La Jornada Semanal, 8 de febrero de 1998
Las recientes vicisitudes y penalidades de dos traductores extranjeros de mis novelas, me han hecho acordarme de la época en que compaginaba la escritura de mis propios textos con la reescritura en mi lengua de otros mejores; y veo con amargura que apenas nada ha cambiado en la consideración y el trato de esos intermediarios imprescindibles entre los autores de un idioma determinado y los lectores de todos los demás menos ese. De hecho, el mundo del libro está plagado de intermediarios, todos ellos necesarios: pues no otra cosa que mediadores entre el autor y el lector son los editores y los distribuidores y los libreros. A unos y a otros se les reconoce el mérito y todos participan elevadamente de los beneficios, y no está de más que se sepa el reparto, ya que he comprobado que la mayoría de la gente lo ignora absolutamente. El autor es el que menos cobra de la cadena, por absurdo que resulte: lo normal es un 10%, aunque la cantidad se ve reducida en ediciones secundarias, en las que no es raro que perciba un 7 o 6%; y hasta un 5%, y así, por ejemplo, de la edición de bolsillo de mi novela Corazón tan blanco, por la que el lector paga 1,200 pesetas en la tienda, yo me llevo sólo 80 (menos IVA, todo muy equitativo). Entre el distribuidor y el librero se reparten un 55% del precio de venta al público; finalmente, el editor se queda con el 35% restante, pero él algo ha invertido.
¿Y los traductores, sin los cuales no podríamos haber leído más que lo escrito en nuestra lengua, es decir, no a Shakespeare ni a Dickens, no a Flaubert ni a Proust, no a Tolstoi ni a Nabokov, no a Poe ni a Faulkner, no a Hlderlin ni a Rilke? Desde hace no muchos años, la ley establece que también ellos deben percibir un pequeño porcentaje variable según traduzcan a un escritor del dominio público -y que por tanto ya no cobra derechos, ni sus herederos- o a uno más reciente o vivo. A veces sería sólo un 0.5% lo que les tocaría, pero lo cierto es que buen número de los editores de nuestro país -y me temo que de otros- les niegan hasta esa propina y les siguen imponiendo la antigua miseria: un tanto alzado y ni siquiera las gracias. Con eso el editor se convertía en propietario de la traducción, su autor perdía todo derecho y no cobraba un céntimo más, aun cuando el editor vendiese centenares de miles de ejemplares de su texto o lo revendiera a otros colegas para que lo explotasen. Y no hay que olvidarlo: cada palabra de una traducción la ha elegido y puesto el traductor.
En la práctica esto sigue siendo habitual. ¿Y por qué los traductores lo aceptan? Muy sencillo: por lo mismo que tanta gente acepta puestos de trabajo humillantes, precarios y mal remunerados; esto es, porque el editor abusivo sabe que siempre encontrará a otro traductor que no le exija lo debido ni le reste su ganancia; y que ese trabajador sumiso pueda hacerlo peor que el otro no le quitará mucho el sueño. Sé de casos en los que, al pedir un traductor el cumplimiento de lo legal, el editor no sólo no lo ha vuelto a contratar, sino que le ha creado entre sus colegas fama de ``conflictivo'', lo ha puesto en una ``lista negra'' y le ha dificultado al máximo el ejercicio de su profesión. En una palabra, ha tomado represalias.
No todos los editores son así, por fortuna, pero aún escasean los que no, por desgracia. Hace dos semanas mi vecina Marina Mayoral, que es novelista, adoptaba insólitamente los argumentos de los editores -quiero creer que por ingenuidad- para explicarles a ustedes los inconvenientes de la liberalización de precios en los libros de texto, que propugna el Gobierno. La iniciativa es nefasta -sobre todo para los libreros, en efecto-, aunque al consumidor pueda parecerle de perlas en un principio. Sin embargo, la postura de algunos editores al respecto es inaceptable y un poquito chantajista, ya que sin cesar hablan de sus pobres ``márgenes de beneficio'', cuya disminución los ``obligaría'' a encarecer los libros para hacer frente a la rebaja forzosa.
Callan en cambio esos editores que desde hace ocho o diez años, con las nuevas tecnologías, el costo de los libros se ha abaratado tanto que si lo clásico era calcularle una cuarta parte de su precio de venta, hoy viene a ser una décima parte. De este monumental incremento de los ``márgenes de beneficio'' nada se ha sabido en este tiempo, menos aún que los editores lo repartieran con los autores ni por supuesto con el eslabón más débil, los imprescindibles traductores que todavía malviven dejándose las pestañas para que podamos leer a unos cuantos genios además de Borges, Valle-Inclán y Cervantes.