La Jornada Semanal, 8 de febrero de 1998
La memoria es un género poco frecuentado por la literatura mexicana. En nuestro siglo, sobresale el Ulises Criollo de Vasconcelos como la memoria en el sentido que le dio Juan Jacobo Rousseau al inaugurar, con la suya, la sensibilidad romántica: el corazón tiene su historia y la historia del corazón no puede ser agotada por la filosofía, porque su increíble proyecto es recuperar, mediante la pasión, un paraíso sin Dios...
Menos intensas que las de Vasconcelos, más literarias, son las memorias de Alfonso Reyes en un libro lúcido y sereno, Pasado inmediato. Más irónicas en su humor, entre reservado y carnavalesco, las de Salvador Elizondo, y alejadas, inquietantes, disciplinadas, disfrazadas y perfectas, las de otro contemporáneo mío, Sergio Pitol, en El arte de la fuga, referencia cultural y descripción natural al mismo tiempo.
A Vasconcelos hay que leerlo de pie. A Reyes, sentado. A Elizondo, con la luz encendida y la puerta cerrada. A Pitol, en la cama. Cuatro maneras de recordar.
Pero en términos generales, repito, los mexicanos cultivamos, si no la amnesia, al menos el pudor del olvido y, a veces, la conveniencia pública de callar, pero disfrazada por una tradición, como dijo Castro Leal de la poesía mexicana, ``fina y sutil'' -lo cual en su momento, provocó la sagrada cólera de Octavio Paz.
Campañas de çlvaro Obregón. Quince años de política mexicana de Emilio Portes Gil. Algunas páginas de Blas Urrea, seudónimo de Luis Cabrera. Las memorias del tostado alazán potosino, Gonzalo N. Santos. Los ejemplos son escasos y los de las aún más escasas memorias presidenciales, poco considerables.
Hay que volver, entonces, los ojos a la literatura y repetir: Vasconcelos, Reyes, Elizondo, Pitol. Seguramente hay otros; estos son mis favoritos.
A esa pequeña constelación se une ahora Sealtiel Alatriste con un libro de verdad excepcional: Los desiertos del alma. Relato de la muerte de mi madre, libro de factura literaria perfecta, en el que frase tras frase de claridad memorable se van sucediendo, pero sumando también, memoria sobre memoria dentro de una forma que trasciende toda prisión formal y se nos presenta, ciertamente, como recuerdo, pero también como confesión, novela, autoanálisis, prosa poética y, sobre todo, Voz.
Voz del autor, voz de su madre, voz de su familia, voz de su sociedad, voz de su tiempo, pero todas sostenidas por una frase inicial del autor: ``Desde que tengo memoria...''
Esa memoria, generosa y matizada, nos entrega retratos fuertes, graciosos y hasta picarescos, de padres y abuelos que pertenecen a la prosapia literaria de autores como Pérez Galdós y Pío Baroja; un padre inventor de libros imposibles y empresas fracasadas, un abuelo mujeriego que transforma sus parrandas en expiaciones y una abuela que acepta elevar todo acontecer doméstico a la categoría de lo sublime.
Alatriste traza con su habilidad de relator de costumbres, evidenciada ya en sus novelas, estos retratos, no sólo porque en sí son válidos como entorno de la familia, sino porque, gracias a ellos, la figura central del recuerdo, la figura materna, empieza a dibujarse, contrastada, singular, generosa y prohibitiva, pero sobre todo amorosa, dueña de todas las latencias vitales que sólo la muerte -anticipo- actualizará.
Con gran sabiduría narrativa, Alatriste hace presente a su madre, antes que nada, como una voz. Una voz en el conjunto de la voz colectiva de la familia. Ahora bien, desmintiendo a Tolstoi, esta es una familia feliz pero interesante a causa de sus violentas rivalidades juveniles, sus inexplicables momentos de solidaridad, sus inmensas envidias y sus aburrimientos sin límite. Son las voces, en fin, de un hogar unido por multitud de sinrazones, emociones encontradas, tradiciones y afectos apasionados hacia el padre y la madre, alternando con apasionado odio hacia ambos...
El arte de Alatriste consiste en ir aislando de este abigarrado y ruidoso coro familiar la voz singular de la madre, pero sin divorciarla nunca del arraigado clan al cual pertenece.
Una voz que a la hora de la cena pronuncia de manera disimulada el nombre de cada comensal, marido e hijos, antes de servirlos.
Una voz de arrullo, ternura, regaño y ánimo, que un día empieza a manifestarse con un timbre de resignación contenida que el hijo antes no había escuchado.
Una voz, al cabo, transformada por el dolor primero y arrebatada, silenciada, por la muerte, al final.
La ausencia terminal, irrevocable, de la voz materna, se escucha precedida por el dolor y la enfermedad del cuerpo que porta la voz. Hay escenas de una impresión física intolerable en estos Desiertos del alma. El más agudo es el momento en que el cirujano, quien acaba de extirpar el tumor canceroso del cuerpo de la madre, se lo avienta al hijo ``como si fuera una pelota''. El hijo recibe el fruto del mal entre las manos pero siente que ha acariciado la nada.
