La Jornada Semanal, 8 de febrero de 1998
La ciencia se convierte en cultura cuando deja de ser del dominio único de los especialistas para pertenecer al conjunto de valores, creencias, tradiciones o lenguajes que elabora y transmite una sociedad. De otras dos características depende que la ciencia devenga cultura: 1) debe haber una correspondencia entre los conocimientos científicos que posea la sociedad y sus condiciones materiales de existencia que, sobra decirlo, en la actualidad dependen totalmente de la investigación científica y el desarrollo tecnológico, y 2) la ciencia proporciona la capacidad y los instrumentos para alterar estas condiciones materiales de existencia social.
Los resultados más generales de la ciencia se han incorporado a las creencias, tradiciones y lenguajes de gran parte de la sociedad. Sólo que, curiosamente, en la cultura coexisten, a veces de manera separada, en otras con las mezclas más insólitas, conocimientos científicos con supersticiones y otro tipo de creencias. Son métodos que se excluyen. Un aspecto central de esta coexistencia es que el saber debe poder ser elaborado y transmitido por la sociedad, es decir, debe haber capacidad de creación y descubrimiento científico, y educación. La cultura sin educación sería imposible. Nos referimos a la educación escolarizada, la enseñanza no formal y la divulgación, vía la decodificación o reformulación del lenguaje científico. Si no hay claridad y comprensión de la necesidad de formar a los individuos en los atributos del pensamiento científico y en ciertas disciplinas científicas, no hay cultura científica .
A mayores grados de desarrollo tecnológico y científico, hay mayores grados de incorporación de la ciencia a la cultura. En los países subdesarrollados, esta función se cumple de manera parcial y más bien contradictoria. El ejemplo más dramático y reciente de lo que pasa en México es el debate legislativo a raíz del arrebato de las presidencias de las comisiones del Congreso de la Unión, donde la Comisión de Ciencia y Tecnología no fue motivo del menor interés de ninguno de los partidos por obtener su control, y ni siquiera figuró en las crónicas periodísticas.
La ciencia es el instrumento idóneo no sólo para alterar sino para revolucionar las condiciones materiales de existencia de una sociedad. El germen de esta capacidad radica en lo que los filósofos llaman la epistemología de la ciencia, donde la imaginación y reflexión crítica ocupan un lugar central. No hay alteración o cambio sin crítica o cuestionamiento de por medio.
Como corolario podremos apuntar que para que la ciencia se convierta en cultura se requiere una adecuada pedagogía y comunicación veraz y eficiente.
En Paideia , Werner Jaeger presenta un magnífico y original estudio de la unidad originaria de expresiones modernas como civilización, cultura, tradición, literatura, educación, ciencia o técnica, sintetizadas todas ellas por la palabra griega paideia. Apunta el filólogo alemán germano:
Hoy estamos acostumbrados a usar la palabra cultura, no en el sentido de un ideal inherente a la humanidad heredera de Grecia, sino en una acepción mucho más trivial que la extiende a todos los pueblos de la Tierra, incluso los primitivos. Así, entendemos por cultura la totalidad de manifestaciones y formas de vida que caracterizan a un pueblo. La palabra se ha convertido en un simple concepto antropológico descriptivo. No significa ya un alto concepto de valor, un ideal consciente. Con este vago sentimiento analógico nos es permitido hablar de una cultura china, india, babilonia, judía o egipcia, a pesar de que ninguno de aquellos pueblos tenga una palabra o un concepto que la designe de un modo consciente [É] con los griegos por primera vez se establece, de una manera consciente, un ideal de cultura como principio formativo.
A lo largo de la obra citada encontramos la configuración gradual del término paideia y de lo que hoy denominamos como cultura: desde la nobleza de los tiempos heroicos de Homero y la vida campesina de Hesíodo, pasando por la tragedia griega, hasta los grandes sistemas filosóficos clásicos. En este tránsito, Jaeger destaca la relación entre cultura y la formación consciente del hombre. Para el caso de la cultura científica, este desarrollo sería la formación consciente del hombre crítico. No se trata únicamente de que el ciudadano común y corriente tenga memoria de los hechos científicos sobresalientes, sino que aplique los principios de la ciencia en muchas de sus actividades.
