MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
Un grito en la tarde
Para doña Amparo Montes
--Hiciste lo que tenías que hacer y además, no lo abandonaremos. ¿Me oyes?--. Mientras espera la respuesta, Elena acaricia la espalda desnuda de Darío. --Los fines de mes podrá venir aquí.
--Mejor cambiamos de tema--. La voz de Darío se vuelve opaca. --Las cosas son como son, y ya. No tiene ningún caso seguir dándole vueltas al asunto.
--No quiero que vayas a pensar que no me importa o que no te comprendo; yo también... --Elena no puede terminar la frase. Lo impide la brusquedad con que Darío se vuelve hacia ella:
--Despreocupáte. No eres responsable de nada. La iniciativa de llevar a mi abuelo al asilo fue mía. Era necesario por nosotros y por los niños.
--También será bueno para él. Piensa que allá tendrá más libertad, amigos, podrá pasear. El jardín es muy bonito.
Darío se deja caer en la almohada. Mira el techo y descubre una cuarteadura. Hará que la resanen cuando mande pintar la recámara que habitó su abuelo durante nueve años.
--Ojalá que yo me muera antes que tú.
--¿A qué viene eso? --pregunta Elena desconcertada
--Para las mujeres es más fácil.
--¿Qué cosa?
--Vivir con los hijos, con los nietos.
--Un arrimado siempre estorba--. Elena se desliza bajo las sábanas. --Si llegaras a morirte antes que yo, preferiría vivir a media calle; aunque, claro, la soledad debe ser para los viejos tan aterradora como para los niños.
--Mi abuelo ya lo sabe y tal vez me comprenda--. Darío se cubre los ojos con el brazo. Durante los segundos que él y su mujer permanecen callados escuchan las voces procedentes del televisor encendido en la casa vecina. --No podrá ver las noticias. La directora me dijo que apagan la tele a las diez; en cambio les permiten a los huéspedes quedarse en el jardín todo el tiempo que deseen.
--¿Ves lo que te dije? Allá tu abuelo vivirá mejor que aquí. --Cállate, ¿quieres?-- En la súplica de Darío hay violencia contenida. --Solo cállate.
Después de unos minutos de inmovilidad, Elena abandona el lecho sin que su esposo trate de impedírselo. El frío la hace estremecerse, se envuelve en su bata, toma las zapatillas abandonadas al pie de la cama y con ellas en la mano sale de la habitación rumbo a la cocina.
Junto a la estufa, Elena bebe un sorbo de café. Celebra que Mateo y Santiago se hayan quedado a dormir en casa de sus primos. La divierte imaginar la expresión desencantada de su hermana cuando le cuente que Darío ni siquiera la tocó, que se pasaron la noche tendidos en la cama, desnudos, hablando en voz baja, como si don Anselmo aún estuviera en la habitación contigua. Elena reconoce que pasará tiempo antes de que se desvanezca por completo la presencia del anciano y que deberá esforzarse mucho para que Darío no se sienta culpable por haber internado a su abuelo en un asilo. La tranquiliza pensar que eligieron el mejor y que a don Anselmo le resultará muy grato en primavera, cuando el jardín se llene de flores.
--¿Me regalas tantito café?
La inesperada pregunta de Darío sobresalta a Elena:
--¿Quién..? Ah, eres tú--. Temblando aún, Elena vierte café en una taza. Cuando se la entrega a Darío, él acaricia su mano y sin mirarla le ofrece una disculpa. --¿Porque me espantaste?
--Porque te fallé. No sabes cuánto deseaba estar solo contigo, como antes... --Darío besa la mejilla de Elena y luego se dirige al comedor. Allí permanece inmóvil junto a la silla que durante años ocupó su abuelo. Elena se acerca y al fin se decide a preguntar:
--¿Crees que te sentirías mejor si tu abuelo regresara a la casa? Hablo en serio.
