El escritor Jacques Prévert escribe una situación en poema. Un tipo desayuna; toma café, agrega leche y azúcar; bate la mezcla con una cucharita y la bebe. Al terminar fuma un cigarro, abandona la mesa, se pone un sombrero y un impermeable y se va, sin dirigir palabra ni mirada, a ése o a ésa que, además de contemplarlo, también escribe lo que contempla en forma de poema. Sabemos, por el final, que la persona que escribe y contempla está en el desayunador: ``partió bajo la lluvia, sin una palabra, sin mirarme, y yo puse la cabeza sobre mi mano y lloré''. O quizá Prévert, conmovido por su escenario poético, se echó a llorar sobre la hoja donde acababa de escribir al hombre ensimismado que desayuna. Si así fuera la situación se agrava, porque entonces el hombre que se va de sombrero e impermeable no está abandonando la casa, sino el poema, y su regreso será imposible pues esta obra breve, Déjeuner du Matin, tiene punto final. ¿Será el desayunador la hoja de papel? Lo único seguro es que el hombre escrito por Prévert, se desvanece.
Witold Gombrowicz también sabía cómo desvanecerse. Este escritor polaco, autor de la novela Ferdydurke, abordó un barco para viajar a Sudamérica y, gracias a ciertas eventualidades, una de ellas del tamaño de la Segunda Guerra mundial, tardó 24 años en regresar. En ese lapsus donde cabía una vida, escribió sus Diarios, que son dos volúmenes llenos de inteligencia y sabiduría, y además, entre otras cosas, estelarizó una de las proezas más delirantes que recuerda la historia de la literatura: él y sus amigos latinoamericanos, en los terrenos del café Rex, en Buenos Aires, a lo largo de una infinidad de tardes, se abandonaron a la tarea de traducir Ferdydurke, del polaco al español, de manera colectiva; con la peculiaridad de que ni Gombrowicz hablaba español, ni sus amigos entendían un carajo de polaco. Para esas alturas Witold había sufrido una castellanización y se llamaba Witoldo.
Aquel viaje de 24 años tenía, entre otras intenciones, la de reconsiderar su oficio de abogado porque según él mismo: ``no lograba distinguir a los jueces de los asesinos'', y al final del juicio ``estrechaba la mano de los asesinos''.
En el texto Yo fui estructuralista antes que todo el mundo, Gombrowicz se entrevista a sí mismo, se hace preguntas y las responde. En sus páginas sostiene que la ``forma'' (las maneras de manifestarnos, por ejemplo las palabras, las ideas, los gestos, las decisiones, los actos) limita, viola y desfigura a los hombres. Más adelante escribe: ``la forma es el traje que nos ponemos para cubrir nuestra vergonzosa desnudez''. E inmediatamente después: ``Con una persona soy noble, con otra cobarde, con otra sabio, con otra estúpido. De tal suerte que podemos decir que soy, a cada instante, creado por los otros''.
Grombrowicz era el mismo cuando estaba solo, pero en presencia de otro, se desvanecía y reaparecía transformado en otro Grombrowicz. De Witold a Witoldo y cosas por el estilo. A diferencia del personaje del poema que planteamos al principio, el escritor polaco no se desvanecía de forma definitiva; a cada desvanecimiento correspondía una reaparición en otra de sus facetas y después, cuando el otro se le quitaba de enfrente, resurgía el verdadero Grombrowicz y anulaba el desvanecimiento. Con este personaje, Prévert no se hubiera echado a llorar sobre la hoja; aunque es probable que igual que el escritor polaco, el hombre del desayunador ande desayunando en los poemas de otros autores.
Mick Jagger y Keith Richards, en su canción Faraway eyes, proponen una hermosa forma de desvanecerse: ``Si traes una suerte de perro y no puedes alcanzar la armonía, busca una mujer con ojos de lejanía''. El asunto, claro, es perderse en esos ojos y luego desvanecerse para después salir convertido en otro, más armónico y menos perro.
Antes de pasar al desvanecimiento final, el de Jaime Gil de Biedma, hay que detenerse en esta clave escrita en su poema Pandémica y Celeste: ``Para saber de amor, para aprenderle, haber estado solo es necesario. Y es necesario en 400 noches --con 400 cuerpos diferentes-- haber hecho el amor. Que sus misterios, como dijo el poeta, son del alma, pero un cuerpo es el libro en que se leen''. Este poeta barcelonés, en su libro Las islas de Circe, que es un viaje sexual, emocional y sentimental por las zonas oscuras de Manila, ensaya su visión del desvanecimiento, que acaba siendo del género de los desvanecimientos de Witoldo: ``Existe un hiato intelectual que percibo demasiado bien entre el que me siento siendo y el que me siento ser y comportarse. Este es un simulacro tan calculado y deliberado del otro, una imitación falsa de tanta falsedad, que el original acaba por resultarme también sospechoso''.