Pero también hay que considerar que buena parte de la educación inconsciente se produce en la actualidad en los medios de comunicación masiva, dominados por la frivolidad, la violencia, el hedonismo y la superstición, modernos molinos de viento contra los que el Quijote debe combatir.
Los medios de comunicación masiva venden diariamente información y ``servicios'' de prácticas y creencias ancestrales desprovistas de su interpretación original, contaminadas por el frenesí consumista: astrología, Tarot, amuletos, espiritismo (incluso como ridículo y vergonzante ``recurso'' de la ``investigación criminalística''), sanaciones mágicas, sectas, movimientos milenaristas, ``profecías'' de fin de año, New Age.
Durante un encuentro de periodistas científicos europeos, celebrado en Madrid en 1989, Michael Kenward, director de New Scientist y miembro del Comité para la Comprensión Pública de la Ciencia del Reino Unido, al presentar y comentar los resultados de una encuesta efectuada por un grupo de la Universidad de Oxford, se lamentó de que casi un tercio de los dos mil encuestados pensaba que el Sol gira alrededor de la Tierra, y señaló que antes de que nadie empezara a sugerir que se trataba de un peculiar fenómeno británico, un estudio similar en Estados Unidos tuvo resultados equivalentes.
Pero este problema no es nuevo, una de sus aristas fue abordada por Paul Forman en su influyente libro Cultura en Weimar, casualidad y teoría cuántica, 1918-1927, una investigación de importancia fundamental en el campo de la historia de la física del siglo XX, en el que argumenta que el medio ambiente intelectual -hostil hacia la ciencia existente en Alemania, y representado especialmente por la obra de Oswald Spengler La decadencia de Occidente, a causa de la dolorosa y humillante derrota de la primera guerra mundial- ejerció una presión sociointelectual sobre los físicos y matemáticos alemanes que los condujo a prescindir de la causalidad en la física (antes del surgimiento de la mecánica cuántica).
Pues bien, Forman recurre a una cita de Arnold Sommerfeld, profesor de física teórica en Munich, para ilustrar la proliferación de supersticiones y supercherías en un medio ambiente particularmente propenso al rechazo de la ciencia:
¿No le sorprende a uno como un monstruoso anacronismo el que en el siglo XX una publicación respetable se vea forzada a solicitar una discusión sobre astrología?; ¿el que amplios círculos del público educado o semieducado se sientan más atraídos por la astrología que por la astronomía?; ¿el que en Munich exista probablemente más gente que se gane la vida con la astrología que la que trabaja en astronomía? Sin duda que en Alemania este anacronismo se basa en parte en la miseria actual. La creencia en un orden racional (vernünftig) en el mundo se vio sacudida por la forma en que terminó la guerra y fue dictada la paz; por consiguiente se busca la salvación en un orden irracional (unvernünftig) del mundo. Pero la razón auténtica debe ser más profunda, ya que la astrología, el espiritismo y las sectas que pretenden curar por la fe están floreciendo también entre nuestros enemigos. Nos encontramos, por tanto, enfrentados claramente una vez más con una ola de irracionalidad y romanticismo, como aquella que hace cien años se extendió por Europa como una reacción contra el racionalismo del siglo XVIII y su tendencia a hacer un poco demasiado fácil la solución al enigma del universo. A pesar de que no me hago ilusiones en el sentido de ser capaz de contener esta ola mediante argumentos basados en la razón, quiero no obstante, lanzarme decididamente en contra de esto.
¿Acaso lo expresado en 1919 no puede ser válido perfectamente en 1997? Usted puede visitar el llamado Pasaje Esotérico en conocido centro comercial del poniente de la ciudad de México, ver el despliegue exótico de estas creencias y constatar que seguramente los ``astrólogos'' que ahí ``trabajan'' ganan más que los astrónomos con todo y sus tortibonos. En efecto, la razón auténtica debe ser más profunda y no responder únicamente a fenómenos cíclicos, ya que esta ola de irracionalidad continúa setenta años después.
En los países sin tradición científica es lugar común oír hablar de ciencia y tecnología como de conocimientos separados, confundir la técnica con la tecnología o, peor aún, privilegiar esta última en detrimento de la ciencia, con argumentos de la ansiada vinculación con el sector productivo. Esto no es más que el reflejo de la falta de comprensión del fenómeno histórico ciencia, incluso por parte de sectores educados de la sociedad.
