Masiosare, domingo 8 de febrero de 1998



Apuntes de una


GUERRA QUE SE DICE INEXISTENTE


Adriana Díaz Enciso


Tras participar en una caravana para entregar comida y medicinas a los desplazados de Chenalhó, la autora reflexiona: ``¿Cómo puede gente como nosotros proteger a 7 mil 530 personas del Ejército, de los paramilitares? ¿Cuánta gente y por cuánto tiempo sería necesaria para que no vivieran en esta indefensión? La respuesta es abismal. Si no hay voluntad política del gobierno mexicano, la gente de Polhó, de Acteal, la gente indefensa y digna, seguirá quedándose sola''.



Justo donde un letrero reza ``Chamula'' echamos en falta dos camionetas de nuestra caravana. Nos bajamos de la combi para que el chofer vaya rápido a buscarlas. ``Cómo podemos estar aquí'', dice Marisa, de Enlace Civil, ``en este lugar tan peligroso. Este lugar de priístas''. Entonces vemos los rostros asustados de los hombres que nos ayudaron a cargar los alimentos. ``Aquí ha habido mucho muerto, mucha balacera'', nos dicen. Uno de ellos lleva la cicatriz que dejó una bala recibida justo donde nos encontramos. ``Están nomás viendo dónde andamos, para acabar.'' Bienvenidos a Chiapas, pienso con el miedo encajado en el estómago, mientras miramos alrededor vigilando que no venga nadie, ``para acabar''.

En cuanto salimos de la aparente calma de San Cristóbal de Las Casas se advierte la continua presencia del Ejército: los convoyes y tanquetas no dejan de pasar ni un instante, ni los grupos de policía estatal uniformados de negro, ni otros de gente armada sin uniforme ni identificación, todos con la misma mirada retadora, la sonrisa socarrona. El retén para entrar a Chenalhó es, todavía, policiaco.


Enemigos del estruendo

Polhó está a hora y media de San Cristóbal. Los integrantes de La Bola llegamos a entregar la ayuda reunida durante la gira Muévete contra la guerra y el concierto de clausura en el Angel de la Independencia. Temerosos de no saber brindar un poco de consuelo, nos sorprendemos rodeados de gente risueña y animosa que muy pronto descarga los camiones con toneladas de maíz, sal, azúcar.

Antes, vivían en Polhó mil 800 personas. Es una población bien organizada. Los muros de los albergues están decorados con alusiones zapatistas. Los baños de la escuela, a pesar de la escasez de agua, se conservan considerablemente limpios. Pero estas construcciones son insuficientes para los 7 mil 530 desplazados que se han asentado en Polhó, expulsados de sus comunidades por las amenazas paramilitar y militar. Los nueve campamentos de refugiados están emplazados entre veredas de lodo, consisten en casuchas hechas con lonas de plástico, y ahí pasan ellos las noches y madrugadas gélidas de un paisaje que, bajo otras circunstancias, robaría el aliento por su belleza.

Los tzotziles que nos reciben sonríen, bromean, aunque los niños anden descalzos, algunos con la escasa ropa mojada por la lluvia y pegada a sus cuerpos flacos. Todos hablan bajito, ríen bajito. Estas personas son enemigas del estruendo.

La ayuda la recibe formalmente Luciano, en representación del concejo municipal autónomo, que administra los recursos. ``Hace rato -nos informa- me reportaron que los soldados federales siguen haciendo su robanza. Ayer apenas llegaron a una comunidad en Naranjatic Alto a sacar las despulpadoras, a sacar fertilizantes, plantas solares, canastos para corte de café. Está empeorando más otra vez. Están robando junto con los paramilitares, y los mismos soldados federales empiezan a despulpar. Ahorita es el tiempo de cosecha. Nosotros somos cafeticultores, pero lo que pasa es que nos robaron nuestras parcelas, nuestros cafetales, nuestra milpa, maíz, frijol, ganado, caballos, todo se lo robaron los grupos paramilitares y los soldados federales, la Seguridad Pública. Ellos comen junto con los priístas paramilitares, en vez de labor social, como que lo están inventando, pues, que nos están ayudando a los desplazados.''

Por si quedara alguna duda, tras nosotros están las fotografías que las mujeres de Polhó lograron quitarle a un soldado: en efecto, se les ve robando el café que no sembraron. En otra, un militar apunta con arma larga a una casita de madera y sonríe hacia la cámara; es la foto del recuerdo.

Luciano continúa su relato: ``Ayer se fue a su casa un compañero que está aquí desplazado; todos queremos vivir tranquilos, ver nuestras cosas que tenemos en nuestra casa, y el compañero pensó eso. Se fueron tres a la comunidad de La Esperanza, pues lo que pasa: que ya lo tienen ocupado su casa, ¿quiénes?, uno de los más dirigentes de asesinos que hubo en masacre en Acteal, y ahorita lo tienen aquí a recibir su declaración y el concejo municipal lo va a mandar con los de la PGR. Lo que está diciendo, es el mero bueno, y dicen que es ex seguridad pública, y él lo anda manejando las armas, andan enseñando los priístas paramilitares, porque ellos son inditos como yo, pues, y más pobres, solamente le tienen ganas de matar a sus prójimos, sus hermanos, por eso él anda enseñando todas las matanzas, cómo se pueden utilizar las armas''.

