Gran parte del esfuerzo institucional del gobierno mexicano en los últimos años se ha centrado en crear las bases de una nueva credibilidad social. El acercamiento del fin de este sexenio y las posibilidades de retornar a una nueva crisis económica, han motivado al gobierno a aplicar cambios institucionales en el ámbito de la política económica. La autonomía del Banco Central y la libertad que se le quiere conferir en materia cambiaria son un claro ejemplo de que se quieren despolitizar, y con ello ``tecnificar'', decisiones económicas que muchos problemas le han ocasionado a la mayoría de la población nacional.
La lucha del gobierno por conseguir consensos básicos en materia de crecimiento económico, sin embargo, no ha tocado aspectos esenciales de la gran discusión y que mucho le incumben a la estabilidad del sistema político contemporáneo.
Me sorprende que así como ya logró institucionalizar que el objetivo de la política monetaria sea esencialmente desinflacionario, no ha logrado hacerlo en su interior --ya no con otros sectores de la sociedad-- en otros aspectos que son quizás aún más importantes. De manera ilustrativa, si bien se afirma que vivimos en un régimen cambiario de libre flotación, a toro pasado el banco central informa que intervino en varias ocasiones para atenuar especulaciones contra el tipo de cambio. Esto quiere decir que finalmente no vivimos en tal régimen, sino en uno de flotación sucia en el cual existe la capacidad de actuación discrecional.
Es legítimo que esto ocurra, incluso qué bueno que así sea. Pero lo que nunca me ha quedado claro es por qué el gobierno no actúa con oportunidad y eficiencia para evitar apreciaciones peligrosas de nuestra moneda. Es decir, así como dice que actúa para evitar especulaciones que llevarían al tipo de cambio a magnitudes muy altas de un día para otro, por qué no lo hace para evitar que se mantenga a niveles muy bajos, que atentan contra la sobrevivencia de los pequeños y medianos productores, y que a la larga llevan a la crisis de balanza de pagos.
Desde los años 30, las devaluaciones se han considerado decisiones de Estado y no de gobierno, y regularmente su manejo ha sido político y no técnico. Así como ahora existe una persistencia del gobierno por hablar de política económica de Estado en materia de política monetaria y fiscal, ¿por qué no se hace también con la política cambiaria? Si el argumento señala que en un mundo de libre movilidad de capitales el intento de controlarlos lleva a movimientos especulativos y, por tanto, a crisis de balanza de pagos, yo creo que la lectura correcta de la globalización debería ser exactamente al revés: así como en los casinos existen reglas (aunque sólo sean básicas y generales) que son aplicables para todos los participantes, los países también deben aplicarlas para crear certidumbre. En ese sentido, evitar entradas y salidas masivas y abruptas de capitales necesariamente disminuye la incertidumbre. Todos ganan y nadie pierde. Se evita que las grandes entradas de capitales sobrevalúen la paridad cambiaria que llevará, más temprano que tarde, a una crisis económica de magnitudes cada vez mayores.
Primero la crisis externa y el rescate financiero de México en 1995 y después la de los países asiáticos, demuestran que no hay límites para la profundidad de las crisis ni para las magnitudes de los rescates.
¿No es esto suficiente para aceptar que debe haber límites a la libre actuación de los mercados financieros?
No se trata de que el Estado perjudique a los mercados, sino que éstos funcionen con mayor certidumbre y generen, entonces, resultados económicos eficientes y socialmente deseables. Hace unos días el secretario de Hacienda en Davos, Suiza, afirmó que ante los problemas financieros contemporáneos se ve la necesidad de ``establecer una regulación más fuerte'' para que ``los organismos regulatorios tengan mayor autonomía y capacidad técnica para darle seguimiento al sistema financiero en nuestro país'' (La Jornada, 2-II-98). Ojalá se esté refiriendo a la preocupación central de este artículo.