La técnica es, sin duda, no sólo importante sino también un hecho histórico que durante siglos se desarrolló sin el conocimiento científico. La aritmética india y el álgebra árabe; la geometría y la matemática griega; la metalurgia de Damasco o Japón; la navegación fenicia y vikinga; la medicina y la química tradicionales chinas; la precisión astronómica, el conocimiento de los materiales cerámicos y de los principios activos de las plantas, o el cruce genético de semillas y variedades vegetales de toltecas, teotihuacanos, mayas, aztecas o incas. Unas cuantas estrellas de un firmamento plagado de ingenio.
Pero no había ciencia. La técnica fue el resultado de miles de años de penosa evolución, de ensayo y error.
Diversos filósofos, historiadores y científicos han aclarado, sin ponerse necesariamente de acuerdo, en qué consistió o en dónde radica la fuerza de ese tipo especial de conocimiento que comenzó a emerger en el siglo XVII.
Bien analizada, la ciencia es una aspiración humilde de conocimiento a la que deberían retornar sus pretendientes. Para la ciencia no hay dogmas, todo está puesto en duda. Los postulados o axiomas son válidos en tanto no causen contradicción en un determinado sistema de ideas; o sólo lo son en un determinado mundo posible, tal como sucedió con el 5¼ postulado de las paralelas de Euclides, que después de haber sido cambiado por Riemann y Lobachevsky abrió espacios extraños buscados tiempo después por la relatividad einsteiniana.
Charles C. Peirce propuso su concepto de falibilismo, que considera posible el error en todo instante de la investigación científica; en este sentido, todo nuestro conocimiento científico es falible e hipotético, no se puede probar pero sí se puede disprobar (¿cuántos teoremas no han sido demostrados sólo por reducción al absurdo?) por medio de la crítica, por lo que las teorías científicas suponen una representación crecientemente mejor de los aspectos relevantes de la realidad.
Si bien la lógica de la investigación científica tiene muchas más variables que las aquí delineadas, se puede obtener como consenso que el conocimiento científico es crítico, imaginativo, intuitivo, refutable, mensurable, experimental y predictivo. Estos son los atributos de la ciencia, que la vuelven una novedad en la historia humana que derribó la idea ancestral del hombre como centro del universo y la creación, que transformó en actos las potencias insospechadas en todas estas techné.
Solamente cuando estos atributos son transmitidos en los mensajes de la divulgación de la ciencia, es decir, cuando son comprendidos por el público, es que podríamos estar de acuerdo en que la ciencia se ha convertido en cultura. De
lo contrario, sólo sería un objeto más de consumo, vía la tecnología o la información tipo ``muy interesante''.
Otro peligro es que la ciencia pervierta sus principios, como en el caso al que alude el filósofo Pierre Thuillier, editor de la revista La Recherch. En los países desarrollados con tradición científica, podemos encontrar el otro extremo del papel social de la ciencia:
Es preciso percibir que, frecuentemente, el problema de la relación entre ciencia y técnica es falseado porque -en todas las sociedades más o menos industrializadas- insistimos en colocar a la ciencia por encima de todo; como diría Augusto Comte: ``la ciencia pasa a ser el poder espiritual''. En una sociedad moderna, laica e industrial, la ciencia se convierte en una instancia espiritual de personas que detentan el saber. La eficacia de la ciencia permite a cierto número de personas imponer determinada visión del mundo que justifica el poder que ellas detentan en la tecnocracia, en la cultura, en la escuelaÉ Hoy, hay quienes acuden a la ciencia para saber si su sexualidad es buena o mala, si su agresividad o religiosidad son adecuadas. La ciencia se vuelve una instancia privilegiada.
Ciertamente, no hay que caer en el error de privilegiar la ciencia frente a otros caminos del conocimiento enraizados en la diversidad cultural, lo cual conduce a una mayor tensión entre civilización y cultura. De hecho, los jóvenes europeos y norteamericanos han reaccionado con fuerza ante el embate tecnócrata: la matrícula de posgrado de estudiantes de ciencia en Estados Unidos ha disminuido considerablemente; la moda confusa del New Age, y en el continente europeo el Camino de Santiago, han revivido con fuerza extraordinaria; se voltea la mirada a los antiguos ritos celtas. En México, se rastrea todo tipo de señal que pueda conducir al conocimiento de los antiguos mexicanos.
