Nuevamente, los campesinos sin tierra brasileños pagaron con sangre su deseo de trabajar y producir, al ser agredidas a tiros algunas familias pertenecientes al Movimiento de los Sin Tierra (MST) por un grupo paramilitar poderosamente armado y organizado, tal como sucediera en otras matanzas anteriores. Aunque una de las tierras que ellas ocupaban para que el gobierno las concediese para trabajarlas estaba ya sujeta a un proceso de expropiación, los atacantes, armas en mano, dejaron en claro que el único ``derecho'' que reconocen es el que concede la posesión de las armas. Al respecto, hay que hacer notar que los terratenientes han contado muchas veces con el apoyo de la policía local y han efectuado en varias ocasiones subastas de ganado para comprar armas para sus matones con las grandes sumas provenientes de esos remates de hacienda y, además, no se cansan nunca de decir que expulsarán violentamente a los campesinos hambrientos de tierras, que ocupan pacíficamente los terrenos donde no se produce para solicitar al gobierno su posterior expropiación.
Esta situación hace particularmente necesaria y urgente no solamente la reforma agraria que el gobierno de Brasil ha prometido pero que lleva a cabo con exasperante lentitud, sino también la necesidad de imponer la ley a los poderosos y, muchas veces, a los organismos estatales teóricamente encargados de aplicarla.
El problema de la existencia de millones de hectáreas de tierras sin gente y de millones de gente sin tierra es particularmente agudo en Brasil, donde las desigualdades en la distribución de los ingresos llegan a extremos que otros países desconocen. Pero no queda limitado a ese país. Es un mal endémico en toda la América Latina continental. La llamada Alianza para el Progreso, en los años sesenta, intentó en efecto remediarlo promoviendo reformas agrarias desde arriba. Sin embargo, todas ellas fracasaron por su timidez y por la oposición de los terratenientes que siempre pedían enormes indemnizaciones o impedían en muchos casos que los nuevos propietarios de las tierras expropiadas lograsen el apoyo técnico y crediticio o el transporte necesarios para crear una agricultura próspera y, con ella, una real incorporación al mercado interno de millones de campesinos que carecen de todo.
El desastre de la economía agraria y la consiguiente expulsión de millones de habitantes de las zonas rurales a causa de políticas que privilegian la agroindustria, la ganaderización de tierras potencialmente agrícolas o la libre importación de bienes básicos más baratos que los que el pequeño productor ofrece al mercado, provocaron violencia por doquier, incluso guerrillas con fuerte base rural, o la expansión de la más lucrativa, pero ilegal, producción de enervantes. El consumo urbano, legal o ilegal, nacional o internacional, sometió a sus intereses a las mayorías rurales y no dejó a los campesinos otra vía que la marginalidad y la emigración hacia las grandes urbes o más allá de las fronteras. Por lo tanto, como en toda crisis de una sociedad rural, tal como lo demuestra la historia, junto a la protesta organizada y pacífica de quienes no se resignan a morir de hambre junto a una riqueza descaradamente exhibida o junto a medios de producción que el egoísmo deja inactivos, surgieron grupos y bandas, también de origen rural, pero que se ponen al servicio de los poderosos. Aparecieron así las condiciones para una guerra larvada en los sectores rurales, y éstos se convirtieron en una verdadera bomba de tiempo para la estabilidad democrática no sólo a nivel local, sino también de todo el Estado. De este modo, el problema del desarrollo rural (que no es sólo el de la tierra, sino también y esencialmente relacionado con la verdadera incorporación cultural, económica y política a la ciudadanía de los sectores rurales y la vigencia en ellos de la democracia) es todavía una herida abierta en nuestro continente.
El MST pide la expropiación de las tierras improductivas y organiza su ocupación para hacerlas producir. Esgrime el derecho a vivir y a trabajar y defiende la sumisión del interés privado al colectivo. Todo eso forma parte de los derechos asegurados por la Carta fundacional de las Naciones Unidas. Pero el plomo asesino es la respuesta y se corre el riesgo de que la sangre vertida reclame otra sangre, en una terrible espiral ascendente. En nuestros países jamás podrá haber democracia si a las legítimas reivindicaciones de los campesinos se les responde con las armas. Como en el caso de otras matanzas, se impone hoy el castigo inmediato no sólo de los ejecutores materiales, sino también de quienes arman bandas paramilitares, las organizan, protegen y financian.