Tiene razón. Esa bola lisa y pegajosa a la vez, no tiene nada que ver con la vida del cuerpo que la generó -y que lo generó a él mismo, al narrador, a Sealtiel Alatriste-. El tumor no habla, el tumor es un órgano arrancado al cuerpo como un girasol arrancado por Van Gogh a la naturaleza: ``Era como una flor que nunca más estaría al sol'', piensa el hijo, el escritor.
El contraste que la memoria de Alatriste hace entre el cuerpo herido y la voz viva de su madre, es una rebelión. Es la rebelión luciferina o adánica, dependiendo de nuestra lectura y de la fe que al cabo exige toda lectura. Es la rebelión contra la condena que Dios le impuso desde el día de la creación a la humanidad; la Voz es Mía, le dijo Dios al ángel rebelde primero, al hombre caído después. La Voz es mía y el Cuerpo es tuyo.
El Cuerpo es tuyo y tu cuerpo va a sentir hambre, va a sentir dolor, va a sentir frío y calor, todo lo que yo, tu Dios, desconozco. Tu cuerpo, Adán, va a ser golpeado, humillado, arrastrado, herido, sangrado, cosido con los hilos de la enfermedad pero también cosido a puñaladas. Y tu cuerpo, Eva, va a parir, va a trabajar de rodillas, se va a ahogar en llanto. Adán, Eva, Caín, Abel y toda su descendencia deberán incendiar sus cuerpos con el deseo de la pasión y luego enterrar sus cuerpos para que no los devoren las bestias.
Ese es el precio de tener el cuerpo que Yo les di, le dice Dios a sus criaturas.
Cuenten sus breves momentos de placer y alegría. Serán escasos y si fuera por mí, vuestro Dios, serían mudos. Les concedo el derecho de gritar y aullar de dolor y hasta de placer, pero les prohibo decir el amor y el sufrimiento, a menos que me lo paguen con una cuota de mortalidad.
Te doy tu voz para que digas tu muerte.
Escucha, en la mía, la inmortalidad.
Lucha de voces: la memoria de Alatriste está permeada por la más antigua de todas las luchas, el combate entre el cuerpo que Dios nos dio y la Voz que nos concedió a cambio de la muerte.
Una voz casi inaudible, la excepción a nuestro silencio consustancial, pues para Dios el lugar de la mujer y el hombre es el cuerpo y el lugar de Dios es la palabra.
Dios es sólo verbal. El ser humano es ante todo corporal y sólo por una irónica, desdeñosa y revocable concesión divina, es un ser parlante.
Rebeldía de la voz para salvar la fatalidad del cuerpo: Los desiertos del alma de Sealtiel Alatriste recorre este viacrucis del destino con la voz rebelde del hijo ante la inevitable desaparición de la madre. ¿Qué duda cabe que el hijo, por el intento de salvar la vida de la madre, primero en la actualidad del pasado y ahora en la presencia de un libro, será castigado por un Dios que tolera la literatura sólo como anticipación de la muerte?
Al cabo, la muerte le permite al demiurgo recuperar, una y otra vez, su soberanía infinita, que es la de la Creación con C mayúscula.
Dios creador. Hombres y mujeres, creados.
Dios inmune. Hombres y mujeres, dañables.
¿Cómo no vamos a pagar con el daño de la muerte la segunda creación que significa un libro, la re/creación que es la palabra escrita?
Imaginemos la cólera divina cuando el ser humano descubre que, destinado a morir como precio de la palabra que le arrebata a Dios para darle al cuerpo humano algo más que una forma física vulnerable y pasajera, puede vengarse de Dios heredando la palabra a través de un libro y diciéndole una y otra vez al creador divino, yo, la criatura, soy creador humano y no moriré del todo, no moriré del todo porque aunque perezca mi cuerpo, mi palabra permanecerá y será transmisible, y aunque yo sea polvo mi palabra será polvo enamorado, y el tiempo de mi palabra será para siempre el de la estación florida, y el lugar de mi palabra será siempre un lugar de la Mancha, una mácula impresa en la piel del mundo.
Por eso, para recobrar la edad perdida, para decirle ``te quiero'' al ser amado, para devolver la vida robada por la enfermedad, Sealtiel Alatriste ha escrito este hermoso libro, para decirle a tiempo a su madre muerta, que sólo muerta el hijo se dio cuenta de que el mundo interior de la madre no le pertenecía a él, sino a ella; que él, el hijo, siempre había consideradoÊla vida de la madre desde el propio mundo interior del hijo, y nunca desde el mundo propio de la madre.
Por eso ha escrito este libro y lo ha llamado Los desiertos del alma, la arena del tiempo que media entreÊla muerte de la madre y la vida del hijo, la ironía y la paradoja de un libro que la madre no podrá leer, pero que el hijo, arcángel caído, más Luzbel que Sealtiel, se ve obligado a imaginar, nos dice, para recrear a su madre, ya que a ella Dios le dio vida una sola vez, y ahora el hijo tiene la obligación de hacer suyas, suyas de él y de su madre, ``verdaderamente suyas en la imaginación'', las noticias que la madre le comunicó al hijo para demostrarle que en literatura la muerte puede hacernos perder el pasado pero nos regala, en cambio, el futuro.
Este libro es el futuro de doña Mireya Alatriste, la madre de Sealtiel. Es su nueva, su segunda vida.