Otro aspecto de la divulgación donde frecuentemente se cometen errores, es la imagen que se presenta de los científicos o investigadores como seres que buscan desinteresadamente el saber por el saber mismo, emocionalmente estables y éticamente intachables. Por supuesto, como en todos los campos del conocimiento, contamos con casos ejemplares de auténtica vida intelectual en las condiciones más adversas, como Michel Faraday, Evaristo Galois, Emy Noether, los esposos Curie, por mencionar a algunos de los más famosos.
Sin embargo, muchos otros han expresado abiertamente su interés por enfrentar enigmas o desafíos científicos sólo para probar su habilidad y velocidad mentales.
Es el caso del simpático y genial matemático ingles Hardy, quien en su libro Autojustificación de un matemático hizo varias afirmaciones que seguramente la mayoría de nosotros acogeremos cálidamente. Al considerar los motivos más importantes que tiene un hombre para hacer investigación, escribió con el mayor candor:
El primero (sin el cual todo lo demás pierde absolutamente la razón de ser) es la curiosidad intelectual, el deseo de conocer la verdad. A continuación cabe colocar el orgullo profesional, la ansiedad por ver recompensados y satisfechos por el éxito los deseos de conocer, la vergüenza que embarga a todo artífice que se respete a sí mismo cuando los resultados de su trabajo son indignos de su talento. En último lugar, la ambición, el deseo de obtener una buena reputación y posición, a la par que el poder económico que tal situación trae consigo. Quizá sea preciso sentir, una vez culminada la propia obra, que con nuestro trabajo hemos contribuido a aumentar la felicidad o a aligerar los sufrimientos de nuestros semejantes, pero esta no puede ser nunca la razón por la que la hemos emprendido.
Bueno, por lo menos Hardy es auténtico y no simula sus motivos. En todo caso, el divulgador no debe prejuiciar personalidades sino ser objetivo.
También hay que agregar que el concepto mismo de cultura científica o divulgación científica ha evolucionado con el tiempo, y puntualizar que este cambio no sólo es conceptual sino que también ha implicado variación en las estrategias de comunicación. De acuerdo con Annagreta Dyring, del Consejo Sueco para la Planeación y Coordinación de la Investigación, los contactos entre la ciencia y el público en general tienen una vasta e interesante historia, que en las últimas décadas ha transitado desde la comprensión pública de la ciencia hasta su vigilancia y observancia. Annagreta explica que fue en Estados Unidos donde el concepto comprensión o entendimiento público de la ciencia se acuñó, en los inicios de los sesenta, como resultado de los éxitos de la ciencia norteamericana en el marco de la guerra fría. La meta no era simplemente la educación del público en general sino también la publicidad. La gente debía entender la ciencia, y su confianza en la investigación debía ser reforzada. Veinte años más tarde, a fines de los setenta, la expresión de vigilancia o cuidado público de la ciencia apareció también en Estados Unidos, y está asociada al impacto en el medio ambiente y el control de los fondos públicos de financiamiento.
La Jornada Semanal, 8 de febrero de 1998
El Dr. José-Leonel Torres es director del Instituto de Física y Matemáticas de la Universidad Michoacana y miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Ha publicado la novela Canción de cuna, los poemarios Cono de sombra y Holograma, y el libro de divulgación científica En el nombre de Darwin. En este ensayo, el Dr. Torres critica el centralismo científico del país.
Durante las pasadas tres décadas, el desarrollo de la educación superior y la investigación científica del país se han conducido según un criterio de expansión territorial de sus principales protagonistas. Instituciones privadas que se habían mantenido limitadas a su contexto de origen decidieron establecer ``unidades'' (que aquí llamaremos sucursales) en las principales ciudades del territorio. En el sector público, el núcleo de expansión ha sido el Distrito Federal, y el flujo de sucursales proviene de tres fuentes mayores: el Conacyt, la UNAM y el Cinvestav. En contraste con el proyecto del sector privado, el aspecto de investigación resulta central en este caso, pasando el de docencia a segundo término. Nos interesa discutir principalmente la tarea de investigación, por lo que los programas de estas tres instituciones serán nuestro foco de atención.