Afuera de Polhó hay tensión. No podemos presenciar el momento en que el detenido es entregado a las autoridades. Le preguntamos a Luciano cómo es que los paramilitares aceptan armarse y matar. ``Pues sí, porque son los más necesitados, entonces se venden por un poco de sueldo, ellos dicen que están ganando 700 quincenales. La entrada de ellos, el motivo, sabemos todos que el año del 94 apareció el zapatismo, pero como nosotros sentimos que la lucha zapatista es buena y es para todos, empezamos a organizar y a seguir también la lucha, entonces nosotros quedamos como base zapatista. En eso el gobierno lo quiere acabar a las bases zapatistas, ya no al ejército, porque lo vio el gobierno del 94: no lo pudo acabar al Ejército Zapatista. Entonces como nosotros, como inditos, como campesinos pues, sabe que no tenemos armas, el gobierno nos manda acabar de una vez, junto con el presidente municipal, los agentes rurales los entregan armas a cada priísta, el que está preso ahorita en Cerro Hueco, así pues está bien coordinado con el gobernador (y aquí Luciano tiene un lapsus elocuente) Julio César Ruiz Perro y Jacinto Arias.''

En cuanto a la ayuda que necesitan, es claro: ``Lámina, madera, clavos, maíz, frijol. Herramientas. Palas, picos; es que ellos ya están organizando de trabajar en cada grupo sus parcelitas, pero no tienen con qué trabajar. Pero los que hacen las recolectas, que sea, directamente al concejo municipal. Para que no se confundan, hemos dicho en nuestra carta que si el gobierno tiene voluntad de ayudar a los desplazados, que sea a través del Enlace Civil o si no al comité internacional''.


Ese lugar junto a la carretera

Decidimos visitar a los desplazados que han regresado a Acteal. Algunos dicen que son 600; otros, que mil. Salimos de Polhó y a 300 metros topamos con un campamento militar. Acteal queda a 15 minutos. Me sorprende el fácil acceso a estos poblados. Cuando los funcionarios del ex gobernador Ruiz Perro declaran que no oyeron nada, cuando nos enteramos de las horas que tardaron en acudir, aun habiendo sido avisados de la matanza, cuando quieren hacernos creer que la horda de soldados y grupos policiacos que custodia y transita esta carretera no vio a 60 hombres fuertemente armados que se dirigían a la comunidad, podríamos imaginar que Acteal es un lugar de dificil acceso, lo que daría una remota verosimilitud a tan ridícula historia. Resulta escalofriante comprobar que este lugar está a menos de dos horas de San Cristóbal, junto a la carretera pavimentada. El acceso no podría ser más fácil; la visibilidad del crimen no podría ser más obvia. Los sobrevivientes de Acteal y los 7 mil 530 desplazados en Polhó no podrían estar más expuestos.

A Acteal no nos dejan entrar. Los que han regresado están recelosos; dicen que ellos sí están con la Constitución. La masacre ha creado divisiones y suspicacias, la cuota de la desesperación de quienes son víctimas y ya no saben en quién confiar.


La precaria alegria y la Cruz Roja

Desconcertados, regresamos a Polhó. Dentro, las instalaciones de la Cruz Roja Mexicana: una inmensa tienda de campaña junto a dos ambulancias. Los hombres que dicen ser médicos, más parecen policías. Sus miradas burlonas ayudan a pensarlo. También el incidente de la joven del campamento de ayuda humanitaria que le pide a uno de ellos algo para el estómago. El le ofrece una medicina y ella le dice que es demasiado fuerte. ``Pues a ver si así te pones chida -le responde el médico- y pasamos la noche juntos.''

Ya es de noche. Dos hombres tocan el arpa y una enorme guitarra. Muy bajo entonan una melodía dulce y triste que se repite incansablemente mientras otros bailan, apenas deslizando los pies sobre el suelo. Luego suben al estrado los músicos de nuestra caravana: armónica, guitarras, y de pronto aquello es una fiesta. Risas y baile, todo, a espaldas del campamento militar. Los soldados oyen esa precaria alegría. La noche anterior tres de ellos, borrachos, intentaron entrar al campamento cuando oyeron que los refugiados estaban bailando. Una vez más, las mujeres se lo impidieron.

Hoy, yo bailo con María Elena. Tiene tres años. Muy pronto me encuentro en un círculo de niñas de distintas edades. O están descalzas o tienen enfermedades en la piel o tienen tos. De todas formas las anima una alegría inaudita. Están completamente locas de gozo, ríen, dan vueltas, se tiran al suelo, me abrazan. No hablan español pero no hace falta. Nos entendemos. Todos sabemos de lo fugaz de esta alegría, y por lo mismo de su fuerza, de la dignidad de esa fiesta a espaldas de los zopilotes. Cantamos el himno zapatista. Las niñas sí saben decir ``zapatistas'', tararean la canción. Ni una gota de alcohol en este baile.

