Rodolfo Uribe Iniesta
Acuerdos de San Andrés: la falacia de la imposición
La nueva estrategia oficial frente al conflicto chiapaneco, manifestada por la declaración presidencial de Kanasín; la propuesta de los diputados priístas sobre un periodo extraordinario de sesiones, y la presentación del secretario de Gobernación frente a la Cámara, abren una coyuntura particular. Esta se caracteriza por volver a centrarse en el aspecto medular del conflicto: las relaciones entre el Estado mexicano y los pueblos indígenas. Y ello implica regresar a la concreción de los acuerdos de San Andrés, que ya habían sido plasmados en la propuesta pública de la Cocopa.
Fracasada la vía violenta y el desgaste de la guerra sucia para desarmar al zapatismo sin activar los acuerdos, esta estrategia busca generar consenso en torno a una redefinición de los términos de los acuerdos. Esta corre el riesgo de ser un desconocimiento de las negociaciones. Uno de los argumentos manejados para esta reformulación es presentar los acuerdos y la propuesta de la Cocopa como una imposición de un grupo particular, el EZLN, sobre los otros grupos indígenas y el resto de los mexicanos. Por eso es necesario --se dice-- que dicha propuesta sea rediscutida por el pleno del Congreso, que sí nos representa a todos.
Tal argumentación se presenta como un problema de representación de todo los que no nos sentimos indios o parte de un pueblo indígena, olvidándose que precisamente el problema de los pueblos indígenas ha sido no estar representados en los órganos deliberativos y ejecutivos del Estado. Justamente el contenido central de los acuerdos de San Andrés es su reconocimiento como sujetos colectivos, y la necesidad de darle una forma jurídica a su personalidad bajo la forma de autonomía.
El fondo de la cuestión no es pedir una mejor comunicación con las instituciones federales y estatales, un mejor servicio: es constituirse, constitucionalmente, en actores de la vida política y administrativa nacional. Esta es la única manera de poder participar en las decisiones que afectan su destino y vida colectivos e individuales, incluyendo el uso y desuso de los recursos naturales.
Debemos recordar que en San Andrés estuvieron de un lado no sólo el EZLN, sino las organizaciones indígenas representativas y todos los invitados a quienes el EZLN dio la palabra para poder dialogar por primera y única vez con el poder Ejecutivo. Es decir, de ese lado estaban los que no se sienten representados por el Ejecutivo, y del otro el Ejecutivo que, elegido de modo universal, supuestamente nos representa a todos. Esos todos, además, tuvimos otra instancia de representación cuando la Cocopa reelaboró en su propuesta los acuerdos, porque es una comisión de todos los partidos en el Congreso de la Unión. Proponer que se rediscuta en el pleno del Congreso o entre la Cocopa y el Ejecutivo, implica darnos a estos ``todos'' una nueva oportunidad de intervenir sobre el documento sin la participación de los ``otros''.
Estamos ante el peligro de formular una legislación vacía en tanto no incluiría la propuesta de uno de los dos interlocutores. Por la particularidad de la cuestión indígena, no basta una legislación de sofisticada elaboración jurídica, producto de la mera reflexión documentada (como podrían ser las Cartas Municipales del PAN); es indispensable hacer una que efectivamente recoja las necesidades y manifestaciones de los actores implicados. Sería vacía también porque no servirá para terminar la guerra en Chiapas ni para evitar, a largo plazo, más conflictos, mejorar la convivencia nacional, o permitir el desenvolvimiento de los pueblos indígenas.
Finalmente, para responder a la situación chiapaneca es preciso exigir tres cosas más: 1) que la negociación no sea una cortina de humo que encubra la continuación de la estrategia militar; la única prueba de ello será la desparamilitarización y desmilitarización de todas las zonas indígenas del país; 2) que se entienda que la democracia no es una mera cuestión de prestación de atención y servicios; y 3) que ésta no puede construirse suplantando a los interlocutores sino reconociendo a los sujetos efectivos. Ello quiere decir abandonar la práctica de asumir desde la omnisciencia oficial lo que el otro ``en verdad quiere'', como ocurrió en el mensaje presidencial de Rosamorada, Nayarit; y en cambio escuchar y dialogar lo que el otro dice bajo su propia forma de representación, que en este caso serían los líderes wirrarikas (huicholes) de Jalisco.