El programa del Conacyt consiste en crear los llamados ``centros SEP-Conacyt'', dedicados a la investigación en ciencias aplicadas. Actualmente, hay 27 de ellos en las principales ciudades del país. La UNAM eligió como estrategia establecer en provincia sucursales de sus institutos capitalinos de investigación, a las cuales llama ``subsedes''. A la fecha, ha fundado cerca de 20 -su número exacto no es fácil de obtener, pues existen varias en diversas etapas de evolución, desde la de planeación hasta la de equipamiento de laboratorios. El Cinvestav se unió un poco tarde a esta carrera y sus ``unidades de investigación'' en provincia son del orden de descentralización educativa y de apoyo al crecimiento científico y tecnológico regional. En la práctica, ha conducido a una gigantesca estructura no muy distinta de la de un pulpo, con los tentáculos sobre las ciudades importantes de provincia y la cabeza (y el corazón) en el Distrito Federal.
¿Cuáles han sido los resultados de este programa de expansión? La respuesta depende tanto de la sucursal bajo análisis como de las personas o sectores cuestionados. A falta de un estudio a fondo sobre este asunto, me permitiré discutir y contrastar aquí los casos de Cuernavaca y Morelia, aclarando de inmediato que el muestreo obedece a razones de espacio y disponibilidad de información, no a requerimientos estadísticos. El caso de Cuernavaca es muy complicado porque en esa ciudad han sido creadas numerosas sucursales por todas las fuentes imaginables de expansión. Reduciré el análisis a las sucursales de la UNAM y su interacción con la Universidad Autónoma del estado de Morelos, para abordar finalmente la tesis central de este artículo: los proyectos de expansión vigentes en educación superior e investigación científica han ignorado en gran medida los intereses de las universidades estatales en cuyo hábitat natural se establecen las sucursales.
En Cuernavaca la presencia directa de la UNAM tuvo entre sus primeros elementos concretos al Centro de Investigación sobre Fijación de Nitrógeno, estableciéndose posteriormente centros similares dedicados a otras áreas, bajo un programa de interacción cada vez más intenso con la Universidad de Morelos, el cual incluía entre sus condicionantes la transferencia a la universidad local de todas las instalaciones de la UNAM resultantes del proceso, transcurridos 25 años desde su entrada en operación. Esto le permitió a muchos investigadores de la UNAM mudarse a Cuernavaca como empleados de la UNAM. Para ellos, este programa de expansión ha sido benéfico en extremo.
Desde la perspectiva de los académicos de la Universidad de Morelos el veredicto es distinto, si lo basamos por su carácter unánime en la pequeña fracción con quienes el autor ha tenido contacto sobre este asunto. Para ellos, se trata de una interacción muy desigual -que resumen en el término contundente de ``colonización''-, que ha conducido a la implantación en la Universidad de Morelos de una minoría privilegiada de académicos (de la UNAM) que cosechan lo mejor de los dos mundos posibles, pues aceptando un mínimo de responsabilidades en la institución local disfrutan de casi todas sus ventajas laborales, además de las que les corresponden en la UNAM. Como ejemplos concretos del ``pisoteo'' (sic) del contexto local, los profesores cuestionados mencionaron la presencia de académicos de la UNAM en altos puestos administrativos de la Universidad de Morelos (con salarios simultáneos de ambas instituciones), su participación como candidatos a la rectoría de la universidad estatal, y sobre todo, el hecho de que la UNAM haya ``renegado'' del acuerdo original de transferir las instalaciones resultantes de su programa de colaboración con la Universidad de Morelos a esta última institución al término de 25 años, que se cumplen por estas fechas para algunas de las primeras sucursales.