Después de la música vamos a clasificar medicamentos. Ingenuos, creemos que los encontraremos en la casota de campaña de la Cruz Roja, pero está vacía, no hay nada ni nadie ahí dentro, apenas unas cuantas medicinas caducas tiradas por el suelo. Vamos a la enfermería de la ayuda civil. Una joven doctora de la Universidad Autónoma de Chiapas coordina el trabajo. Quedan clasificados todos los medicamentos. Si en una noche fue posible hacerlo, ¿por qué no se había hecho antes?, ¿a qué se dedican los de la Cruz Roja?

Algunos músicos acompañan a la guardia nocturna a la entrada de Polhó. Un mecate de donde cuelga un letrero que pide identificarse es toda la protección con que cuentan estos hombres desarmados y hambrientos.


``Nos van a dejar solitos''

A la mañana siguiente visitamos los campamentos, resbalando entre el lodo. Aun ante la ausencia de las más mínimas condiciones de salubridad, alimentación, albergue, estas personas nos sonríen. Una mujer camina con dificultad: muestra en una pierna los efectos de la lepra de montaña. Un bebé de semanas nos ve con mirada de adulto. Una jovencita demacrada y con fiebre lleva a su bebé en brazos: sus ojos ya no son de este mundo. Un pequeño me obsequia una sonrisa débil; su hermanita mayor también sonríe, y en su palidez, en su semblante y delgadez, leo que muchos de los niños, hombres y mujeres que estoy viendo van a morir de enfermedad, de hambre, de frío.

Esa mañana llegaron más soldados al campamento junto a Polhó. ``Ya se van -nos dice Luciano al despedirnos-. Nos van a dejar solitos''. En sus ojos veo que es verdad, que se quedan muy solos. Y me asalta la conciencia de un absurdo: los que pueden proteger a estas personas son todos como nosotros. Si hay ``güeritos'' en Polhó los asesinos se la pensarán un poco más antes de volver a atacar. Pero nosotros, y los otros civiles que duermen ahí, somos sólo gente indignada -la mayoría muy joven-, desarmada e inexperta en las formas de la guerra. ¿Cómo puede gente como nosotros proteger a 7 mil 530 personas del Ejército, de los paramilitares? ¿Cuánta gente y por cuánto tiempo sería necesaria para que no vivieran en esta indefensión? La respuesta es abismal. Si no hay voluntad política del gobierno mexicano, la gente de Polhó, de Acteal, la gente indefensa y digna, seguirá quedándose sola.


La lentitud y la urgencia

De regreso, el retén ya no es de la policía, sino militar. En un día creció de manera anormal, y a los soldados los acompaña un comando policiaco de apariencia siniestra. Filmamos, tomamos fotografías. Se acerca una camioneta sin identificación. Dentro hay varios hombres que se burlan y también nos toman muchas, muchas fotografías. Ya en el autobús de regreso al DF nos detendrán cinco retenes: militares, policías, migración. Un soldado quiere quitarle la cámara a Anónimo, de Café Tacuba. ``No -le dice-. No grabes. No grabes nada.''

Viajo de regreso a casa convencida de lo que han visto mis ojos: la gente en Chiapas vive en guerra, sin lugar a equivocación. Basta con ver la mirada de los soldados para entender que no están ahí para hacer servicio social alguno. Basta con ver de qué manera atroz están rodeados los desplazados de Polhó, de qué manera están sitiados también por dentro con la presencia de los dudosos médicos de la Cruz Roja Mexicana, para comprender que si no se permite la intermediación de la Cruz Roja Internacional, el acceso de asociaciones mundiales defensoras de los derechos humanos, nadie va a evitar que los indios de Chiapas vuelvan a ser masacrados, nadie va a lograr que la gente deje de morir en estos campamentos inhabitables, nadie va a hacer posible que los desplazados regresen a sus hogares, a sus cultivos, a su forma de vida autónoma, sencilla y digna que algunos sectores de la sociedad pretenden pintar como una amenaza de consecuencias fatales.

¿Qué soberanía defendemos cuando no somos capaces siquiera de aceptar que existe la guerra que atestiguamos? Más claro que nunca me queda, también, que esa multitud omnipresente de soldados busca ejercer aquello para lo que fue entrenada: matar, y que el EZLN no puede dar un solo paso más para el restablecimiento del diálogo si antes no regresan los soldados a sus cuarteles, si su base social sigue viviendo en el miedo y la indefensión.

Muchas palabras se están gastando en este asunto. La ambigüedad por parte del gobierno no es sólo frívola, sino criminal. Los gestos de sensibilidad política son pocos, lentos, de muy vaga lectura. Ya ante la mancha urbana de la capital, me pregunto cómo haremos para conciliar estos dos tiempos: el de la lentitud, que llamamos el de la política, y aquel de la urgencia de los indios de México que, en ese resistir que con sangre fría les exigimos, siguen muriendo.