José Agustín Ortiz Pinchetti
Tiempos revueltos

Se acumulan signos de ruptura, expresados en hechos sin precedentes: candidaturas presidenciales a casi tres años de las elecciones federales; actos de provocación; renuncias al PRI de personajes relevantes; insubordinación de gobernadores reaccionarios. ¿Son signos de desintegración política?

Propongo la siguiente hipótesis: la vida política de México tuvo como eje al ``sistema'', y el ``sistema'' tuvo como eje central a la Presidencia de la República. El presidente Ernesto Zedillo abdica de su carácter de jefe nato del ``sistema''. Sin su liderazgo, literalmente se descabeza todo el aparato. (Recordemos la metáfora de Zaid sobre la muerte del PRI por decapitación.)

El secreto básico del ``sistema'' estuvo en su disciplina. El monarca carismático actuaba como un árbitro definitivo en todas las contradicciones y pugnas importantes. El ambiente de tiempos revueltos de 1998 recuerda a los de 1929. En ese año, después de la muerte del último gran caudillo, Alvaro Obregón, su sucesor Plutarco Elías Calles decidió establecer instituciones que sustituyeran a los protagonistas (él esperaba influir decisivamente en ellas). Un solo partido. Un solo mando. La fórmula heredó el carácter jerárquico, cuasi militar, de la disciplina callista que sometió por 70 años a la legión de políticos, caciques y caudillos menores.

Muchos apocalípticos sueñan con el derrumbe completo del sistema ¡Ingenuidad conmovedora! La sola amenaza de destrucción de los intereses de la elite de la clase gobernante provocará resistencias y saboteo. Si los grupos, corrientes, personajes y fuerzas entran de pronto en una lucha feroz entre ellos, lo más seguro es que el cambio que se produzca sea regresivo.

El Presidente no debería de abdicar rápidamente. Tiene una gran responsabilidad e instrumentos para impedir que el ``libre juego de las fuerzas políticas'' acabe por desgobernar al país. Estamos pendientes de una iniciativa para un acuerdo en lo esencial:

1) Una reconciliación nacional; 2) una garantía de que acabará la impunidad; 3) un plan para iniciar la redistribución del ingreso.

1) Es necesario renunciar a la venganza. Debemos admitir la responsabilidad colectiva en la corrupción y en las claudicaciones de nuestros políticos. El Congreso debería expedir leyes que establezcan reglas claras para la amnistía y el perdón. Debemos olvidar los abusos y desafueros, salvo los más graves, en aras de preservar el futuro. Tenemos que amnistiar al pasado. Tenemos que darle garantías a la clase política de que no será aplastada por la reforma. Que nos aleccione el desastre de la República Española (1932-1936): no se logró un acuerdo realista para que los intereses que habían predominado durante la monarquía pudieran reajustarse. La pasión imperó y precipitó una hecatombe. En el mismo país, 40 años después la transición triunfo por el pragmatismo de los reformadores y de sus adversarios. Un pacto basado en la garantía de supervivencia para todos fue el puente hacia el cambio.

2) Urgen nuevas reglas para la organización del poder y la lucha por el poder. Pero el tema central pendiente es un control sobre el ejercicio de la función pública en todos los niveles y espacios. Un mecanismo efectivo de rendición de cuentas. Debemos dar garantías a la ciudadanía agraviada de que los desafueros no se repetirán y de que la reconciliación no significa una nueva impunidad. (La próxima semana conversaremos sobre esto.)

3) La desigualdad absurda de la riqueza, los conocimientos y las oportunidades entre las distintas castas, etnias, clases; la tiranía de la criollada extranjerizante es una supervivencia colonial, una amenaza a la paz, un obstáculo para la economía de mercado.

El gobierno debe impulsar lo más pronto posible programas de inversión masiva, cuidadosamente supervisada para las regiones deprimidas (hasta hoy las grandes inversiones federales en Chiapas terminaron por enriquecer a 700 familias).

Se impone una gran reforma fiscal progresiva. Una democratización sindical. No es posible seguir la larga agonía de la deuda externa. Tenemos que renegociarla no individualmente sino con toda la región.

Si Estados Unidos y los países industrializados quieren países socios y compradores prósperos, estables, democráticos, tendrán que invertir. No podemos pedirles que nos regalen su dinero, pero sí podemos exigirles que establezcan formas nuevas de inversión y no de esquilmo.

Tendrán que asociarse a nosotros con inversiones a largo plazo. Los gobernantes norteamericanos de hoy tendrían que impulsar un Plan Marshall para reconstruir nuestras economías. Al final ganaríamos todos.