que ha desaletargado por completo los reflejos, avispados ya todos los presentes, ocuparán la pista en sus temerarias/divertidas/emocionantes rutinas que rompen la rutina de quienes han venido a disfrutarlas como las disfrutan desde hace más de un siglo, un siglo y un decenio para ser exactos, nuestros papás y nuestros abuelos y los papás de los papás de nuestros abuelos.
Circo Atayde, enunciado mágico.
Su fastuosa temporada anual es esperada cada invierno con la misma ilusión con la que uno espera que el botón de la maceta se convierta en flor; el Circo Atayde llega a la capital de México cada invierno, cuando las flores de durazno están oliendo a limbo y los volcanes se dejan ver más seguido.
Caleidoscopio de imágenes
Suena la orquesta y vuelca en caleidoscopio las imágenes del circo: no hay cantante calva, no hay volador suicida, no hay mujer barbada, lo que hay esta vez son rutinas estupefacientes, números de fantasía, intrépidas intervenciones, inolvidables en su adhesión inmediata a la antología feliz que cada uno tiene, o está adquiriendo, en su loca cabecita fascinada por el circo.
El redoblante ríe con el payaso: ¡ah jijus, ah jijus! se ha trepado con sus zapatotes a una silla y cuando el tambor anuncia el momento más intrépido, la ocasión más peligrosa, el tristi payaso tiene a bien sentarse en vez de triple salto mortal, caída libre o malabarismo alguno y con sus asentaderas puestas en la silla roja da por terminado tan peligroso lance. He ahí un acto clásico de circo, de payaso de circo: más que blanco, transparente su humor, mientras más sencillo más desternillante.
En el caleidoscopio entra ahora una valquiria sueca que trepada en un caballo baila, sus pies sus manos sus encantos todos vuelan, flota todo en blanco: el marcial caballo, los tules níveos que la envuelven, el halo luminoso que hace más dorada su sonrisa, rubia ella baila como bailan las pastoras alrededor de un lago --sus ojos, verdes-- antes de que Chaikovski le pusiera nombre al juego.
El ballet sobre un caballo de esta belleza nórdica se remonta a varios siglos: ella trae el apellido Svensson desde un poblado sueco, donde se pasa de padres a hijos de hijos a nietos de nietos a hijos de los hijos de los nietos la tradición del circo como uno de los bienes elevados: ser en el mundo una persona. Ver a esta doncella, coronado el trigo de sus cabellos con el brillo infinitesimal de un rayo de luz que los hace más dorados, es oler las flores de papel con las que forma un arco y con ese arco salta sobre el cuaco con la misma gracia con que saltan cuerdas de plástico las niñas en los patios de las casas, ahora en el condómino pasillo.
Antes de esa rutina que tiene la gracia de un Ave María, la señora Svensson había entrado de improviso con el señor Svensson, disfrazados de turistas gringos, cuando un par de briosísimos caballos trotaban en derredor de las miradas del público.
Artistas del trapecio vuelto grupa, el matrimonio Svensson había puesto en verbo y movimiento otra de las rutinas clásicas: los que parecían ancianos lanzados al ruedo para tomarse una foto junto a los caballos de circo, resultaron acróbatas indómitos que sostenían en el aire el tonelaje de las risas y las carcajadas, cascadas de brillo que desatan sus magistrales lances, ejecutados con una ortodoxia insuperable y que hace recordar al fanático mexicano de los circos una visita reciente, el Ringling Brothers que trajo el mismo numerito y la comparación inevitable: bella la ortodoxia europea, tradición aprendida en el seno familiar; impresionante la destreza gringa, aprendida en las aulas para hacer del circo un negocio después de tradición. Tal rutina la alternan los Svensson con otra pieza clásica: el varón domado por su caballo. Todo es cuestión de ir, fanático de circo, a más de tres funciones cada temporada.
Las volutas de vidrio caleidoscópicas tienen en la actual temporada del Atayde otros muchos momentos de éxtasis, como aquél en que aparecen los músculos de un trío de atletas que asemejan esculturas griegas envueltas en pintura de oro y cuyas evoluciones de coreografía metálica dejan mudo al Tiempo, sueltan las gotas que el vapor ha condensado en algún rincón del aire y separan las mandíbulas de los espectadores y su fascinación de boca abierta deja a la respiración de aquellos músculos por toda música la apenas perceptible por los oídos más sensibles: el sonoro crepitar del músculo frotando el aire, tibio.
Una húngara, un húngaro y un alemán tensan los músculos labrados a golpe de caricias: forman con sus cuerpos la belleza de la caligrafía oriental; lo que para Peter Greenaway es la metafísica del cuerpo caligráfico en su filme asaz profundo y bello El libro de cabecera, para este trío, cuyo nombre de batalla es The Golden Pyramid es el encuentro de lo sublime anidado en cada uno de los poros del fervor dionisiacomuscular que envuelve el cuerpo, en la conversión en carne tersa, elástica y de movimientos lentos del péndulo de Foucault, en tai chi perfumado en el interludio de una bacanal romana, en la belleza atónita de este trío cuya turgencia corporal corta el aliento y deletrea también la palabra e-p-i-f-a-n-í-a.
Gratitud en ciudades y pueblos
Bellini, Verruguín y Caralimpia; Paquín, Pujiditos, Caralampio; Rififí, Lagrimita, Lagartijo; entre el lugar común y la imaginería en diminutivo, o bien en superlativo (Patotas, Narizotas, Crosty, Brozo), la forma de nombrar el arte del payaso tiene en el circo, y siempre en el circo, el encanto inencontrable en otras partes. Lubricantes de los goznes entre número y número, intersticios que unen los encantos de cada episodio en el elenco, los payasos de circo cumplen la liturgia que no cesa: si bien el arte del circo encierra una dosis de melancolía profunda, la sonrisa es pasaporte, traje reglamentario, uniforme, elemento imprescindible, máscara delante de la máscara, lo cual equivale a no tener máscara ninguna.
Hay sonrisa en los payasos, hay sonrisa en los trapecios, hay sonrisa en los contorsionistas, en los momentos más tensos y dramáticos la sonrisa no abandona ni la una ni el par ni las tres pistas simultáneas nunca. Vaya, hasta en el caballo, Mr. Jasper, del señor Svensson, está también la risa en belfos blancos.
Pero hay sonrisa, sobre todo, en las butacas, en las gradas, en los tablones de barriada; sonríe el aserrín que usaban antes, se carcajean los bancos donde bailan los elefantotes, desterníllanse el trapecio y el redoblante cuando anuncian el acto más temerario, sonríe la carpa entera. Ay, sonrisas.
Circo Atayde Hermanos. Su cumpleaños 110 será festejado esta noche con una función especial. Su elenco de aniversario: Serguei Souslov, Diana Souslova, Bellini, The Svensson's, The Golden Pyramid, Kramarenko's, Roncallia, Alberto e Isolda Atayde y elefantes, Zementov's en bicicleta, The Roberts en las alturas, gatos rusos y uno mexicano, artistas de la otrora región más socialista del aire, artistas de la risa y del portento. Once décadas del Circo Atayde, gratitud en las ciudades, en los pueblos, gratia plena de las caravanas que han recorrido tanto tiempo los desiertos del alma y la han convertido en manantiales.
El circo, he ahí una respuesta al sentido de la vida.