--Te lo agradezco, pero sabes que él no puede, no debe volver a vivir con nosotros. Además, tienes razón: allá estará mucho mejor.
--Y menos solo. Acuérdate: ninguno de nosotros tenía tiempo para llevarlo de paseo o para sentarse a platicar con él--. Elena adivina la sonrisa escéptica de su esposo. --No creas que lo digo nada más por decir.
--Claro que no, y por supuesto que otra vez tienes razón.
--Entonces por qué te reíste..
Darío no responde. Aparta la silla y toma asiento. Elena siente una profunda ternura cuando nota que, en la penumbra, la figura de su esposo es idéntica a la de don Anselmo. Y lo comenta, deseosa de halagar a Darío; pero comprende que él no la escuchó cuando lo oye pensar en voz alta:
--Fue difícil...
--¿Qué cosa? --Ella enciende una lámpara.
--Apartarlo de la reja... --Darío se estremece, como si escuchara otra vez el golpe metálico de la cancela que él mismo cerró. --La trabajadora social y el enfermero batallaron mucho antes de conseguir que mi abuelo se soltara de los barrotes. No quería abir las manos, como yo. El debe de haberlo recordado. --¿De qué estás hablando? --Elena repite la pregunta dos veces.
--De cuando era niño. Los domingos, a las cinco en punto, ni siquiera un minuto más tarde, mi abuelo me dejaba en el internado--. Darío hace un guiño. El gesto vuelve cínica su expresión: --Realmente era un asilo.
--Nunca me dijiste nada de eso. ¿Por qué?
--Lo había olvidado, por lo menos eso creí. Era espantoso, una auténtica tortura--. Darío se vuelve a Elena. Ella lee en la mirada de su esposo la súplica de que se acerque. --Nos bajábamos del camión a dos cuadras del asilo. Yo hacía hasta lo imposible por alargarlas, pero mi abuelo era implacable y a golpes me obligaba a seguir caminando sin prestarles atención a mis gritos. Eso aún me sorprende porque todo el mundo los oía.
--Mi vida, por favor... --Elena acompaña la súplica con una leve caricia en la mano, que su esposo retira y se lleva a los labios para asordinar un grito idéntico al que emitía de niño:
--Abuelo, te lo suplico. No me dejes solo. Llévame contigo. ¡Abuelo! --Darío interrumpe la frase y cambia a un tono casi festivo: --¿Y sabes qué me respondía el viejo? Que no, que era imposible porque cuando me quedaba solo en la casa hacía demasiadas travesuras.
--Es tu abuelo, piensa que también debió dolerle mucho separarse de ti...
--Hoy sí. Lloraba como un niño y hasta me dijo lo que yo le decía aquellos domingos infernales, antes de que me arrumbara en el internado--. Darío cierra los ojos y echa la cabeza hacia atrás.
--Lo recuerdo todo: la luz de la tarde, los olores, las mujeres asomadas a las ventanas, los niños que suspendían sus juegos al oírme gritar: Abuelo, por favor, te lo suplico: dame una oportunidad, sólo una más, la última.
--Debiste contármelo antes.
--Ya te dije por qué no lo hice: lo había olvidado o al menos eso creí--. Darío se levanta y camina hasta el centro de la habitación:
--Esta mañana fue terrible cuando nos despedimos y el abuelo se acercó a decirme: Te lo suplico: dame otra oportunidad. Te prometo que no voy a molestarlos, no saldré de mi cuarto, no me verán...
--Me imagino que fue espantoso escuchar a don Anselmo suplicándote.
--Lo peor no fue eso, sino darme cuenta de que lo disfrutaba. Cuando oí al viejo gritando Te lo suplico: dame otra oportunidad. Te prometo que ya no voy a molestarte y que no me saldré de la casa cuando tú te vayas a trabajar, sentí un placer inmenso. Duró sólo un instante porque luego volví a ser yo, como en mis pesadillas, el que suplicaba: Dame otra oportunidad, dame otra oportunidad.