El caso moreliano es más afortunado, al menos en lo referente a las áreas de física y matemáticas. La UNAM creó en Morelia una sucursal de su Instituto de Matemáticas en 1992, y tras un delicado periodo inicial de aprendizaje mutuo, esta dependencia colabora de manera efectiva en la impartición de la licenciatura en física y matemáticas y del posgrado en matemáticas de la Universidad Michoacana. En 1995 se estableció una sucursal del Instituto de Astronomía, que también contribuye en forma importante al desarrollo del posgrado local en física. Nuestra relación actual es ejemplar en varios aspectos, pero requerirá una buena dosis de creatividad y buena fe para continuar así. Una nube en el horizonte es el propósito de la UNAM de iniciar su ``posgrado nacional'', que la llevará automáticamente a competir con nosotros en la difícil tarea de acopio de alumnos, pues abrirá la opción para los estudiantes locales de inscribirse en la UNAM-DF y volver a Morelia como estudiantes de la UNAM, con las ventajas económicas y materiales que esto implica hasta la fecha.
¿Por qué unas sucursales logran una relación positiva con las instituciones locales y otras no pueden hacerlo? Aunque no existe un sustituto académico de la buena fe, en el caso moreliano la palabra clave es ``balance'': las sucursales de la UNAM encontraron a su arribo un núcleo sólido de científicos con quienes pudieron dialogar desde el inicio sobre una base de igualdad y mutuo respeto. En Cuernavaca la balanza académica permanece inclinada de manera excesiva en favor de la UNAM.
Muchos de los investigadores que dejan el Distrito Federal, tienen razones legítimas para no truncar su relación laboral con la institución de origen. Existe por un lado la cuestión de antigüedad laboral acumulada, y por otro el obstáculo de los bajos salarios en las universidades estatales y su bien ganada fama de inestabilidad. En mi opinión, sus intereses particulares pueden respetarse aun frente al tema más trascendente de la búsqueda de balance en la educación superior y la investigación en México. Lograrlo requerirá madurez y creatividad de parte suya, de los directivos de las instituciones y organismos centrales, como el Conacyt, la UNAM y el Cinvestav, y de sus colegas en las universidades estatales. Bajo la misma premisa que en el caso del centralismo artístico, donde el concepto clave es el de ``simetría'' (o balance), me permito sugerir la siguiente lista parcial de condiciones de trabajo para lograr este fin:
1. Que antes de realizar cualquier acción
tendiente a establecer una sucursal o centro de investigación en
provincia, las instituciones centrales consulten a las universidades
estatales con las que tendrían relación directa, de tal forma que su
intención inicial conduzca a un proyecto conjunto.
2. Que por cada peso de financiamiento que reciban las instituciones
centrales para crear y operar una sucursal, se destine igual cantidad
a fortalecer a la universidad estatal que propone de manera conjunta
el proyecto, en las áreas académicas que ella elija.
3. Que se cree un escalafón nacional para profesores e investigadores
de todas las instituciones públicas, para que a iguales méritos
correspondan iguales salarios en todo el territorio
nacional.
Estas sugerencias les parecerán sin duda utópicas a muchos miembros de las instituciones privilegiadas del país. No los culpo. Somos herederos de una tradición de centralismo anterior a Cortés y la Malinche. Sin embargo, aun estas propuestas ``radicales'' dejan intacta la cuestión filosófica central: el modelo de expansión aquí analizado resulta una anomalía en el mundo. Ninguna otra nación ha sublimado el centralismo al grado de concebir un antídoto basado en la metástasis académica.
Los argumentos anteriores no son (ni pretenden ser) un veredicto definitivo sobre el papel que han jugado la UNAM, el Cinvestav y el Conacyt en el desarrollo de las ciencias y humanidades en provincia, ni mucho menos sobre su impacto en la cultura nacional. Los puntos luminosos en su trayectoria son demasiado evidentes como para requerir justificación periodística. Sin embargo, la realidad aritmética persiste en que la hipertrofia de las instituciones educativas centrales provoca una disminución intolerable del flujo de recursos a las universidades periféricas.
¿Cómo pueden las universidades estatales equilibrar la balanza frente a las instituciones centrales, sin caer en una situación antagónica que sería perjudicial para el pueblo mexicano, que es quien en última instancia firma nuestros cheques? Dada la inercia histórica de problemas y los círculos viciosos que ha engendrado, las universidades estatales tendrán que sumar sus voces para hacerse escuchar, a través de organismos como la ANUIES (Asociación Nacional de Universidades e Institutos de Educación Superior) y otros que se establezcan con el mismo propósito. Requerirán en esta misión de toda la ayuda disponible y tendrán que buscarla con urgencia, dentro y fuera del ámbito académico. La situación lo amerita.